jueves, 26 de enero de 2023

Otoño en el Cañón del Río Lobos

 


Uno de los entornos naturales, cuya mágica belleza, es un verdadero imán, dispuesto por la Naturaleza para seducir, irremediablemente, a los sentidos y muy recomendable, además, para visitar, sentir y valorar, al menos, un a vez en la vida, no es otro, que el enigmático Cañón del Río Lobos.



Esta formidable depresión natural, que se extiende, como el espinazo de un mundo perdido, a lo largo de esos espectaculares veinticinco kilómetros, comprendidos, entre esas dos numantinas comunidades de la Vieja Castilla, como son, Soria y Burgos, constituye siempre el preludio a una gran aventura.



Soberbio, espectacular, genuino y deliciosamente misterioso en cualquier época del año, la visita, no obstante, si se realiza en otoño, tiende, necesariamente, a convertirse en una experiencia inolvidable, donde el espectador, deslumbrado, tenderá a considerar, como revestidos de una magia especial, unos senderos que se pierden entre monumentales riscos y desfiladeros, labrados durante milenios, por esa metafórica artista, que es la erosión y espesas arboledas, que contemplados en otras épocas del año, como el cercano invierno, pueden hacerle sentir inquietud e incluso, yendo más allá, todavía, amedrentamiento por su singular rotundidad.



Tal vez, desde un punto de vista eminentemente psicológico, ahí se encuentre buena parte de la razón, supersticiosa, por la que los ejércitos musulmanes, en aquella lejana época medieval en la que dominaban a sus anchas, buena parte de la mal herida España visigoda, nunca penetraran en su interior y sí dieran, por el contrario, extensos rodeos para evitarlo, dejando atrás las fuentes donde nace el río Ucero, ascendiendo prolongadas cuestas, hasta alcanzar de nuevo terreno llano en los extensos pinares que conforman el entorno de lo que, en la actualidad, se conoce como el Mirador de la Galiana.



Lugar idóneo, por aquél entonces, para todo tipo de emboscadas y con la suficiente potencialidad, como para acrecentar, aún más si cabe, la supersticiosa mentalidad medieval, con toda clase de mitos y leyendas, no es de extrañar, que en su polifacético interior, se instalara, a finales del siglo XII, una de las órdenes de caballería, cuya mediática leyenda, ha hecho correr verdaderos ríos de tinta y todavía, al cabo de los siete siglos de su desaparición oficial, todavía continúa generando un inusitado interés: la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón; es decir, la Orden de los Caballeros Templarios.



De lo que hicieron, una vez instalados en lo más profundo de este Cañón del Río Lobos, junto a la enorme boca de una caverna descomunal, en cuyo interior, se descubrieron suficientes señales de habitabilidad antediluviana, nada se sabe a ciencia cierto, salvo que el descubrimiento de cierto documento del siglo XII, encontrado recientemente en los archivos diocesanos de El Burgo de Osma, señalan que antes que ellos, el lugar estuvo ocupado por otros caballeros no menos misteriosos y ciertamente, muy alejados de su lugar de influencia: la Orden de Roncesvalles.



Lo que parece estar claro, después de todo, es de que éstos, por los motivos que fueran -siempre y cuando se demuestre que el documento de referencia es auténtico y en efecto, en él consta como tal- les cedieron el lugar a los templarios y que éstos, una vez instalados, se encargaron de verter muchas de las leyendas malditas que circulan por la zona -por ejemplo, la del pueblo maldito de Valdecea, en el que todos sus habitantes murieron envenenados, leyenda que suele ser bastante común en muchos de los lugares donde se localizan asentamientos templarios- con el único objetivo de que nadie les molestase en las desconocidas actividades que estuviesen realizando.



De hecho, uno de los lugares que más entusiasmo despierta, entre los innumerables visitantes, es, precisamente, la vieja iglesia románica de finales del siglo XII y principios del Siglo XIII -se adivinan ya en su interior, los primeros avances de un estilo arquitectónico vanguardista en la época, como fue el gótico- que se enclava en esa pequeña curva de ballesta, salvada por un vetusto puente de madera -como diría Antonio Machado- que forma el río Lobos a la altura de la iglesia y la Gran Cueva, donde, curiosamente, todavía se venera la figura, considerada como muy milagrosa, de la Virgen de la Salud: una figura, que en su origen fue una enigmática Virgen Negra, cuyo original, se rumorea que fue vendida por el propio párroco, a comienzos del siglo XX.



Dejando aquí este tema, que, de hecho, constituye un suculento atractivo esotérico-cultural, que no pasa desapercibido, en absoluto, el entorno de este parque natural, visto con los atractivos colores del otoño, gratifica no sólo la vista de un visitante, que se siente -metafórica y comparativamente hablando- como un verdadero Robinson Crusoe, descubriendo los pormenores de la isla misteriosa en la que se encuentra, sino también, permite que el espíritu -como diría Ananda Coomaraswany- se vea influido en la noble operación de transmutar, en el atanor, que, metafórica y comparativamente hablando, es su consciencia, la Naturaleza en Arte.



Porque a ello contribuyen, sin duda alguna, las numerosas familias de chopos, sauces, avellanos, encinas, robles y abedules que habitan en su interior, con la belleza de los últimos estertores que les proporciona ese peculiar color sanguino, en algunos casos y en otros, posiblemente, lo más, ese símil de la enfermedad que afectó a pintores, como Van Gogh, llamada xantopsia, que cautivarán su fascinación, dejando, voluntariamente, que su vista se pierda por la fascinante intensidad de los ocres y amarillos.



Todo ello, condimentado por las olorosas plantas y espinos, típicos de los montes, como el espliego, el tomillo o la salvia y la belleza metafísica de las plantas acuáticas, como las lentejuelas y los nenúfares.



En definitiva: otoño en el Cañón del Río Lobos o cómo dejarse llevar por la magia de los sentidos.



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martes, 24 de enero de 2023

La Galiana: el Cañón del Río Lobos a vista de pájaro



Afirmaba cierto escritor español, cuyo nombre mantendré en un oportuno anonimato, que Dios creó a los gatos para que los hombres pudieran acariciar a las panteras y siguiendo esa poética línea de planteamiento, sería lícito suponer, que también creó los miradores para que éstos pudieran hacerse una idea, bastante acertada, de lo maravilloso que es el mundo, cuando se tiene la oportunidad de contemplarlo a la manera de los pájaros.


Como los cuatro elementos básicos de la Alquimia -tierra, agua, aire y fuego- las cuatro estaciones poseen también sus características particulares, las cuales, sin dudarlo, se suman al poderoso encanto que ya tiene de por sí, ésta impresionante depresión natural, el Cañón del Río Lobos, cuyo interior, ya tuve ocasión de mostrarles en una entrada anterior.



Verlo, no obstante, desde las alturas cortadas a pico de este singular mirador, que responde al curioso nombre de la Galiana -no sólo en su raíz etimológica se nos recuerdan los orígenes celtíberos de los pueblos que se asentaron en su entorno, sino, además, el nombre de una de las principales rutas de pastoreo de España, la Cañada Real Galiana- presupone, además, en época de otoño, participar de un espectáculo fantástico, promovido por los mutantes colores, ocres y amarillos, que señalan el jubileo vital de unas especies de árboles -arces, chopos, álamos o robles- que ya eran autóctonas en el lugar desde el alba de los tiempos.



Desde este punto, que sortea el Cañón del Río Lobos y una capitales como el Burgo de Osma y San Leonardo de Yagüe -que comenzó siendo apenas una barriada de lo que actualmente es el desolado despoblado de Arganza, que todavía conserva una singular iglesia románica dedicada a la figura de San Juan Bautista y en cuyas esculturas se puede adivinar un influjo netamente silense o característico de los talleres canteros que participaron en el monasterio de Santo Domingo de Silos- las tropas musulmanas, residentes a este lado de la denominada Frontera del Duero, contemplaban, no ajenas a un supersticioso temor, afín a aquella fascinante Edad Media, los misteriosos intersticios de un lugar, cuyas numerosas cuevas y refugios naturales ya recibían culto y atención desde periodos históricos tan alejados, como el Neolítico.



Llama poderosamente la atención, la vista privilegiada, que desde aquí se tiene de la mediática fortaleza -su preciosa torre del homenaje fue recientemente consolidada, pues amenazaba derrumbarse, con lo que se hubiera perdido una pieza histórica realmente fabulosa- desde cuya estratégica posición, los caballeros templarios, en un principio y los nobles de la provincia después -¿recuerdan los enfrentamientos entre unos y otros, que dieron origen a la tenebrosa leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, conocida como ‘El Monte de las Ánimas’?- dominaban y aseguraban las entradas y las salidas del Cañón y donde todavía, a pocos metros de distancia, sobreviven algunos lienzos de lo que se supone que fue el famoso y a la vez, controvertido convento de templarios, que en una Bula Papal se recoge con el nombre de San Juan de Otero.



En suma: un excelente complemento, indispensable para los amantes de la Historia y de la Naturaleza y digno colofón para tener una visión general de un lugar, el Parque Natural del Cañón del Río Lobos, que siempre sorprende y fascina por su agreste, pero inconmensurablemente hermosa constitución natural.



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sábado, 21 de enero de 2023

Antonio Machado y la Laguna Negra: viaje al corazón del mito

 


Sería una completa descortesía, abandonar la tierra, real y a la vez imaginaria, de Alvargonzález, sin ascender hasta las solitarias cumbres de los Picos de Urbión y echar un vistazo admirativo, a la verdadera joya del entorno: la Laguna Negra.



De origen eminentemente glacial y un fondo desconocido, tan insólito lugar fue, por derecho propio, el centro neurálgico o el Axis Mundi, donde el poeta Antonio Machado nos introduce, a través de una lírica cercana y popular, en ese ‘descenso ad ínferos’ o ‘descenso a los infiernos’ -metafórica y comparativamente hablando- donde el héroe, lejos de las místicas connotaciones medievales, sufre en sus propias carnes los terribles desaires de sus propios hijos, cuyo aparente complejo de Edipo, no gira alrededor de la figura de una madre de carne y hueso, sino alrededor de otra figura, arcaica y maternal, por cuya posesión, los hijos son capaces de cometer cualquier acto, incluido el parricidio: la tierra.



A partir de aquí, se desarrolla el auténtico drama, cuando, a través de la insoportable presión derivada del sentimiento de culpa de los miserables hijos parricidas, Antonio Machado convierte los ojos muertos del cadáver del padre, que yace en las insondables profundidades de la Laguna Negra, en la mirada vigilante, astuta y acechadora, de esa mitológica ninfa de las aguas -podría apreciarse aquí, una florida metáfora de la conciencia- que la tradición y las leyendas populares han insistido siempre en afirmar que moraba en su desconocido fondo.



Incansable buscador de lo honesto y fiel servidor, podría llegar a afirmarse de ese Karma, que está más allá de una justicia, la humana, generalmente tendenciosa y en muchos casos, partidista, Machado invita a hacer acto de presencia al más iluminado de los jueces: el remordimiento.



Ese juez, plenipotenciario, que no necesita de una orden para penetrar en los domicilios y que se abate, con absoluta libertad de movimientos en el inconsciente, ejerciendo su propio magisterio desde esa sala de lo penal, que son los propios sueños, consiguiendo, que, frente a la contundencia de las pruebas, la propia conciencia -cual doncella encantada- despierte y asuma definitivamente su culpabilidad, poniéndose a disposición, esta vez, sí, de la justicia de los hombres, que asisten horrorizados al drama.



Una justicia, ciertamente, que no devolverá la vida al padre traicionado, pero que hará, sin embargo, que su espíritu descanse en paz, una vez recuperado y yaciente ya en tierra sagrada, aquello que es solo polvo y al polvo ha de tornar, inevitablemente.



Drama que se desarrolla por completo alrededor de la belleza explosiva de esta Laguna Negra, cuyo óvalo semi perfecto delimita, a la vez, una frontera física, por un lado, con la capitalidad indiscutible de la Vieja Castilla -aquél territorio heroico, que nos dio a los primeros condes, a los primeros jueces, a doña Lambra y la fantástica leyenda de los siete infantes de Lara- y otra, imaginaria, pero no menos rica en arquetipos, donde siempre se tiene la impresión de que la realidad, en algunos casos, puede perfectamente superar a la ficción.



Porque, en este caso y de la mano sabia de Machado, no es difícil determinar el sentido real que animaba en la frase de aquel otro poeta surrealista, Paul Eluard, cuando afirmaba, rotundamente convencido, aquello de que hay otros mundos, pero están en éste.



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viernes, 20 de enero de 2023

Un paseo con Machado por la Tierra de Alvargonzález


Aunque la fecha exacta continúa siendo un enigma, la gran mayoría de historiadores coinciden en que fue en septiembre de 1910, cuando el gran poeta español, Antonio Machado, realizó este peculiar viaje por uno de los territorios más insólitos, impactantes y, por supuesto, extraordinarios, de esa pequeña Celtiberia castellana, huérfana, generalmente, de atenciones gubernamentales, que es esa misma Soria, que, en cierto modo, le vio crecer como poeta y a la que, por descontado, debe también lo más florido de su profunda poesía popular.


El entorno, en particular, no podía ser mejor ni tampoco más cualitativo, para alimentar, aún más, si cabe, ese fuego abrasador, rotundo y siempre en expansión, que dotaba a su poesía con la magia imperecedera de lo mundano y de lo maravilloso; o lo que viene a ser lo mismo: de la esencia de un folklore popular, que, en este preciso lugar, la Corte de Pinares y el entorno de los Picos de Urbión, constituye un metafórico anzuelo tendido por la Musa para capturar la atención de los apasionados, con la carnaza siempre fresca de lo prodigioso.


Cierto es, así mismo, que fue precisamente en este periodo y lugar, donde aquel hombre que siempre había soñado con su infancia y a la que volvía reiteradamente a través de esos versos que afanosamente buscaban ‘aquel patio de Sevilla donde crecía el limonero’, se encontró también con historias escabrosas, que lejos de amilanarle, supusieron, para su febril imaginación, el carburante necesario para crear uno de los episodios líricos con más fuerza dramática de la Historia de la Literatura: la Tierra de Alvargonzález.


De manera, que el viaje que les propongo aquí, disfrazado, cual comparativo Arlequín, de un pacífico paseo por las arterias explosivas de un otoño en expansión, se ve caracterizado -como Jano, el dios romano de las dos caras- por una circunstancia y dos peculiaridades: un viaje, en el que el espectador tiene la posibilidad de vivir una experiencia, donde lo real y lo imaginario estrechan lazos, hasta el punto de que, a medida que el espectador se va adentrando en estos singulares parajes, tiende a perder la noción de cuál es uno y cuál es el otro.


Inspirado en uno de los terribles crímenes cometidos en un pueblo situado a unos 15 kms de Vinuesa y de nombre, Duruelo de la Sierra -alrededor de cuya vieja iglesia, dedicada a la figura de San Miguel, todavía se puede ver el viejo cementerio medieval de tumbas antropomorfas, excavadas en la sólida roca y se puede ascender, además, desde allí, a la soledad de los montes donde nace el río Duero- el viaje termina en el mismo punto que la narrativa de Antonio Machado: en ese misterioso óvalo de posible origen volcánico, conocido como la Laguna Negra y lugar donde los hermanos parricidas arrojaron el cadáver de su viejo padre, empujados por esa vena cainita, ese furor por poseer la tierra, que ha sido siempre la espada de Damocles que se ha abatido sobre lo más profundo del alma del campesino español.

Tortuoso, pero a la vez, paradójicamente, espectacular camino cuesta arriba por unos bosques selváticos y oscuros como boca de lobo, en algunas partes, más celosas de permitir que los rayos del sol penetren sus secretos, que invitan a soñar, además, con la fuerza de un cromatismo, cuyo mayor contraste queda de manifiesto, entre la eterna pasividad de unos pinos y unos abetos de hoja inviolable y la mutable levedad del ser -parafraseando a Milan Kundera- que padecen todos aquellos otros árboles, que, según un viejo y entrañable cuento, no quisieron dar cobijo a un pajarillo herido y fueron, en consecuencia, castigados: robles, olmos y chopos, aquellos mismos, que, curiosamente, eran reverenciados por los antiguos druidas.


Y entre unos y otros, mullidos colchones de arbustos selváticos, como las aliagas, anclados a la vera de unas rocas inmemoriales, donde en muchas de ellas, la impertinencia de las numerosas colonias de líquenes han ocultado los viejos grabados rupestres dejados por los olvidados cazadores del Neolítico, que en muchos puntos forman ribera con las delgadas chorreras que se desprenden, en caída libre de los vecinos picos, donde todavía es posible ver a la Luna, embelesada, cual Narciso, contemplándose con arrobo infantil en la superficie de las aguas de la laguna.


En definitiva: un viaje real y también, literario, pero, sobre todo, un viaje especialmente preparado para esos insaciables gourmets, metafórica y comparativamente hablando, que son siempre nuestros sentidos.


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lunes, 24 de abril de 2017

Soria vista desde el Mirón


'Recurso: en derecho, meter los dados en el cubilete para una nueva tirada'.
[Ambrose Bierce]

Lejos de sentirme como los legionarios romanos que se jugaron a los dados la túnica de Jesucristo, acepto el recurso de Ambrose Bierce, moviendo el cubilete y lanzando los míos, con la sensación de que, sea cual sea el número que obtenga en la jugada, constituirá, no obstante, un avance en ese misterioso juego de la oca, donde, quizás caído en la cárcel y esperando que otro jugador venga a sustituirme, el recuerdo sea, después de todo, el mejor y más solidario de los alivios. Dicen que los templarios recluidos en los calabozos del castillo de Chinon, empleaban parte del tiempo en el que no estaban horriblemente sometidos a tortura, en rellenar las frías paredes de su prisión con una profusión de símbolos y graffitis, cuyo significado lejos está de haber sido debidamente aclarado por los historiadores modernos. Hablar de un lugar tan especial como éste, me trae muchos y gratos recuerdos y el haber traído a colación esa, digamos, en teoría, pasión que aparentemente sentían los templarios por el simbolismo, me sirve de licencia literaria para comenzar a desenredar esta madeja de recuerdos, cuyo hilo -sírvame también Ariadna de inspiración-, ha de llevarme, necesariamente, a hablar de una de las mayores curiosidades de tan mágico laberinto, como es la capital soriana. Pero antes de eso, amigo lector, es necesario que te pongas cómodo, dejes tu mente en blanco durante unos minutos y confiando en el poder de la imaginación, pienses que puedes realizar un pequeño salto en el tiempo, hasta situarte en ese oscuro pero a la vez fascinante periodo histórico, que se conoce como la Edad Media. Supón, entonces, que estás en el siglo XIII; y para no pecar de dióscuro o extremista, permites, ambiguamente, que sea a mediados. Sabes, porque así te lo confirmo, que estás situado en uno de los lugares más altos y que al pie de la depresión, ves discurrir, con parsimoniosa lentitud, una esbelta serpiente, cuyas escamas parecen campanillas de plata al ser acariciadas por los rayos del sol: es el Duero, el viejo río que reparte dones y suerte a ambos lados de la ribera y desaparece en la distancia, haciendo una curva de ballesta -como dijera el gran poeta Don Antonio Machado-, sobre el promontorio rocoso en el que se levanta la emita de planta octogonal del saturniano Patrón de Soria. Verás, así mismo, con sólo girar levemente la vista a la derecha, un viejo puente de piedra, que lejos de tener un aburrido aspecto de cíclope, luce varios ojos, metafóricos, por supuesto, que agradecen la útil eficacia del arco romano. Y ya puestos a imaginar, imagina que en esa vertiente del puente, a uno y otro lado, ves las figuras de misteriosos porteros: a la izquierda, los caballeros hospitalarios, con su hábito negro y cruz blanca en el pecho, custodios de la mediática belleza de los arcos de su monasterio de San Juan; a la derecha, los caballeros templarios, con hábito blanco y la cruz roja a la altura del corazón, celosos guardianes, desde el monasterio de San Polo, no sólo de fructíferos huertos y extensos terrenos propicios para esa caza que tanto envidiaban los nobles de la ciudad –Bécquer dixit-, sino también del camino que conduce a esa entrada simbólica a los infiernos, que es, después de todo y simbólicamente hablando, la ermita de San Saturio.

Medita, antes de continuar ejerciendo ese fascinante poder de seducción que tiene la imaginación, sobre los nombres de los montes, que cual comparativas ubres de Diana, se elevan sobre uno y otro monasterio: el de las Ánimas, sobre el de San Juan y su nevero y el de Santa Ana –vocablo que viene a significar Agua y también Madre, no lo olvides-, sobre el de San Polo y piensa que por ese camino y dejando parte de su polvo y su sudor sobre ese viejo puente, llegaban oleadas de peregrinos procedentes de Aragón, no sin antes pasar por Almenar -en cuyo castillo naciera Leonor, la primera mujer de Machado- donde recogían como amuleto, una astilla del arcón de la milagrosa leyenda del cautivo de Peroniel, que junto con las cadenas a las que le tenía sometido el moro, conforman dos de las reliquias más veneradas que se custodian en el Santuario de la Virgen de la Llana


Porque de apariciones marianas, de lugares estratégicos, telúricos, antiguos y milagrosos, entenderás pronto que va la cosa, una vez que te sitúes a esta otra parte de la ribera e imagines ahora las sólidas murallas que circundaban en aquél tiempo esta ciudad -que vio celebrar sus nupcias al rey Alfonso VIII en la iglesia de Santo Domingo-, pegada a las cuales, había una iglesuela, cuyo nombre, cristianizado per secula seculorum, ha de ponerte en guardia sobre esas curiosas criaturas orientales, los jinas, generalmente representadas con cuerpo humano y cola de serpiente, cuyo poder y sabiduría ha llegado hasta nosotros, en forma de hermosos mitos y leyendas: San Ginés. Date ahora media vuelta, e imagina, desde ese mismo lugar en el que te encuentras, una pequeña casita, poco menos que una choza, situada al lado de un campo que un humilde campesino intenta labrar con una pareja de bueyes que, llegados a cierto punto, se niegan, con severa obstinación, a seguir avanzando. A continuación, intenta ver una luz blanca, intensa y sobrenatural, en cuyo interior el desconcertado labriego ve un hermoso aunque severo rostro, que le dice que es la Virgen y que su deseo es que se le haga una ermita en ese lugar, dejando como prueba, precisamente ahí, en el sitio donde los bueyes se negaban a avanzar, una curiosa talla mariana, que pasaría a ser conocida desde entonces, como la Virgen del Mirón.

Poco o nada queda de la primitiva ermita, aunque sí un edificio muy remodelado con el paso de los tiempos y los gustos arquitectónicos, en cuyo interior, se conservan cosas, desde luego que interesantes. No sólo cuadros de época que detallan los milagros realizados por la Virgen desde el momento de su aparición hasta épocas más o menos actuales, sino también, una auténtica reliquia cultural, que se transmitía oralmente de pueblo en pueblo, como son los romances mudos y al menos una persona, Iluminada Mozas, posiblemente la última persona capaz de interpretar ese ameno conjunto de símbolos que lo conforman y a quien os animo a escuchar en directo –por aquél entonces, mi equipo videográfico no era gran cosa-, como testimonio de esa España mágica que aunque bosteza con cansancio, todavía se niega a dormir el más eterno de los sueños. Hay, también, otra curiosidad añadida en esta iglesia: una de las pocas, casi exclusivas imágenes que muestran a San Saturio de cuerpo entero. Barroco, como la mayor parte de la remodelada iglesia, un rollo que hay en el prado, enfrente de la iglesia, muestra, no obstante, el busto de San Saturio.

La última vez que estuve –días antes del solsticio de invierno y por cierto, comiendo en el antiguo Parador, que lleva por nombre Leonor-, pude percatarme de un detalle, cuando menos curioso: San Saturio, impasible y casi diríase que nostálgico, mira hacia el Oeste; hacia ese lugar, situado en los confines de la tierra donde muere el sol todas las tardes, para volver a nacer, rejuvenecido, todos los amaneceres. Muerte y resurrección, pues, como todo buen descenso ad ínferos.

miércoles, 12 de abril de 2017

Embalse de la Cuerda del Pozo: recuerdos de juventud


Hay quien opina que no tengo recuerdos. No es verdad, aunque siquiera sea para salvaguardar parte del orgullo de ese complementario que siempre camina conmigo, diré, en mi descargo, que coincido con la aseveración de Ambrose Bierce, de manera que yo también considero el recuerdo como el mayor lujo de los desafortunados (1), y recurro a él sólo en caso necesario. Por eso, y porque tengo también un objeto que lo prueba, puedo decir que la última vez que estuve acampado aquí -en ésta mortaja líquida, cuyas aguas pintan estrellas por encima de pueblos anegados, como el de La Muedra-, fue el 1 de julio de 1987. Esa es la fecha que figura en la primera página del libro de Gustav Meyrinck, El dominico blanco, diario de un hombre invisible, que compré, por ochocientas cincuenta pesetas, en una librería de la calle del Collado, cuando todavía en el ambiente se dejaban sentir ecos resacosos del sábado Agés, del domingo de Calderas y del lunes de Bailas, que con tristeza repetían aquél estribillo de adiós, adiós, San Juan...

Por aquél entonces, solía viajar a Soria con cierta frecuencia. Iba siempre con mi tío Cele. El tío Cele, era como la reencarnación de Daniel Boone. O quizás, apurando aún más lo inapurable, como David Crocket. Aunque claro, a diferente de éste, el tío Cele no practicó la política -por lo menos, no lo hizo más allá de votar al PSOE, hasta que comprendió que no era, sino la parte blanda de esa cabeza de Jano, y por lo tanto de dos caras, que bajo la marcha triunfal del esto son lentejas, habían pactado el blanco y negro de los solsticios electorales de este país, per secula seculorum-, ni tampoco murió en El Álamo, aunque sí lo hizo en un hospital cuyo monárquico nombre -Infanta Leonor-, le hubiera dado alas para volar, de haber podido, como si se hubiera tomado un chute de Red-Bull. No murió en El Álamo, como David Crokett, pero sí sirvió en la Legión y tuvo sus más y sus menos con los moritos de Ceuta. Todavía no existía el ISIS -me pregunto qué diría Plutarco, por utilizar el nombre de la Mater en vano-, ni el DAESH y hacía ya por lo menos una veintena de años que Lawrence de Arabia, el último templario -si alguien no se lo cree, que lea el prólogo de Los siete pilares de la sabiduría-, se había roto el cuello a lomos de su motocicleta, a la que había bautizado con el nombre del caballo de Alejandro Magno: Bucéfalo, pero a veces, cuando se apagaban las últimas luces del campamento juvenil que teníamos enfrente, en la Playa de Pita, y la Osa Mayor sacaba los pies de las nubes para hacer de farol al peregrino, el tío Cele decía que había que tener cuidado con aquellos que colgaban de sus cuellos la Mano de Fátima, mientras sus corazones soñaban con recuperar Al-Andalus. Me pregunto qué hubiera dicho o cómo hubiera reaccionado de saber que algunos años después de su muerte, los vecinos del piso de enfrente iban a ser precisamente marroquíes, que a diferencia de los guarretes occidentales dejaban sus zapatos -que no babuchas- en la alfombra, que eran unos vecinos encantadores -menos cuando discutían el morito y la morita, anda jaleo, jaleo, aunque eso siempre ha pasado con el Vicente y la Clementina, con el Paco y la Pepa- y que la matriarca era una buena mujer, humilde y servicial, que se desvivía a besos cuando veía a su hermana Teodora y que antes de que el ictus -siempre me he preguntado por qué el nombre griego que identificaba el pez o el símbolo de los primeros cristianos, para definir una enfermedad tan mala y cruel- la hubiera dejado pensando que es una inútil, tiempo la faltaba para cogerle y subirle a casa las bolsas de la compra. Pero tal vez la explicación a fenómenos tan extraños -quien compre los periódicos todos los días, verá que política y parapsicología son un hecho más que probado, pues cuando no hay muertes misteriosas, desaparecen ordenadores o los OVNIs abducen a los principales testigos-, figure adecuadamente en el manual del usuario del choque de civilizaciones que nos quieren vender, como los krispis de Kellogs en el Alcampo. Menos intransigente, desde luego, resultaba el tío Cele con una caña de pescar: menos truchas, cualquier bicho mordía su anzuelo, sobre todo esos pecezucos con nombre a juego de casino -black bass, creo- que importados de los Estados Unidos, parecían mantener la fea costumbre de meterse en todos los charcos; de manera, que supongo que por eso eran tan fáciles de pescar y a la vez, tan difíciles de digerir. Algo similar, dicen que ocurrió con las carpas del Retiro, que fueron un regalo que Hitler le hizo a Franco y por eso no las comía ni Dios. El caso es que, como el protagonista de la novela de Meyrinck -o la fascinante aventura espiritual de un joven en busca del amor y de su destino-, los días acampados en el pantano solían ser largos, ideales para dejarse llevar por la ensoñación y también para comprender, después de intentar dormir recostado contra el tronco de un pino, por qué las hormigas, más que cualquier otro bichejo del campo, han mantenido siempre vivo el mito de ser las verdaderas aguafiestas del picnic.

Por esto, y por algunas anécdotas más, de cuyos pormenores, como Miguel de Cervantes,yo tampoco quiero ahora acordarme, es difícil que cada vez que pase por aquí, no me detenga unos instantes, y contemplando el vaivén de las olas, no me deje llevar por la nostalgia y me acuerde del tío Cele; aquél al que, según fuentes de las más allegadas a mi persona, me voy pareciendo más cada día. Yo no estoy muy de acuerdo, pero eso tampoco importa. Aunque claro, es en momentos y circunstancias como estos, cuando no dejo de preguntarme qué son, en realidad, las cosas importantes de la vida. Yo no lo sé. O sí lo sé, pero prefiero disimular, pues se vive más cómodo disimulando. A fin de cuentas, y como dice Bob Dylan, la respuesta, amigo mío, flota en el viento. ¿Y quién soy yo, para ir en contra del viento?. Así que, How, Gran Jefe Blanco: the answer is blowing in the wind¡.

P/D: el SOS que me encontré en una de mis paradas, no es mío. Espero, eso sí, que quien lo hiciera, esté a salvo y fuera de peligro...si es que alguna vez lo estuvo.



(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, Barcelona, octubre de 2007, página 400.

viernes, 7 de abril de 2017

Santo Domingo, una joya del románico soriano


Cambiamos de panorama, pero no para alejarnos de esa visión retrospectiva, artística, mítica y cultural, que hace de Soria un excelente caldo de cultivo para exigentes paladares hermenéuticos dispuestos a saborear complejos guisos de Arte, Historia y Tradición. Y nada mejor que hacerlo, que invitando a visitar la capital soriana y dejarse tentar, aun en la medida de lo posible, por este exquisito plato combinado que es, metafóricamente hablando, la iglesia de Santo Domingo, originalmente de Santo Tomé. Levantada con una cuidada maestría y un estricto control de los arquetipos básicos de la geometría sagrada –a saber, entre otros: número, mesura, equilibrio y proporción-, muestra un cuerpo consistente, en cuyos aderezos esculturales se aprecian esas vaporosas y aromáticas fragancias que los especialistas coinciden en situar allende los Pirineos, en las vecinas escuelas canteriles de Poiteau. De Poiteau, precisamente, era originaria la princesa Leonor Plantagenet –hija de una gran fémina de la Edad Media, Leonor de Aquitania, entre cuyas hazañas, que no fueron pocas y a cual más interesante, figura aquélla, según proclaman algunas fuentes, de ser precisamente la persona que le sugiriera a Chrétien de Troyes su maravilloso e incompleto Cuento del Grial, allá, en su espléndida Corte de Trovadores-, y entre su séquito, que atravesó a lomo de caballo y carretón, aquélla Soria medieval que durante siglos fue dura frontera entre moros y cristianos escoltada por caballeros hospitalarios –que entre algunas otras, al parecer, tuvieron una importante encomienda en Hortezuela, de la que apenas sobrevive la iglesia y aun así, muy modificada-, pudiera ser que figuraran, así mismo, maestros canteros aquitanos que tomaran como modelo la portada de la iglesia poitevina de Nuestra Señora, figura ésta de cierta ambigüedad, en la que, por ejemplo, comenzaba y terminaba la religión de los templarios, si Dios quiere.

Especulaciones aparte –que los mundos de la anécdota son como los mundos de la moda y los gustos, en ocasiones, dependen de cómo sea cada uno y por dónde le convenga más que sople el viento-, que habría de convertirse, y por defecto, pasar a engrosar las doradas páginas de la Historia, en la no menos metafórica entrada abierta al palacio cerrado del rey, parafraseando a Filaleteo. En efecto: ocurrió en el año 1170, cuando sus puertas se abrieron para celebrar los esponsales de ésta pálida princesita de la pérfida Albión –brexit medieval incluido, sobre todo, por cuestiones de dote (1)-, con un monarca en cuya protección, la Soria de espíritu noble y mosquetero se había cerrado toda a una: Alfonso VIII. No es gratuito, por otra parte, mentar a Filaleteo y hacer referencia, de paso, a ese aspecto cristiano de la alquimia medieval, si consideramos este templo como la retorta en cuyo interior se maceró, en aquellos albores del siglo XII, toda una auténtica cosmogénesis que abarca los aspectos supuestamente más relevantes de la historia de un grandioso mito, el de Cristo –la sombra que siempre me acompaña, no puede evitar recordar la desgarradora frase atribuida al papa León X, sobre lo bien que les vino el referido mito-, representando, con multitud de detalles, esos aspectos exotéricos encaminados a mantener en el redil de la doctrina a un rebaño convenientemente analfabeto, y por lo tanto, fácil de influenciar y manejar.


Pero Santo Domingo –como no podía ser de otra manera-, tiene también una lectura más compleja, oscura y hermética que invita a dejar de lado lo aparente y literal para intentar bucear en esos insondables océanos que acompañan siempre a esos soberbios ballenatos que reinan en lo más profundo de los abismos del inconsciente, que no son otros que el arquetipo y el símbolo, siendo, seguramente, uno de los elementos más desconcertantes la presencia de una Trinidad Paternitas –pero digno de la más pura tradición semita, hasta el punto de que todavía queda en el aire la pregunta formulada por Sigmund Freud sobre el por qué, de todos los pueblos, fueron precisamente éste el que luchó con más ahínco contra la figura de la Mater-, representación que, dicho sea de paso y según los expertos, sólo se conocen cinco casos en el mundo. Dicho esto para aviso de navegantes, gratificante podría ser, si la anterior propuesta no resulta todo lo cómoda que sería de desear durante una visita lúdica, derrochar, cuando menos, unos minutos para perderse en los claroscuros de su interior y dejarse llevar por ese curioso árbitro que media entre uno y otro, que es el silencio, mientras se contempla con ojo crítico ese rosetón de ocho pétalos, en cuyos cuatro puntos cardinales se vuelve a representar esa mano creadora –dextra Deus- que también figura en el tímpano, o aquél, que puede que represente al propio Santo Domingo o quizás, yendo más lejos aún, sea una visión muy personalizada de la famosa escena de San Bernardo bebiendo la leche de la Sabiduría, con la salvedad de que aquí es una cruz florenzada la que le entrega el Niño, hay una estrella de ocho puntas dentro del nimbo que rodea la cabeza del santo y a los pies del trono se aprecia un elemento inusual, como es la figura de un perro –recordemos su carácter ctónico y así mismo, la forma en que se aparecía Mefistófeles en el Fausto de Goethe-, que porta una antorcha flamígera en su boca. ¿Una alusión a Lucifer?.

Su situación, además, es de lo más interesante, pues situada en esa diagonal que actualmente es conocida como Avenida de Madrid, permitía, a los caminantes y peregrinos que venían de Aragón –dejando atrás los monasterios de San Juan y San Polo, la ermita de San Ginés, la concatedral de San Pedro y la defenestrada iglesia de San Nicolás-, acceder a los caminos que se adentraban en las provincias vecinas: Guadalajara, Segovia, Burgos y La Rioja.

(1) Aunque Leonor de Plantagenet había recibido como dote el condado de Aquitania, su regio esposo nunca pudo disponer de él.