domingo, 17 de enero de 2010

Retorno a Santa María de Huerta

Alguien dijo una vez, algo así como que la realidad, a veces, resulta tanto o más extraña, incluso, que la ficción. Hablar de un lugar como el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, es hablar de sueños; de leyendas; de secretos y de búsquedas de un saber que, paradójicamente, ha estado latente sobre la superficie de la Tierra desde tiempos inmemoriales. Un secreto que, aunque hermético en apariencia, ha permanecido siempre visible y regido por unos principios inalterables -por increíble que tal afirmación pueda resultar- siendo uno de sus preceptos más conocidos aquél célebre axioma de un personaje legendario -Hermes Trismegisto- que afirma, con una simple y llana rotundidad, que lo que está arriba, es igual a lo que está abajo: ut supra, ut infra.
Arriba y abajo; Cielo y Tierra. El secreto de los grandes constructores; un secreto que, a falta de otro nombre mejor, se puede definir como el secreto de las estrellas: el mejor modelo sobre la Tierra para glorificar a la Divinidad.
Asimilado este pequeño axioma filosófico, bien podríamos continuar diciendo que la historia emparejada con el Verbo hecho Piedra, que es el monasterio al que estamos haciendo referencia, se remonta en el tiempo, a un lugar allende los Pirineos, llamado Cistels, asociándose, así mismo, a tres personajes que, aunque históricos, rozaron a lo largo de su vida, los inciertos parámetros que separan esa frágil frontera que existe siempre entre la leyenda y la realidad: Roberto de Molesmes, Esteban Harding y Alberic o Alberico. Se trata de los denominados Padres Fundadores del Novum Monasterium o, para entendernos mejor, del Císter, corriente religiosa que, escindida de la opulencia de Cluny -los benedictinos o monjes negros- proclamaban con el ejemplo, un regreso a las fuentes originales del Cristianismo, siguiendo los preceptos de humildad y anacoretismo de San Benito de Nursia.
Es preciso entender esto, si queremos hacernos una idea lo más aproximada posible de los motivos que pudieron tener aquellos primeros monjes que, alrededor del año 1162, fundan en este lugar de las parameras sorianas, el monasterio de Santa María de Huerta, habiéndose instalado en un principio en la desierta villa de Cántavos, quince kilómetros más allá, y en la actualidad perteneciente al municipio de Fuentelmonge.
Hacia este lugar, pues, en cuyos alrededores la nieve aún pintaba canas blancas sobre la tierra, a pesar del viento y de la lluvia de los últimos días, encaminé mis pasos el sábado de madrugada. A diferencia de las numerosas visitas realizadas en ocasiones anteriores, me interesaba, particularmente, verificar en lo posible -con la siempre inestimable ayuda y colaboración del padre Agustín Romero, prior del monasterio-, cierta información descubierta recientemente por casualidad, relacionada con uno de los grandes misterios que se custodian entre los muros milenarios del monasterio: su enigmática virgen románica, expuesta en ésta última edición de la exposición conocida como Las Edades del Hombre.
Desde luego, no era la primera vez que comentaba el tema con el padre Agustín -a quien nunca podré agradecer bastante su extraordinaria amabilidad al permitirme ver y fotografiar a placer tan hermosa y desconocida talla, no expuesta al público, dicho sea de paso, a excepción de las postales que se venden en la tienda del monasterio- aunque, dado que la información a la que me refería anteriormente, aportaba nuevos e interesantes datos relacionados con su posible origen, aludiendo a cierto documento que se conserva en el monasterio, la ocasión, he de confesarlo, la pintaban calva para tentar a la suerte y a la vez disfrutar de un lugar que cuenta con la ventaja de aportar siempre algún detalle desconocido, logrando que la visita resulte, tal cual, una gratificante novedad.
Mientras la mujer que atiende la tienda -muy amablemente, todo hay que decirlo- intentaba localizar al padre Agustín, decidí darme una vuelta por este lugar que, repito, siempre me ha gustado y tengo como uno de mis favoritos en la provincia. Apenas recién abiertas sus puertas, supuse que podría gozar al menos de unos minutos de paseo en solitario por sus místicas entrañas de piedra viva, antes de que comenzaran a aflorar los turistas. Me equivoqué, pues prolongándose el paseo por espacio de una hora, minuto más minuto menos, no me crucé absolutamente con nadie, a excepción de un monje cillerero que se ocupaba de sus menesteres en un silencio tan absoluto, que apenas me percaté de su presencia.
En solitario y en silencio, comencé mi visita precisamente por ese lugar místico del monasterio, al que muchos autores definen como el Cielo en la Tierra -recordad lo que decía al principio- aceptando como bueno el concepto que tenían, precisamente, los monjes de la Edad Media: el Claustro. Algunos van incluso más allá, pretendiendo ver en sus proporciones, cuadradas y perfectas, un concepto matemático tan complejo como es la denominada cuadratura del círculo. Los cuatro lados del cuadrado, equivalentes a los cuatro puntos cardinales, que uno recorre alegremente o por el contrario, cautivado y temeroso a un tiempo por el simbolismo que conlleva pasar de un punto a otro:
- la galería del Norte, generalmente adosada al muro de la iglesia, situada de tal manera, precisamente, para contrarrestrar su sentido simbólico; aquél que la define como lugar por donde penetran los vientos fríos y gélidos que hielan el alma, el lado asociado a la terrible figura del demonio.
- la galería del Sur, seguramente la más fresca pero también la más sombría, aquélla donde se sitúan las cocinas y el refectorio.
- la galería del Oeste, que da paso al habitáculo de conversos, de huéspedes o viajeros ajenos al monasterio y donde suele situarse, también, la cilla o almacén donde la comunidad monástica guarda y conserva los víveres que se cultivan, o al menos se cultivaban en el pasado, en los terrenos adyacentes al monasterio.
- la galería del Este, aquélla que acoge la sacristía y de hecho, uno de los lugares más importantes del monasterio: la Sala Capitular. Simbólicamente, se la asocia con el Oriente, y aparte de representar la salida del Sol, la Luz y el Calor, se identifica también con Cristo.
En el centro geométrico del claustro, se localiza otro de los elementos esenciales -junto a la Piedra y la Luz- que define a un monasterio cisterciense: el Agua. Piedra, Luz y Agua. En ese lugar, por tanto, se hallará situado, generalmente, el pozo. Y hasta es posible que en algún capitel de su intersección, se encuentre uno con una sirena de dos colas que señale esa confluencia subterránea de corrientes de agua. Aunque puede ser una posibilidad, no es el caso, desde luego, del monasterio de Santa María de Huerta. Posiblemente en éste, más que en ningún otro monasterio del Císter, los monjes llevaran a la práctica los preceptos de San Bernardo referentes a la estupidez que conllevaba la representación y proliferación de monstruos ridículos, tan característicos en el Románico. Apenas hay representaciones de ellos y sí, por el contrario, una variada botica vegetal, en la que destacan, quizás por su extenso simbolismo, las piñas que se aprecian en la Sala de Conversos, situada más allá de la sacristía y el refectorio, junto a las lóbregas soledades de la cilla.
Si bien resulta novedoso -al menos en mi caso- disfrutar del silencio afín a todo monasterio, mi percepción del mismo fue, no obstante, diferente a aquélla otra que tuve oportunidad de experimentar en otro monasterio cisterciense de fama legendaria: Santa María de Leyre, en Navarra.
Aunque a priori no conozco una historia tan fantástica, referida al ámbito de Santa María de Huerta, como la protagonizada en Leyre por el abad Virila, no deja de ser todo un auténtico viaje en el tiempo recorrer, a través del Arte, algunos de los episodios históricos que se hallan en el interior de la iglesia.