Cueva de Ágreda
Limítrofe
con Aragón y anclado poco menos que a la orilla de ese mágico Moncayo de cuyas
gélidas cimas desciende a oleadas como un mar picado aquel infernal cierzo en cuyas
metafóricas aguas surfean aparatosamente escobas de bruja, capirotes de gnomo,
pezuñas de corza blanca y gigantes intempestivos con nombre de chorizo, una pequeña población, Cueva de
Ágreda, sorprende gratamente a todo buscador que todavía se entretenga en rastrear
esas antiguas alusiones a la España
mágica, llevando en mente –cuando no en mientes-, aquélla máxima, no
siempre acertada pero en ocasiones indiscutiblemente rondadora de esa anestésica
enfermedad del alma llamada nostalgia, que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Hablar en pasado podríamos, si no actuara como impedimento que el pueblo,
después de todo y de cara a la galería foránea que todos los veranos remite con
monitores certificados a una chiquillería exultante de aventuras, exterioriza y
alude, en algunos de sus elementos, a leyendas y tradiciones repletas de aquellos
arcaicos arquetipos que surgieron en la noche de los tiempos de los lodos de la antigua levadura, tal y como el
genial poeta alemán Goethe puso en labios de ese personaje internacional, como
es Mefistófeles. No ha de resultarnos extraño, pues, que si tomamos esto como
base, veamos, en los orígenes de este lugar –hoy día revestida de galana
castellanía-, tema más que interesante sobre el que hablar, o cuando menos,
especular. De tal manera, que uno puede imaginarse, en primer lugar y avalado
por esa madrastra inflexible que es doña Historia, que esas casitas que se
balancean como balandros a merced de la dulce resaca formada por ese
promontorio que les sirve de puerto, asientan sus reales anclas en esos lugares
de mouros encantados con los que los
hombres de otras generaciones comenzaron a llamar a los antiguos castros
celtas. Tampoco habría de resultarnos extraño, suponer que algunos metros por
encima de ese farallón y no muy lejos de lo que en tiempos fuera el mencionado
castro, una cueva posiblemente conllevara el honor de albergar una morenica virgine pariturae, posteriormente
cristianizada, según se puede deducir de la advocación de la antigua iglesia: Nuestra Señora de la Cueva, la misma
advocación que por ejemplo, en aquél lejano santuario asturiano que se localiza
en Infiesto, a orillas del río Piloña, dio origen al famoso cantar, que
posiblemente todos hallamos cantado de niños alguna vez (1). Una iglesia que,
según las fuentes, habría que remontar al siglo XII, cuando menos, pero que,
desgraciadamente, se ha visto tan alterada en su estructura que poco ofrece de
interés, si exceptuamos la forma hexagonal de su poderoso ábside. A la cueva,
así como al lugar, también están asociados personajes de los antiguos mitos.
Sería el caso de Caco –de ahí que se mencionara en esa licencia poética del
principio, parafraseando a Fulcanelli cuando hablaba del argot como lengua ya
previamente utilizada por los argonautas, como nombre de chorizo-, elemento familiar a esos antiguos mitos de gigantes que
ocupan un lugar privilegiado dentro de las distintas mitologías dentro o fuera
de la vapuleada Hispania. Y si de mitologías se trata, aumenta todavía más el
interés, si para finalizar, dejamos caer aquélla celebérrima presencia de un
Hércules, foráneo y chulo donde los haya, que anduvo por estos lares, en
tiempos prehistóricos cuando acaparaba trabajos encargados por el Olimpo.
(1) 'Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva...'.
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