Confieso que el flash de la cámara se disparó por error. Lo supe apenas una fracción de segundo después, cuando percibí que una sombra dantesca profanaba la pétrea y cuasi-perfecta concavidad del ábside, mientras un grito, estridente, amenazante y de proporciones desmesuradas, me indujera a pensar que una arpía había burlado las leyes de la física y aplicándose arbitrariamente una oscura magia medieval, hubiera abandonado su destacada posición en un ignoto capitel. Hasta ese momento, no recordaba que, una vez dejada atrás con tristeza la ermita de San Baudelio -sumida en el caos provocado por su designación como una de las sedes de las Edades del Hombre- hubiéramos decidido entrar en un cine y asistir a la proyección de una nueva secuela de la saga de El Señor de los Anillos, donde hombres, hobbits, enanos, elfos y orcos pugnaban duramente por el control de la Tierra Media.
Después de la bronca, y una vez superado el estupor inicial, sí recuerdo, no obstante, que una frase de una canción de Joan Manuel Serrat se reencarnó en mi memoria, dando lugar a un sentimiento de culpa, que en modo alguno se merecía una acción, en realidad, inocente y totalmente accidental:
- Niño, deja ya de joder con la pelota...Obvia decir, que a partir de ese momento, tuve un cierto atisbo de solidaridad con la turbación de Adán y Eva y su consiguiente expulsión del Paraíso, y abandonando la iglesia de San Miguel -por fortuna, la imagen de tan inflexible paladín celestial que domina la parte central de su pórtico de entrada, no salió detrás de mí blandiendo su espada flamígera para expulsarme del templo por sacrílego- decidí perderme por ese pequeño y hasta entonces incógnito universo de calles que constituye en sí misma la pequeña población de Caltojar.
Engalanadas, aunque sin aspavientos, para recibir la festividad del Pilar, las calles de Caltojar ofrecían un aspecto melancólico, a pesar de que jóvenes y viejos comenzaban a dejarse ver, en grupúsculos selectivos, cuidadosamente diseminados alrededor del Ayuntamiento y las calles aledañas. En éstas, y dado el evidente estado de ruina y deterioro de muchas de sus casas, en lo que bien se podría considerar como ese otro derrumbe cultural, cada día más acusado en nuestros pueblos, que supone la deserción del medio rural, sobreviven secretos a voces; ecos cada día más lejanos de un modo y de una forma de vida, que pugnan por subsistir y no terminar desapareciendo definitivamente en ese otro océano de ingratitud, que es el olvido. Me refiero, en gran medida, a esa arquitectura típica, definidamente rural -lograda a base de barro, piedra, pizarra y sudor para amasarlas- que, en primer término evidencia la unión entre el hombre y la tierra. O, apurando la expresión, la unión entre el hombre y el medio.
Ahora bien, no deja de ser una gran paradoja, observar cómo, a pesar de su tosca naturaleza, de esa humilde constitución que las caracteriza y a la vez garantiza una genuina nota de personalidad, todas ellas -enteras o en ruinas- se orientan hacia el centro geográfico del pueblo; precisamente hacia el lugar donde, lo que hace ocho siglos debería de haber sido la mejor señal de humildad hacia Dios, se convirtió, sin embargo, en un extraordinario acto de derroche, que el tiempo se encargó de convertir en Arte: precisamente el lugar de donde voluntariamente me había auto-expulsado, temiendo que las malas influencias de una arpía despertaran esa otra naturaleza afín a uno de los conceptos románicos del centauro que, lejos de ser de carácter sagitaria o positiva, obedecía más al instinto animal y de hecho violento que, en mayor o menor medida, todos llevamos dentro. Y el que crea lo contrario, que tire la primera piedra. Me refiero, lejos ya de más preámbulos, a la iglesia de San Miguel Arcángel.
Declarada Monumento Nacional y datada en el primer tercio del siglo XIII, los historiadores han querido ver variados tipos de influencia en su férrea constitución; entre ellas, aquéllas que denotan cierto parentesco cisterciense y, de forma mediática, referencias catalano-lombardas en cuanto a los arquillos que conforman la austera decoración de su ábside.
No obstante, medianamente acostumbrado a admirar la grandeza o la humildad afín a numerosos templos pertenecientes a este estilo arquitectónico, y también al detalle de pensar que, por dimensiones, bien podía haber constituído toda una colegiata en su momento, volvió a impresionarme algo que ya había tenido oportunidad de contemplar -con desigual, aunque parecida fortuna- un año antes: las peculiares marcas de cantería.
Especular sobre quién fue el primer grafitero de la Historia, sería una tarea tan ardua e imposible, como intentar captar en qué momento exacto de la evolución, el hombre tuvo conciencia de su propia condición, atesorando, de paso, un nuevo concepto que habría de perpetuarse hasta la actualidad: la firma personal.
Independientemente de otros conceptos asociados a ella, como el orgullo, la vanidad y el sentido estricto de la posesión, la marca entre los canteros medievales obedecía, entre otros factores, a dejar constancia de un trabajo por el que habrían de percibir un salario determinado, y también como señal de identificación entre ellos. Estas, fueron evolucionando de forma sorprendente, desde simples trazos -algunos, meros arañazos en la piedra- hasta convertirse en dibujos y formas geométricas de indudable trascendencia y complejidad. A este último tipo, pertenecía la marca con la que el gremio cantero dejó constancia de su obra en San Miguel: la espiral o caracol.
Intentando hallar una luz en esos oscuros agujeros de gusano con los que el tiempo tiende a confundir, engañosamente relativo, a todos aquellos intrépidos, cuando no locos, que pretenden vislumbrar siquiera una ínfima fracción histórica inmortalizada en un segundo, asistí, contrito y divertido a un tiempo, al desalojo del sacro recinto.
En los rostros de mis compañeros de aventura, aquéllos otros veneradores lapidum, indignación y perplejidad me confirmaron el trifunfo final de la arpía; centauros-sagitario después de todo, pudo más el interés por el conjunto histórico-artístico en el que nos encontrábamos, que dejarse llevar por unas fuegos pasionales, una vez pasadas a mejor vida las hogueras de San Juan.
Había algunos nubarrones amenazando groseramente al sol, cuando salimos de Caltojar. Eso sí, olvidada momentáneamente la desagradable experiencia vivida en la iglesia de San Miguel Arcángel, la discusión discurrió por otros derroteros más amenos, dignos de una auténtica novela de misterio: ¿era o no -nos preguntábamos todos, como Hamlet- la firma del Magister Muri, aquélla inscripción, disimulada y apenas legible, situada detrás de la iglesia, no lejos del ábside?.