San Caprasio in excelsis
Son
apenas media docena los kilómetros que separan a Narros de otra antigua
población mesteña, que como en su caso, va manteniéndose con mayor o menor
holgura en base a los réditos de una sufrida agricultura y una ganadería quizás
venida a menos, pero cuya antigua gloria late con fuerza todavía en su nombre:
Suellacabras. De igual manera que Narros, Suellacabras mantiene también, en su
conjunto urbano, esa ruda predilección por el encanto natural de la piedra y
esa fidelidad –tal vez motivada adecuadamente en los siglos oscuros por la
Santa Inquisición-, de aplicar a los dinteles de sus casas el santo sacramento
de la bendición, con cruces monxoi, custodias, soles y aves, que
paradójicamente y como en el caso de la estela funeraria de Narros, a la que ya
hicimos referencia, también ocuparon alguna interesante reseña cuando fueron tímidamente
sacados de su ostracismo original, allá por los felices años ochenta, en aquél
referente de la España mistérica, que fue la revista Mundo Desconocido que dirigiera el ya fallecido, aunque polémico periodista
y escritor Andreas Faber Kaiser (1). Pero de igual manera –o quizás mucho más
acentuado aún que en Narros y otras poblaciones vecinas-, en los haberes de
Suellacabras existe una imaginaria contabilidad de enigmas y misterios, que si
bien en la actualidad no parecen inclinar la balanza de la cuenta de resultados
hacia una notable expectación –referida, sobre todo, al ámbito del turismo de
masas, como ocurre, por ejemplo, con el Cañón del Río Lobos y su emblemática
ermita templaria de San Bartolomé-, sí asientan, sin embargo, los réditos y
débitos de un pasado rico en historia, leyenda y tradición. Lo más interesante,
y por defecto, lo que invita a la aventura, sirviendo, a la vez, como cebo
irrechazable para el hermeneuta –como diría Mircea Eliade- o incluso para el
aficionado que espera serlo algún día –como diría el que suscribe-, se localiza
fuera del ámbito urbano, aproximadamente a kilómetro o kilómetro y medio de
distancia, atrapado en el limbo del recuerdo, perdido entre montes, parameras y
algún rebelde brote de tristes sauces, cuyas raíces se mal nutren, acaso, de
las peligrosas aguas de ese arroyuelo, cuyo nombre, Malo –sirva de aviso para
los intrépidos-, invita siempre a respetar, por mucha que sea la sed que se
pase en el trayecto: la enigmática ermita de San Caprasio.
Certeras son, por
otra parte, las manifestaciones de Sánchez Dragó (2) cuando, haciendo alardes
de suficiencia naturalista, comenta el tipo de plantas que crecen con mayor
profusión en una tierra aparentemente baldía: nuzas o tomatitos del diablo –posiblemente, las más abundantes y cuya
identificación no genera dudas-, belladona, beleño, estramonio y cicuta.
Contando con tales antecedentes –siglos antes de que Castaneda descubriera las
virtudes del peyote de la mano del brujo yaki
Don Juan o de que Aldous Huxley comenzara a ser un modelo para las futuras
generaciones hippies con sus trabajos relacionados con esas puertas de la percepción, a las que
antiguamente se accedía después del consumo adecuado de ciertos hongos, como la
amanita muscaria, que generalmente recibían el glorioso apelativo de alimento de los dioses, y por la misma
época, aproximadamente, en que el doctor John C. Lilly sorprendía con sus
experiencias extrasensoriales en cámaras de aislamiento instaladas bajo control
en la Universidad de Berkeley (3)-, podemos encontrar aquí, en un lugar cuya
soledad vampiriza el alma, los agentes diabólicos
–o al menos, una buena parte de ellos- que pudieron afectar decisivamente a la
fama de brujerías y aquelarres mantenida a lo largo del tiempo, justificando,
de paso, la presencia aparente de un santuario cristiano, cuyas características
y advocación, no obstante y después de todo, huelen a heterodoxia a kilómetros
de distancia.
San
Caprasio –nombre que ya de por sí debería sugerirnos la probable
cristianización de unos cultos celtíberos anteriores, a la mayor gloria de
oscuros dioses cornudos, como Pan o Cernunnos, pues no olvidemos, que
después de todo, estamos en tierra pelendona-, resulta en Soria –o lo fue en el
pasado-, un nombre relativamente corriente. No así, desde luego, en un devocional
cristiano, donde, aparte de la presente ermita tan sólo existe otro precedente
en la Península –al menos del que yo tenga constancia, desde luego, aunque
campanillas me suenan por la zona del Maestrazgo, dato que habrá que verificar
en un futuro-, en un sitio muy específico y no menos interesante, como es la
ermita mudéjar de San Caprasio, situada en la población oscense de Santa Cruz
de la Serós, a insignificante distancia de un lugar mítico, como es el
monasterio de San Juan de la Peña, donde se ocultó durante siglos una de las
reliquias más sagradas de la Cristiandad: el Santo Cáliz o Grial, que
actualmente se custodia en la catedral de Valencia. Por otra parte, a tan
misterioso personaje, podría encuadrársele dentro de esa categoría especial de santos renacidos –rebautizados o reabsorbidos-,
que quizás señalan lugares muy especiales, conservando unas devociones
populares que han ido menguando con el paso de los años, entre los que podrían
citarse, como ejemplo, aquél curioso San Veremundo –patrón de los peregrinos en
Navarra-, o aquélla hercúlea gigantona, Santa Trahamunda, cuyo sarcófago de
piedra –sólo identificado con una cruz ahorquillada y posiblemente de origen
suevo o visigodo-, se venera en el monasterio pontevedrés de San Juan de Poio,
en una capilla donde, curiosamente, comparte protagonismo con la copia de una
Virgen Negra, con fama de muy milagrera y que todavía, en la actualidad, goza
de una especial devoción popular: la riojana de Valbanera.
La ermita, de una
rusticidad asombrosa, ha sido recientemente liberada de los escombros y
hierbajos que prácticamente invadían la planta de la nave –iniciativa de
recuperación de patrimonio histórico, que habrá que agradecer al Ayuntamiento
de Suellacabras y a la Junta de Castilla y León-, detalle que permite apreciar,
en su totalidad, el formidable –y casi me atrevería a decir que único, cuando
menos en la provincia-, conjunto simbólico, que por sí mismo, constituye no ya
una rareza, sino todo un tesoro que hay que saber conservar y apreciar. Lo más
impresionante, quizás, sea el genuino laberinto que se aprecia en el suelo,
enfrente de la puerta de acceso a la ermita. Una puerta, que ya no conserva la
madera donde, según la leyenda, los cascos del caballo del Apóstol Santiago dejaron
su huella cuando la golpearon, buscando refugio mientras huía de un terrible
dragón (4). Aparte de anunciar algo
sagrado y permitir el acceso a los iniciados –como reza el cartel
explicativo-, el laberinto nos sugiere mucho más. Y como dice Joseph Campbell
(5), es un símbolo que nos remite a la Diosa. De estas representaciones, el
arte románico cuenta con un verdadero repertorio –se me ocurre citar, como
ejemplo, el extraordinario capitel de la iglesia vizcaína de Délika-, si bien,
general y erróneamente, se las suele interpretar, sobre todo en ámbitos
académicos, como una representación de la lujuria. Existe también, la curiosa
leyenda relativa a una piedra, situada en la nave de la iglesia –seguramente disimulada
entre las numerosas hexapétalas representadas-, que afirma que el mozo que la
pisa con fe encuentra pareja antes de finalizar el año, si bien, Sánchez Dragó
va mucho más allá, en el libro oportunamente citado, alegando que se dice que la moza que la pisa da a luz,
aunque no esté casada por la Iglesia. En definitiva: sea como sea, créase o
no en los viejas historias y leyendas, de lo que no cabe duda es de que una
visita a este enigmático lugar da cancha, cuando menos, a poder disfrutar de
una más que curiosa aventura.
(1)Polémico
fue, por ejemplo, y todavía continúa dando coletazos, su libro ‘Jesús vivió y
murió en Cachemira’, basado en las experiencias de un viajero ruso de finales
del siglo XIX y principios del XX, de nombre Nikolai Notovich. También corrió
bastante tinta en relación a si su muerte fue natural, accidental o interesadamente
provocada.
F(2) Fernando
Sáchez Dragó: ‘Soseki, inmortal y tigre’, Editorial Planeta, S.A., 1ª edición,
Barcelona, octubre de 2009, páginas 74, 75.
((3) Posiblemente,
de esas experiencias, recogidas cuando menos en una primera etapa y publicadas
en España por la editorial Martínez Roca bajo el título de El Centro del
Ciclón, se nutrieran los guionistas de Hollywood para hacer todo un clásico en
la materia, Viaje alucinante al fondo de
la mente, película interpretada por el actor William Hurt.
) (4) Estas
leyendas, referentes a las huellas dejadas por el caballo de Santiago, bien
huyendo de los moros bien de algún terrible dragón, como en este caso, son
abundantes y casi todas ellas se enclavan, sospechosamente, en lugares de influencia
megalítica, que además contaron con profusión de cultos precristianos, en
algunos de los cuales, coincidiendo, también, con una presencia no menos
misteriosa: la de los caballeros templarios. Tal sería el caso de la supuesta huella
del casco del caballo de Santiago, dejada en una roca cercana a la ermita de
San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. Idéntica tradición se recoge, así
mismo, en otra roca situada en las inmediaciones de la ermita de planta
octogonal de Santiago, enclavada en la cima del Monsacro asturiano.
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