El dolmen del Alto del Casar
Antes de entrar en Carrascosa de
la Sierra, a mitad de camino, metro más metro menos, de otra interesante
población serrana que visitaremos en un futuro próximo, Castilfrío, conviene
escuchar la llamada del espíritu y dejarse llevar hacia esas especiales
soledades que conforman el denominado Alto del Casar. Allí, donde todo es
silencio e incluso el viento trata con respeto ese pelado altozano, que no
obstante bate denodadamente por sus cuatro costados, desmochado y apenas
reconocible su estructura original de verdadero templo antediluviano, los
restos de un antiguo dolmen atraen la atención hacia capítulos olvidados que
subyacen en lo más recóndito de esa oscura Caja
de Pandora que, comparativamente hablando, podría considerarse a ese
capricho científico que arrogantemente conocemos como Historia. Tarde,
demasiado tarde como para evitar un vandalismo que a buen seguro se produjo en
un momento indeterminado –y no por efectos del tiempo, que suele ser más
inocente, en el fondo, de lo que suponemos-, acercarse a ese montón de piedras
sobre los que la yerba, alta según sea la estación del año en que se visite,
así como otras plantas salvajes, que no por ello carentes de interés –como ese
tipo tan particular de cardo, de corola azulada o violácea, muy semejante, por
ejemplo, al que crece en la cima de otro antiguo bastión de sagrado megalitismo
y algo más, como es el Monsacro asturiano, donde no sólo está asociado a los
antiguos cultos solares sino también a una figura muy particular, como es María
Magdalena a los que habría que sumar, ese psicopompo
alimento de los dioses que suelen ser determinados tipos de hongos y setas,
cuya abundancia se aprecia en estos terrenos-, apenas dejan entrever ese
aspecto arquitectónico que recuerda, con milenios de adelanto, a los antiguos
templos románicos de cabecera semicircular y nave alargada, que por similares
circunstancias, también su presencia se ha visto desgarradoramente alterada en
la zona. Si bien no termino de comulgar con la creencia generalizada de que se
trataba única y exclusivamente de elementos funerarios –no olvidemos, que en
muchos de ellos, no se han encontrado rastros óseos de ningún de tipo, como en el
de Cangas de Onís, sobre el que posteriormente se elevó la ermita de Santa Cruz
y donde se suponía la tumba de Fabila, famoso hijo de Don Pelayo, que la
tradición quiso que muriera desgarrado por un oso y que otros servían como santuario
o lugar de culto, entre otras divinidades, a la Gran Diosa Madre-, es probable
que en éste se descubrieran restos óseos, como así parece sugerírsenos, sin que
ello signifique, necesariamente, que fueran cementerios,
como tampoco se podrían considerar de tal y exclusiva manera, los templos
románicos, que ejercían similar función, tanto en el exterior como en el
interior del recinto. De las dos posibilidades que se ofrecen, e
independientemente de que alguna vez albergaran difuntos, tal vez la más
acertada sea aquella que los identifica como punto de referencia y marca del
dominio territorial. Piénsese como mejor se considere, el lugar, a pesar de su
lamentable derribo, bien merece, cuando menos, una romántica visita.
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