Antonio Machado y la Laguna Negra: viaje al corazón del mito
Sería una completa descortesía, abandonar la tierra, real y
a la vez imaginaria, de Alvargonzález, sin ascender hasta las solitarias
cumbres de los Picos de Urbión y echar un vistazo admirativo, a la verdadera
joya del entorno: la Laguna Negra.
De origen eminentemente glacial y un fondo desconocido, tan
insólito lugar fue, por derecho propio, el centro neurálgico o el Axis Mundi,
donde el poeta Antonio Machado nos introduce, a través de una lírica cercana y
popular, en ese ‘descenso ad ínferos’ o ‘descenso a los infiernos’ -metafórica
y comparativamente hablando- donde el héroe, lejos de las místicas
connotaciones medievales, sufre en sus propias carnes los terribles desaires de
sus propios hijos, cuyo aparente complejo de Edipo, no gira alrededor de la
figura de una madre de carne y hueso, sino alrededor de otra figura, arcaica y
maternal, por cuya posesión, los hijos son capaces de cometer cualquier acto,
incluido el parricidio: la tierra.
A partir de aquí, se desarrolla el auténtico drama, cuando,
a través de la insoportable presión derivada del sentimiento de culpa de los
miserables hijos parricidas, Antonio Machado convierte los ojos muertos del
cadáver del padre, que yace en las insondables profundidades de la Laguna
Negra, en la mirada vigilante, astuta y acechadora, de esa mitológica ninfa de
las aguas -podría apreciarse aquí, una florida metáfora de la conciencia- que
la tradición y las leyendas populares han insistido siempre en afirmar que
moraba en su desconocido fondo.
Incansable buscador de lo honesto y fiel servidor, podría
llegar a afirmarse de ese Karma, que está más allá de una justicia, la humana,
generalmente tendenciosa y en muchos casos, partidista, Machado invita a hacer
acto de presencia al más iluminado de los jueces: el remordimiento.
Ese juez, plenipotenciario, que no necesita de una orden
para penetrar en los domicilios y que se abate, con absoluta libertad de
movimientos en el inconsciente, ejerciendo su propio magisterio desde esa sala
de lo penal, que son los propios sueños, consiguiendo, que, frente a la
contundencia de las pruebas, la propia conciencia -cual doncella encantada-
despierte y asuma definitivamente su culpabilidad, poniéndose a disposición,
esta vez, sí, de la justicia de los hombres, que asisten horrorizados al drama.
Una justicia, ciertamente, que no devolverá la vida al padre
traicionado, pero que hará, sin embargo, que su espíritu descanse en paz, una
vez recuperado y yaciente ya en tierra sagrada, aquello que es solo polvo y al
polvo ha de tornar, inevitablemente.
Drama que se desarrolla por completo alrededor de la belleza
explosiva de esta Laguna Negra, cuyo óvalo semi perfecto delimita, a la vez,
una frontera física, por un lado, con la capitalidad indiscutible de la Vieja
Castilla -aquél territorio heroico, que nos dio a los primeros condes, a los
primeros jueces, a doña Lambra y la fantástica leyenda de los siete infantes de
Lara- y otra, imaginaria, pero no menos rica en arquetipos, donde siempre se
tiene la impresión de que la realidad, en algunos casos, puede perfectamente
superar a la ficción.
Porque, en este caso y de la mano sabia de Machado, no es
difícil determinar el sentido real que animaba en la frase de aquel otro poeta
surrealista, Paul Eluard, cuando afirmaba, rotundamente convencido, aquello de
que hay otros mundos, pero están en éste.
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