Uno de los entornos naturales, cuya mágica belleza, es un
verdadero imán, dispuesto por la Naturaleza para seducir, irremediablemente, a
los sentidos y muy recomendable, además, para visitar, sentir y valorar, al menos,
un a vez en la vida, no es otro, que el enigmático Cañón del Río Lobos.
Esta formidable depresión natural, que se extiende, como el
espinazo de un mundo perdido, a lo largo de esos espectaculares veinticinco
kilómetros, comprendidos, entre esas dos numantinas comunidades de la Vieja
Castilla, como son, Soria y Burgos, constituye siempre el preludio a una gran
aventura.
Soberbio, espectacular, genuino y deliciosamente misterioso
en cualquier época del año, la visita, no obstante, si se realiza en otoño,
tiende, necesariamente, a convertirse en una experiencia inolvidable, donde el
espectador, deslumbrado, tenderá a considerar, como revestidos de una magia
especial, unos senderos que se pierden entre monumentales riscos y
desfiladeros, labrados durante milenios, por esa metafórica artista, que es la
erosión y espesas arboledas, que contemplados en otras épocas del año, como el
cercano invierno, pueden hacerle sentir inquietud e incluso, yendo más allá,
todavía, amedrentamiento por su singular rotundidad.
Tal vez, desde un punto de vista eminentemente psicológico,
ahí se encuentre buena parte de la razón, supersticiosa, por la que los
ejércitos musulmanes, en aquella lejana época medieval en la que dominaban a
sus anchas, buena parte de la mal herida España visigoda, nunca penetraran en
su interior y sí dieran, por el contrario, extensos rodeos para evitarlo,
dejando atrás las fuentes donde nace el río Ucero, ascendiendo prolongadas
cuestas, hasta alcanzar de nuevo terreno llano en los extensos pinares que conforman
el entorno de lo que, en la actualidad, se conoce como el Mirador de la
Galiana.
Lugar idóneo, por aquél entonces, para todo tipo de
emboscadas y con la suficiente potencialidad, como para acrecentar, aún más si
cabe, la supersticiosa mentalidad medieval, con toda clase de mitos y leyendas,
no es de extrañar, que en su polifacético interior, se instalara, a finales del
siglo XII, una de las órdenes de caballería, cuya mediática leyenda, ha hecho
correr verdaderos ríos de tinta y todavía, al cabo de los siete siglos de su
desaparición oficial, todavía continúa generando un inusitado interés: la Orden
de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón; es decir, la Orden
de los Caballeros Templarios.
De lo que hicieron, una vez instalados en lo más profundo de
este Cañón del Río Lobos, junto a la enorme boca de una caverna descomunal, en
cuyo interior, se descubrieron suficientes señales de habitabilidad
antediluviana, nada se sabe a ciencia cierto, salvo que el descubrimiento de
cierto documento del siglo XII, encontrado recientemente en los archivos
diocesanos de El Burgo de Osma, señalan que antes que ellos, el lugar estuvo
ocupado por otros caballeros no menos misteriosos y ciertamente, muy alejados
de su lugar de influencia: la Orden de Roncesvalles.
Lo que parece estar claro, después de todo, es de que éstos,
por los motivos que fueran -siempre y cuando se demuestre que el documento de
referencia es auténtico y en efecto, en él consta como tal- les cedieron el
lugar a los templarios y que éstos, una vez instalados, se encargaron de verter
muchas de las leyendas malditas que circulan por la zona -por ejemplo, la del
pueblo maldito de Valdecea, en el que todos sus habitantes murieron
envenenados, leyenda que suele ser bastante común en muchos de los lugares
donde se localizan asentamientos templarios- con el único objetivo de que nadie
les molestase en las desconocidas actividades que estuviesen realizando.
De hecho, uno de los lugares que más entusiasmo despierta,
entre los innumerables visitantes, es, precisamente, la vieja iglesia románica
de finales del siglo XII y principios del Siglo XIII -se adivinan ya en su
interior, los primeros avances de un estilo arquitectónico vanguardista en la
época, como fue el gótico- que se enclava en esa pequeña curva de ballesta,
salvada por un vetusto puente de madera -como diría Antonio Machado- que forma
el río Lobos a la altura de la iglesia y la Gran Cueva, donde, curiosamente,
todavía se venera la figura, considerada como muy milagrosa, de la Virgen de la
Salud: una figura, que en su origen fue una enigmática Virgen Negra, cuyo
original, se rumorea que fue vendida por el propio párroco, a comienzos del
siglo XX.
Dejando aquí este tema, que, de hecho, constituye un
suculento atractivo esotérico-cultural, que no pasa desapercibido, en absoluto,
el entorno de este parque natural, visto con los atractivos colores del otoño,
gratifica no sólo la vista de un visitante, que se siente -metafórica y
comparativamente hablando- como un verdadero Robinson Crusoe, descubriendo los
pormenores de la isla misteriosa en la que se encuentra, sino también, permite
que el espíritu -como diría Ananda Coomaraswany- se vea influido en la noble
operación de transmutar, en el atanor, que, metafórica y comparativamente
hablando, es su consciencia, la Naturaleza en Arte.
Porque a ello contribuyen, sin duda alguna, las numerosas
familias de chopos, sauces, avellanos, encinas, robles y abedules que habitan
en su interior, con la belleza de los últimos estertores que les proporciona ese
peculiar color sanguino, en algunos casos y en otros, posiblemente, lo más, ese
símil de la enfermedad que afectó a pintores, como Van Gogh, llamada xantopsia,
que cautivarán su fascinación, dejando, voluntariamente, que su vista se pierda
por la fascinante intensidad de los ocres y amarillos.
Todo ello, condimentado por las olorosas plantas y espinos,
típicos de los montes, como el espliego, el tomillo o la salvia y la belleza
metafísica de las plantas acuáticas, como las lentejuelas y los nenúfares.
En definitiva: otoño en el Cañón del Río Lobos o cómo
dejarse llevar por la magia de los sentidos.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo
acompañan, como el vídeo que lo ilustra, son de mi exclusiva propiedad
intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.
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