Beratón
Situado,
aproximadamente, a siete kilómetros de Cueva de Ágreda, con la que mantiene un
armónico parentesco en cuanto a raíces celtíberas se refiere, Beratón tiene el
privilegio de ser, además, el último pueblo soriano que luce palmito o hace
frontera, con Aragón. Aparte de estar situado en la denominada vertiente soriana del Moncayo –como ya
aventuramos en la entrada anterior, metafórico cuerno de la abundancia cuyo
cierzo transporta incansables contingentes de mitos protohistóricos-, le
corresponde, también, el genuino honor de ser el escenario en el que Gustavo
Adolfo Bécquer –aquél incomprendido poeta en su época, del que Eugenio d’Ors llegó
a afirmar, no obstante ganado por la humilde fuerza emocional de sus rimas, que
sus versos eran como un acordeón tocado
por un ángel-, inmortalizó una de sus más hermosas y conocidas leyendas: La corza blanca. Ésta leyenda, junto con
la de El Gnomo –que habría que situar
en la otra orilla, es decir, en la vertiente aragonesa del Moncayo- son,
posiblemente, las más conocidas de la zona y las que más se hayan contado en
las gélidas noches de invierno, a la dulce vera de los fogones del hogar, con
el permiso de las innombrables brujas del vecino pueblo de Trasmoz, en cuya
memoria todavía se recuerda la febril actividad de recopilación de cuentos,
consejas y leyendas que el ilustrado literato y periodista se empecinó en
recoger durante el tiempo de su estancia en las frías soledades del monasterio
cisterciense de Veruela.
De los embites, verónicas –y no precisamente con el
Santo Rostro- y capirotes del tiempo, siempre contando con la inestimable
colaboración de ese aprendiz de maletilla que es el hombre, poco o nada queda
de aquéllos escenarios descritos por el poeta latino Marcial y posiblemente
conocidos, en parte, por los hermanos Bécquer cuando recorrían la zona a lomos
de burra vieja, como esos buenos cristianos a los que aludía el
maestro Machado. De manera, que seguramente uno no se tope –no con alguna
corza, que suelen cruzarse en carretera sin previo aviso, e incluso el que
suscribe se cruzó con una-, con un grupo de druidas recolectando muérdago con
sus hoces de oro en el rincón más profundo e ignoto del sobreviviente robledal;
ni verá, tampoco, la torre mocha del castillo o torreón desde el que partía y
al que regresaba frustrado el fogoso don Dionís, allá, en la cima del alto de
San Mateo, persiguiendo a un espíritu del agua reencarnado en hermosísima doncella,
del que siglos más tarde diría Campomanes aquello de: ¡ay del que se encuentre una rubia en su camino!, aunque sí puede
que alcance a ver aquél roble donde los vecinos del pueblo grabaron tres cruces
por los tres bandidos muertos que intentaron asaltar el pueblo en 1874, tal y
como consta en el denominado Romance de
Beratón.
El camino, precisamente, que se pierde en dirección a Añón de
Moncayo y otras estribaciones del sagrado monte, como indica la denominada Cruz de Canto, forma una imaginaria pata
de oca con las dos calles principales del pueblo: la de la derecha, con sus
casas alineadas como el brazo estirado de un gigante, y el de la izquierda, que
asciende, corcoveando, hasta la plaza y la imponente mole de la iglesia,
ejemplo de templo muy reformado, como el de Cueva de Ágreda, pero en el que
también, como en el caso de aquél, destaca la forma hexagonal de su ábside.
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