Aventura en Calatañazor II
Las tiendas de cerámica y recuerdos; de bártulos y 'cosas de pueblo', que exhiben innumerables recuerdos en la mortecina candileja de su interior y también ese oriundo de la cordillera de los Andes que bosteza semi tumbado a la sombra de los soportales, junto a la entrada del hostal-restaurante 'Calatañazor'. En el interior de este, apoyado en la barra, esa cerveza sin alcohol, fresca y con un sabor descerebrado al que a fuerza de años ya te has ido acostumbrando, y el coche de algún turista despistado que baja a más velocidad de la debida por unas calles concebidas en su tiempo, desde luego, para otros medios de transporte menos ruidosos y peligrosos.
La visita, una vez refrescado a las obras de Arte de la iglesia-museo, con Andrés, ese anciano que siempre me ha resultado extraño preparando las entradas a 1 euro, soltando el típico discurso aprendido a lo largo de los años, aunque en ésta ocasión, por motivos que merecerá la pena indagar con tiempo, contando historias de criptas y templarios que reservo para más adelante.
Pero sobre todo, lo que más me llamó la atención de esta nueva visita a Calatañazor, no fueron, aunque parezca mentira, estas historias a las que antes me refería y que me fascinan; no fueron tampoco esas obras de Arte cuyos símbolos y señales me inducen siempre a fabular o ese azulejo con motivos celtíberos o aquél otro que me dió la idea para esta entrada. No... Aparte de la belleza implícita a lo poco o mucho que haya podido describir y que se complementa, espero, con los vídeos que se exponen, lo que más me llamó la atención de una jornada tan memorable, fue ese vuelo preciso, perfecto, coordinado y absolutamente libre de esas aves rapaces sobre las que se basa todo un símbolo de Calatañazor: el castillo del Azor.
Diario de un Caminante, Calatañazor, 'Carpe Diem', 9 de Mayo de 2009
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