El románico perdido de San Pedro Manrique


‘Por sus circunstancias geográficas, San Pedro Manrique es, a su modo, un Finisterre de secano, donde Soria no sólo linda con otras provincias, sino con otros mundos…’ (1)
Independientemente del lado sociológico y antropológico de la fiesta, de sus mitos y de sus ritos, vertiente apasionante donde las haya, y universo cultural de primer orden, uno de esos otros mundos –el filósofo francés Paul Elouard diría que, en efecto, los hay pero están en éste- no es otro, que ese que podríamos definir como el románico perdido de San Pedro Manrique, cuyos breves, míseros despojos que yacen en la actualidad envueltos en brumas de ignorancia y de silencio, nos ofrecen, no obstante, un testimonio, siquiera aproximado, de la gran riqueza histórico-cultural que ésta hermosa villa de la serranía Soriana, tuvo en el pasado.
Sus vestigios, sus pistas, sus guiños e incluso los recuerdos tradicionales nos hablan de la excelencia de talleres artesanos, cuya habilidad y maestría apenas tenía que envidiar a aquéllos otros que dejaron obras magníficas no sólo en la provincia, sino también en cualquiera de las provincias que se integran en esta piel de toro que para algunos conforma el relieve de una Península, que no por Ibérica dejó de ser jardín florido en el que acudieron a beber y a llenarse los odres hasta la extenuación las más diversas culturas y civilizaciones.
El mundo románico, candil que apenas despejaba las sombras de un universo medieval envuelto en la incertidumbre de su destino, pero confiado en esa luz de esperanza proporcionada por el mundo del espíritu, observaba, con sencilla cuando no devota superstición, esos estados alterados que, a grosso modo, inspiraban los cinceles de los canteros, garantizando el equilibrio entre esas dos fuerzas antagónicas que imperaban sobre la conciencia del pueblo: el Bien y el Mal; Dios y el Diablo, que cual contrincantes de una universal e interminable partida de ajedrez, pugnaban por ese chispazo de materia estelar, que algunos definen como alma.
Quizás el gótico, estilo que comenzó a utilizar las alas de los ángeles, trazando tiralíneas en el espacio y expandiendo la luz más allá de las sombras chinescas de las cabeceras románicas, tuviera en la defenestrada iglesia de San Miguel –ese alegre Mercurio o Hermes o Thot, elevado posteriormente al rango de juez y ejecutor, cuando no parte- fuera el que consiguiera elevar la piedra a la categoría de bosque sagrado, dentro de cuyas lindes, el fiel encontraba consuelo en el desierto del mundo. Al menos, esa es la sensación que producen las ruinas, cercadas por el sacrosanto cementerio, cuyo bosque de columnas-palmera, poco menos que únicas, por su forma, en la provincia, nos recuerdan, comparativamente hablando, a aquéllas otras que, créase o no, todavía y pese a la brutalidad histórica, sobreviven en el que fuera castillo cátaro de Quéribus. Siguiendo en línea recta, en dirección contraria, pero si perder de vista ni un momento los lienzos mellados del castillo a un lado y las puertas, en algunos casos desmochadas que guardaban las antiguas murallas de la ciudad al otro, no se tarda en ver, cercada por un lado y casi anclada en la colina, una ermita totalmente remozada, cuyo cimborrio y cupulilla, de forma hexagonal traen olores de alarifes orientales, hechizados por el sortilegio del modelo de aquélla mezquita de Al-Aksar desde la que Mahoma –eso al menos afirman las suras coránicas- ascendió a los cielos a lomos de su yegua Burak. Se trata de la ermita de Nª Sª de la Peña –cuyo apelativo nos trae inmediatamente a la memoria, todas aquéllas otras Mari Negras que jalonan y lideran el patronazgo de numerosos lugares como Calatayud (2), Sepúlveda o Brihuega- y el cerco que se adosa a ella, como una prolongación a modo de diminuto claustro, no es otro que el famoso Recinto del Fuego, aquél en el que, todas las noches de San Juan, los sampedrinos –pido perdón, si no es el apelativo correcto- desafían la racionalidad científica con la antigua magia bárbara de su paso por el fuego.
De vuelta al casco urbano, y cercana a la plaza y al Ayuntamiento, la también renovada iglesia de San Martín, nos ofrece una inestimable sorpresa de puertas para adentro, que pocos visitantes conocen: una pila bautismal y una portada románicas, que guardan interesantes referencias en sus motivos historiados, donde no faltan las hexápetas de origen celta, curiosos personajes que, a modo de simbólicos hombres verdes, asoman las cabezas entre medias de una tupida vegetación y una curiosa inscripción -¿quizás el nombre del cantero?- grabada de forma desigual en uno de los capiteles. En esta iglesia de San Martín, también se guardan un retablo y un calvario procedentes de la iglesia de San Miguel. Con respecto a este último, y para añadir un poco de pimienta al asunto, decir que el instrumento del martirio, es una cruz de gajos; tipo de cruz, añadiría, que solía ser bastante frecuente en las capillas templarias, sirviendo como referencia el famoso Cristo Cillerero que perteneció al monasterio de San Polo y hoy día preside el altar de la iglesia de San Juan de Rabanera e incluso aquél otro que se conserva precisamente en Ágreda, en el Santuario de Nª Sª de los Milagros.
Quizá la presencia de la Orden del Temple no fuera tan descabellada aquí, en San Pedro Manrique, como demuestra el nombre de una de las calles más antiguas, que va a dar a una de las puertas de la muralla, la Rochela, nombre que recuerda, qué duda cabe, el de aquél importante puerto francés –La Rochelle- que fuera una estratégica base para las naves templarias durante la Edad Media y una de las principales bases de submarinos para la marina de guerra nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Teniendo estos datos en cuenta, quizás no nos extrañe en modo alguno, que la tradición popular –aquélla que, al contrario que los pergaminos que el tiempo destruye, el pueblo conserva- insista en que las ruinas de San Pedro el Viejo, fueran en tiempos un convento de templarios. Situadas en lo más alto de una colina, a un kilómetro, aproximadamente, del pueblo, el tiempo y la barbarie se han cebado en ellas como una segunda maldición. Ocasionalmente utilizadas, también, como refugio de pastores, su cabecera guardaba unas interesantísimas pinturas, entre las que no faltaba una lucha entre caballeros, motivo similar al que se expone en cierto lugar de la geografía francesa, llamado Cressac, y en otro interesante lugar de la geografía española, cuyo nombre, de momento, me reservo. A duras penas, aún se ven los perfiles de los caballeros, y algo más allá, hacia la izquierda, grabado con todo detalle, ese Orión ibérico con el arco apuntando al cielo, de nombre Indalo, venerado, sobre todo, en provincias como Almería. Entre las ruinas adosadas a la iglesia, destacan unas que, por su carácter, podrían haber sido muy bien el dormitorio de los monjes. Decir, por último, que su situación, solitaria y dominante del contorno, resulta típica de la estrategia militar templaria.

 
(1)    Antonio Ruiz Vega: ‘La Soria Mágica: fiestas y tradiciones populares’, Ingrabel, Colección Saas/2, 1985, página 61.
(2)    Aquí nos encontramos con otro curioso enigma: la Virgen original, se perdió en un pavoroso incendio que acabó prácticamente también con el santuario románico que la albergaba. Ahora bien, la copia que actualmente se puede ver, presidiendo el Altar Mayor, guarda un más que asombroso parecido con otra famosa Virgen Negra soriana: Nª Sª de los Milagros, localizada en Ágreda, no muy lejos del convento donde se guarda el cuerpo incorrupto de una de las místicas más relevantes del Siglo de Oro español: Sor Mª Jesús, popularmente conocida como la Dama Azul –color también interesante, que tiende a la negrura- de Ágreda, cuya vida de visiones y desdoblamientos, resulta, sencillamente, apasionante. Además, Ágreda es una población que, por si fuera poco, está situada a los pies de uno de los lugares más mágicos que conforman la frontera entre Soria y Aragón: el Moncayo. Uno podría, con todo el derecho, preguntarse si, a fin de cuentas, se tomó, de ésta Virgen agredeña el modelo para hacer la copia o si, por el contrario –que nadie se eche las manos a la cabeza, porque es sólo una especulación- hubo dos Vírgenes Negras de extraordinario parecido ,tal vez hermanas, como las del Espino de El Burgo de Osma y Barcebal

Comentarios

El Deme ha dicho que…
Además del misticismo que rodea el paso del fuego, veo que las iglesias de San Pedro Manrique también guardan secretos de difícil revelación. Esa torre de San Pedro el Viejo milagrosamente en pie es una inequívoca señal de que el pasado aún nos vigila.
juancar347 ha dicho que…
Hola, Deme. En efecto, el pasado no sólo nos vigila, como dices, sino que también tiene todavía muchas cosas que mostrarnos. Es una lástima que en San Pedro Manrique los principales monumentos, que como ves, no son pocos, no hayan sobrevivido con la misma frescura que en otros sitios. Pero aún así, sus restos todavía nos lanzan el guante y permanecen ahí, con su silencio y su misterio, retándonos a hablar por ellos.
Un abrazo

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