Un paseo con Machado por la Tierra de Alvargonzález


Aunque la fecha exacta continúa siendo un enigma, la gran mayoría de historiadores coinciden en que fue en septiembre de 1910, cuando el gran poeta español, Antonio Machado, realizó este peculiar viaje por uno de los territorios más insólitos, impactantes y, por supuesto, extraordinarios, de esa pequeña Celtiberia castellana, huérfana, generalmente, de atenciones gubernamentales, que es esa misma Soria, que, en cierto modo, le vio crecer como poeta y a la que, por descontado, debe también lo más florido de su profunda poesía popular.


El entorno, en particular, no podía ser mejor ni tampoco más cualitativo, para alimentar, aún más, si cabe, ese fuego abrasador, rotundo y siempre en expansión, que dotaba a su poesía con la magia imperecedera de lo mundano y de lo maravilloso; o lo que viene a ser lo mismo: de la esencia de un folklore popular, que, en este preciso lugar, la Corte de Pinares y el entorno de los Picos de Urbión, constituye un metafórico anzuelo tendido por la Musa para capturar la atención de los apasionados, con la carnaza siempre fresca de lo prodigioso.


Cierto es, así mismo, que fue precisamente en este periodo y lugar, donde aquel hombre que siempre había soñado con su infancia y a la que volvía reiteradamente a través de esos versos que afanosamente buscaban ‘aquel patio de Sevilla donde crecía el limonero’, se encontró también con historias escabrosas, que lejos de amilanarle, supusieron, para su febril imaginación, el carburante necesario para crear uno de los episodios líricos con más fuerza dramática de la Historia de la Literatura: la Tierra de Alvargonzález.


De manera, que el viaje que les propongo aquí, disfrazado, cual comparativo Arlequín, de un pacífico paseo por las arterias explosivas de un otoño en expansión, se ve caracterizado -como Jano, el dios romano de las dos caras- por una circunstancia y dos peculiaridades: un viaje, en el que el espectador tiene la posibilidad de vivir una experiencia, donde lo real y lo imaginario estrechan lazos, hasta el punto de que, a medida que el espectador se va adentrando en estos singulares parajes, tiende a perder la noción de cuál es uno y cuál es el otro.


Inspirado en uno de los terribles crímenes cometidos en un pueblo situado a unos 15 kms de Vinuesa y de nombre, Duruelo de la Sierra -alrededor de cuya vieja iglesia, dedicada a la figura de San Miguel, todavía se puede ver el viejo cementerio medieval de tumbas antropomorfas, excavadas en la sólida roca y se puede ascender, además, desde allí, a la soledad de los montes donde nace el río Duero- el viaje termina en el mismo punto que la narrativa de Antonio Machado: en ese misterioso óvalo de posible origen volcánico, conocido como la Laguna Negra y lugar donde los hermanos parricidas arrojaron el cadáver de su viejo padre, empujados por esa vena cainita, ese furor por poseer la tierra, que ha sido siempre la espada de Damocles que se ha abatido sobre lo más profundo del alma del campesino español.

Tortuoso, pero a la vez, paradójicamente, espectacular camino cuesta arriba por unos bosques selváticos y oscuros como boca de lobo, en algunas partes, más celosas de permitir que los rayos del sol penetren sus secretos, que invitan a soñar, además, con la fuerza de un cromatismo, cuyo mayor contraste queda de manifiesto, entre la eterna pasividad de unos pinos y unos abetos de hoja inviolable y la mutable levedad del ser -parafraseando a Milan Kundera- que padecen todos aquellos otros árboles, que, según un viejo y entrañable cuento, no quisieron dar cobijo a un pajarillo herido y fueron, en consecuencia, castigados: robles, olmos y chopos, aquellos mismos, que, curiosamente, eran reverenciados por los antiguos druidas.


Y entre unos y otros, mullidos colchones de arbustos selváticos, como las aliagas, anclados a la vera de unas rocas inmemoriales, donde en muchas de ellas, la impertinencia de las numerosas colonias de líquenes han ocultado los viejos grabados rupestres dejados por los olvidados cazadores del Neolítico, que en muchos puntos forman ribera con las delgadas chorreras que se desprenden, en caída libre de los vecinos picos, donde todavía es posible ver a la Luna, embelesada, cual Narciso, contemplándose con arrobo infantil en la superficie de las aguas de la laguna.


En definitiva: un viaje real y también, literario, pero, sobre todo, un viaje especialmente preparado para esos insaciables gourmets, metafórica y comparativamente hablando, que son siempre nuestros sentidos.


 AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, como el vídeo que lo ilustra, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.


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