Santo Domingo, una joya del románico soriano


Cambiamos de panorama, pero no para alejarnos de esa visión retrospectiva, artística, mítica y cultural, que hace de Soria un excelente caldo de cultivo para exigentes paladares hermenéuticos dispuestos a saborear complejos guisos de Arte, Historia y Tradición. Y nada mejor que hacerlo, que invitando a visitar la capital soriana y dejarse tentar, aun en la medida de lo posible, por este exquisito plato combinado que es, metafóricamente hablando, la iglesia de Santo Domingo, originalmente de Santo Tomé. Levantada con una cuidada maestría y un estricto control de los arquetipos básicos de la geometría sagrada –a saber, entre otros: número, mesura, equilibrio y proporción-, muestra un cuerpo consistente, en cuyos aderezos esculturales se aprecian esas vaporosas y aromáticas fragancias que los especialistas coinciden en situar allende los Pirineos, en las vecinas escuelas canteriles de Poiteau. De Poiteau, precisamente, era originaria la princesa Leonor Plantagenet –hija de una gran fémina de la Edad Media, Leonor de Aquitania, entre cuyas hazañas, que no fueron pocas y a cual más interesante, figura aquélla, según proclaman algunas fuentes, de ser precisamente la persona que le sugiriera a Chrétien de Troyes su maravilloso e incompleto Cuento del Grial, allá, en su espléndida Corte de Trovadores-, y entre su séquito, que atravesó a lomo de caballo y carretón, aquélla Soria medieval que durante siglos fue dura frontera entre moros y cristianos escoltada por caballeros hospitalarios –que entre algunas otras, al parecer, tuvieron una importante encomienda en Hortezuela, de la que apenas sobrevive la iglesia y aun así, muy modificada-, pudiera ser que figuraran, así mismo, maestros canteros aquitanos que tomaran como modelo la portada de la iglesia poitevina de Nuestra Señora, figura ésta de cierta ambigüedad, en la que, por ejemplo, comenzaba y terminaba la religión de los templarios, si Dios quiere.

Especulaciones aparte –que los mundos de la anécdota son como los mundos de la moda y los gustos, en ocasiones, dependen de cómo sea cada uno y por dónde le convenga más que sople el viento-, que habría de convertirse, y por defecto, pasar a engrosar las doradas páginas de la Historia, en la no menos metafórica entrada abierta al palacio cerrado del rey, parafraseando a Filaleteo. En efecto: ocurrió en el año 1170, cuando sus puertas se abrieron para celebrar los esponsales de ésta pálida princesita de la pérfida Albión –brexit medieval incluido, sobre todo, por cuestiones de dote (1)-, con un monarca en cuya protección, la Soria de espíritu noble y mosquetero se había cerrado toda a una: Alfonso VIII. No es gratuito, por otra parte, mentar a Filaleteo y hacer referencia, de paso, a ese aspecto cristiano de la alquimia medieval, si consideramos este templo como la retorta en cuyo interior se maceró, en aquellos albores del siglo XII, toda una auténtica cosmogénesis que abarca los aspectos supuestamente más relevantes de la historia de un grandioso mito, el de Cristo –la sombra que siempre me acompaña, no puede evitar recordar la desgarradora frase atribuida al papa León X, sobre lo bien que les vino el referido mito-, representando, con multitud de detalles, esos aspectos exotéricos encaminados a mantener en el redil de la doctrina a un rebaño convenientemente analfabeto, y por lo tanto, fácil de influenciar y manejar.


Pero Santo Domingo –como no podía ser de otra manera-, tiene también una lectura más compleja, oscura y hermética que invita a dejar de lado lo aparente y literal para intentar bucear en esos insondables océanos que acompañan siempre a esos soberbios ballenatos que reinan en lo más profundo de los abismos del inconsciente, que no son otros que el arquetipo y el símbolo, siendo, seguramente, uno de los elementos más desconcertantes la presencia de una Trinidad Paternitas –pero digno de la más pura tradición semita, hasta el punto de que todavía queda en el aire la pregunta formulada por Sigmund Freud sobre el por qué, de todos los pueblos, fueron precisamente éste el que luchó con más ahínco contra la figura de la Mater-, representación que, dicho sea de paso y según los expertos, sólo se conocen cinco casos en el mundo. Dicho esto para aviso de navegantes, gratificante podría ser, si la anterior propuesta no resulta todo lo cómoda que sería de desear durante una visita lúdica, derrochar, cuando menos, unos minutos para perderse en los claroscuros de su interior y dejarse llevar por ese curioso árbitro que media entre uno y otro, que es el silencio, mientras se contempla con ojo crítico ese rosetón de ocho pétalos, en cuyos cuatro puntos cardinales se vuelve a representar esa mano creadora –dextra Deus- que también figura en el tímpano, o aquél, que puede que represente al propio Santo Domingo o quizás, yendo más lejos aún, sea una visión muy personalizada de la famosa escena de San Bernardo bebiendo la leche de la Sabiduría, con la salvedad de que aquí es una cruz florenzada la que le entrega el Niño, hay una estrella de ocho puntas dentro del nimbo que rodea la cabeza del santo y a los pies del trono se aprecia un elemento inusual, como es la figura de un perro –recordemos su carácter ctónico y así mismo, la forma en que se aparecía Mefistófeles en el Fausto de Goethe-, que porta una antorcha flamígera en su boca. ¿Una alusión a Lucifer?.

Su situación, además, es de lo más interesante, pues situada en esa diagonal que actualmente es conocida como Avenida de Madrid, permitía, a los caminantes y peregrinos que venían de Aragón –dejando atrás los monasterios de San Juan y San Polo, la ermita de San Ginés, la concatedral de San Pedro y la defenestrada iglesia de San Nicolás-, acceder a los caminos que se adentraban en las provincias vecinas: Guadalajara, Segovia, Burgos y La Rioja.

(1) Aunque Leonor de Plantagenet había recibido como dote el condado de Aquitania, su regio esposo nunca pudo disponer de él.

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