domingo, 24 de junio de 2007

Orbes, 'esferas invisibles' en la ermita de San Saturio


'El hombre está siempre dispuesto a negar todo aquello que no comprende'

[Aristóteles, filósofo griego (384-322 a. de Cristo)]


Sábado, 10 de marzo de 2007, 8,30 horas de la mañana. La niebla, persistente durante los últimos 15 kilómetros de viaje, se hace más cerrada sobre la ciudad de Soria, que parece plácidamente dormida entre nubes de algodón. Atrás quedan la Concatedral de San Pedro y, una vez cruzado el puente viejo, la carretera que lleva al claustro románico de San Juan de Duero. Camino de la ermita de San Saturio, la intuición cede paso a la borrosa visión de los carteles indicativos de que voy en la dirección correcta. Hacía años que mis pies no habían vuelto a pisar éste camino de tradición, y en cierto modo, siento cierta emoción ahora que, más de una década despues, vuelvo a hacerlo, con algunos años más a cuestas y el cabello visiblemente nevado de canas.

Viajo solo. En realidad, hace tiempo que la soledad me acompaña a todas partes. A veces pienso en ella como en esa lamia -invisible, pero terca- que una noche me sorprendió desprevenido y desde entonces -cuál un 'okupa' vocacional- pegó una patada a la puerta, instalándose a su antojo junto a mi corazón, herido, por cierto, en mil y un combates.
Reconozco que no soy un hombre valiente. Supongo que nunca lo he sido, a pesar de que en referencia al valor, en mi Cartilla Militar aparezca la bendita duda de que 'se le supone'. Pero no importa; estoy completamente convencido de que un hombre sin miedo está igual de incompleto que un hombre sin amor. Y en éste sentido, mi corazón todavía late, a pesar de todos los esfuerzos del Destino -ese sátiro burlón- por mantenerle prisionero en el palacio de hielo de la Reina de las Nieves.
No sin un ligero estremecimiento, me detengo delante de la Puerta de San Polo, antiguo monasterio templario, en la actualidad propiedad privada. Observo con atención los jirones de niebla que apenas dejan entrever el camino asfaltado al otro lado, y durante un momento -posiblemente más corto que el tiempo que tarda una cerilla encendida en decirle adiós a su efímera vida- espero escuchar el relincho enfurecido de un caballo de batalla, añadido a la posterior visión de un monje-guerrero, espada en mano, iniciando una carga para expulsar de su territorio al sacrílego invasor. Pero salvo la música, que ha estado amenizando todo el viaje desde Madrid, ningún otro sonido interrumpe el silencio del lugar.
Cuando dejo atrás el pórtico arqueado y estrecho del antiguo monasterio, tengo la certera impresión, sin embargo, de que por una de esas extrañas leyes de la Física, Cronos -dios inmisericorde del Tiempo- me ha preparado una encerrona, trasladándome a otro tiempo y otro lugar.
No tengo duda de que todo buscador de misterios, alentado por llegar a ver con sus propios ojos algo fuera de lo aburrido cotidiano, llegue un momento en el que pretenda ver enigmas sobrenaturales donde tal vez no los hay, utilizando la narrativa como recurso de expresión.
No obstante, a pesar de mis dudas y de mis aprehensiones, todo, absolutamente todo, está en paz. Abro la ventanilla del coche para que se renueve el aire del interior, viciado por el humo del tabaco, observando con curiosidad todo cuanto la niebla permite contemplar.
A mi izquierda -como guías hacia el Calvario- algunos mojones de granito gris sirven de pedestal a sencillas cruces de mármol blanco, tan desnudas de símbolos e inscripciones -si exceptuamos la sencilla numeración romana que puede apreciarse al pie de cada mojón- que tengo la sensación de que los 'misterios', tanto allí como más adelante, han de ser igual de superficiales e inexistentes. Tampoco me llaman la atención los bancos -de mármol y granito- que al igual que los mojones y las cruces, se pueden contemplar de trecho en trecho a lo largo del camino. Pero claro, la ignorancia siempre se cobra su tributo. No fue, si no, algún tiempo después, cuando me enteré de que esos bancos a los que entonces apenas dí importancia, eran antiguas lápidas que en su momento de gloria cubrieron con dignidad las sepulturas de personas cuya historia, probablemente, se haya escurrido corriente abajo con las aguas del Duero, reposando en la actualidad en el fondo del mar.
Como era de esperar, la cancela de hierro que protege la gruta por la que se accede a la ermita, estaba cerrada. Y es que la aventura, a fin de cuentas, tiene también sus riesgos. Y uno de ellos, aunque parezca banal, es la no planificación.
En efecto, un pequeño cartel indicaba las 10,30 como hora oficial de apertura. Apenas eran las 9,00 de la mañana y la niebla no era, desde luego, buena compañera para inmortalizar recuerdos con la cámara digital. Aún así, decidí sacar algunas fotografías del entorno.
Atraído por la cueva -reconozco que siempre he sido un apasionado de la leyenda del 'Mundo Subterráneo': Agartha, Shamballah, el Rey del Mundo, los Superiores Desconocidos- decidí apuntar el objetivo de la cámara a través de los barrotes y saqué dos fotografías del interior a oscuras de la cueva.
De vuelta otra vez por el mismo camino, al cruzar el viejo puente en dirección contraria, pensé por un momento desviarme hacia el monasterio románico de San Juan de Duero. Pero viendo que el tiempo no mejoraba -aunque la niebla sin duda era ideal para crear un ambiente de místico misterio, máxime cuando enfrente de éste, como celoso guardián, se encontraba el Monte de las Ánimas- me dirigí sin más hacia la carretera N-111, dirección Madrid, repitiéndome a mí mismo que habría mejores oportunidades de admirar tales maravillas en un futuro no muy lejano.
Es cierto que, aunque con un ligero y agridulce sabor de boca, estaba deseando llegar a mi casa y ver las pocas fotografías que había sacado.
Aproximadamente dos horas y media después, sentado frente a la pantalla del ordenador, no pude dejar de sorprenderme al observar una de las dos fotografías que había sacado del interior de la cueva. Gemelas, sin duda alguna, en ésta, sin embargo, se apreciaban una gran cantidad de esferas blanquecinas que parecían flotar en el aire.
Al principio, pensé en algún fallo de la tarjeta de la cámara -modelo Nikon coolpix 4300- pero ésta, bajo mi punto de vista, estaba perfectamente. De hecho, la he utilizado en numerosas ocasiones desde entonces y no he vuelto a encontrarme con un efecto semejante...a excepción de la primera vez que visité la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga. Pero eso es otra historia que comentaré más adelante, pues creo que se merece sus propios comentarios.
Recordé, oportunamente, que no hacía mucho tiempo había leído en una revista dedicada al misterio, algo relacionado con los llamados 'orbes', un fenómeno todavía poco conocido, pero que está siendo recogido por los objetivos de numerosas cámaras, sobre todo en lugares como cuevas, iglesias, cementerios y sitios de tradición, digamos que 'mágica'.
Dentro de lo poco que se conoce de tan interesante fenómeno, se sabe, al menos, que son de diversos colores y aparecen en las fotografías en distinto número, intensidad, color y tamaño. Incluso se ha podido constatar, también, que algunas parecen sugerir objetos, rostros o estructuras biológicas sencillas.
De lo que no parecer existir ninguna duda, es de que el fenómeno es real. Por eso, desde éstas páginas, invito a toda aquella persona interesada a intercambiar información, opiniones, así como toda aquella sugerencia que pueda llevar a una mejor comprensión del mismo.