miércoles, 10 de octubre de 2007

Pedro: ermita hispano-visigoda de la Virgen del Val



El día no había comenzado bien. Es cierto que el hombre del tiempo no se había equivocado cuando predijo un día soleado, similar al lunes, y aquello me consolaba, pensando que al menos la lluvia no daría al traste con mis planes. Tardé cerca de una hora en salir, pongamos que hablo de Madrid. A las ocho de la mañana, intentar abandonar una ciudad como Madrid, es una empresa poco menos que suicida, cuando no para santos; lo digo por la paciencia que es necesario emplear para no dar marcha atrás y mandarlo todo al carajo. Por fortuna, no lo hice. Acostumbrado a los atascos para ir y venir del trabajo, creo que he cultivado una dosis de paciencia realmente espectacular. Tampoco soy de los que se rinden con facilidad; sobre todo, sabiendo que me esperan unas horas de completa libertad y aventura, una vez pasada la frontera de Guadalajara. Es el punto de inflexión: un tramo yo diría que mágico -por su belleza- que va desde Valdenoches a Torija, ciudad ésta última donde, aún en la distancia, como un faro en lo alto de la colina, el castillo templario se enseñorea con el viajero, susurrándole historias de un esplendoroso pasado. Luego, unos minutos después, cuando se deja atrás la cuesta y los camiones, que suben renqueando por el carril derecho, el campo abierto se hace llano y eterno durante kilómetros; los carteles se suceden, y a medida que te vas fijando en ellos, piensas que posiblemente un día sientas deseos de cambiar el rumbo y dejarte caer por esas ciudades y pueblos de Dios que siempre tienen algo interesante que mostrar: Miralrío, Jadraque, Sigüenza, Alcubilla de las Peñas, Algora, Esteras de Medinaceli...
A mitad de camino, aproximadamente, el Área 103 -que no 51, en la famosa 'autopista de los OVNIs' norteamericana- se te antoja como esa especie de baliza territorial que te indica que estás a mitad de camino. Más adelante, el terreno vuelve a hacerse de nuevo monte, y sin apenas darte cuenta, un cartel te indica, oportunamente, que abandonas la provincia de Guadalajara y otro te hace saber que entras en la de Soria. Mi destino, en ésta ocasión, es San Baudelio de Berlanga. Una vez hecha la visita a este enigmático y revelador enclave, pretendo seguir ruta hacia Atienza, y de allí a un pueblo abandonado llamado Villacadima, dar media vuelta y regresar por Jadraque, siguiendo una endemoniada carretera que, por sus curvas, semeja el cuerpo de una gigantesca anaconda deslizándose sinuosa entre montes y quebradas, hasta desembocar otra vez en la cuesta de Torija, donde se enlaza con la N-II.
Tengo la costumbre de parar siempre en Medinaceli, inolvidable ciudad que utilizo como base para tomar un café reponedor, comprar el Heraldo de Soria -así me entero de las pintadas hechas en el camino a San Saturio, como protesta al proyecto de levantar la futura 'ciudad ecológica' en un entorno natural protegido- y repostar. Llego a los alrededores de San Baudelio, aproximadamente a las diez y media de la mañana. Hace un día estupendo, aunque la brisa es fresca. La ermita está cerrada. En mi entusiasmo por aprovechar estos días de vacaciones, he olvidado que cierra los lunes y los martes. Eso da un poco al traste con mis planes, de manera que me dirijo hacia Atienza, parando unos minutos en Caltójar, para visitar y sacar algunas fotografías de la iglesia de San Miguel Arcángel, volviendo a echar un vistazo, pues si algo he aprendido en mi 'búsqueda del románico', es que éste siempre esconde un as debajo de la manga.
No deja de asombrarme la imponente figura del arcángel, situada encima del pórtico de entrada a la iglesia. Su gesto de severidad, sus rasgos duros, yo diría que cuadrados, así como el báculo que parece portar en una mano, denotan una severidad que se me antoja por completo ajena a la visión tierna que se suele tener de los ángeles. Pero San Miguel es un ángel que rompe moldes. Un ángel guerrero, en eterna lucha contra el Diablo y a la vez, juez, como sus homónimos de las mitologías egipcia, griega y romana. Un ángel, cuya primera aparición en el Monte Gargano, allá por el año 409 aproximadamente, elevó su gloria a las cimas más altas, elevando, de paso, la fe a límites insospechados en toda la Cristiandad. Al número de ermitas e iglesias dedicadas a él me remito.
Dejo atrás Caltojar, adentrándome poco menos que en solitario -no me cruzo con ningún vehículo en aproximadamente una hora, lo cual por un lado es un alivio y por otro una desventaja en caso de tener cualquier percance- y continúo carretera adelante, dejando detrás de mí pueblos como la Riba de Escalote, Barcones y algunos otros que -de igual manera que el ilustre hidalgo Don Quijote de la Mancha- su nombre en este momento no puedo recordar. El paisaje varía como las escenas de un documental: a los bosques, donde las hojas de los árboles comienzan a amarillear, en contraste con la yerba, que va recuperando poco a poco su verde natural, le suceden los valles, los campos de cultivo; después, el paisaje se vuelve más agreste, más solitario, aún si cabe, y más quebradizo y rocoso. Aproximadamente a mediodía, contemplo la ciudad de Atienza desde un alto, no muy lejos del castillo, el cementerio y la iglesia románica -de pórtico espectacular- de Santa María del Rey.
Apenas me detengo el tiempo necesario para sacar un par de fotografías y continuar la marcha. Mientras circundo ésta espléndida ciudad que aún conserva una agradable y nostálgica apariencia medieval, no puedo dejar de experimentar cierta envidia frente a su parsimonia. Incluso hay un momento en el que pienso que tiene las personas justas; los coches justos y tanto unos como otros desconocen los embotellamientos, las prisas y los pasos de cebra que nadie respeta.
Algunos minutos después de salir de Atienza, no tardo en dejar atrás los cerros volcánicos de La Miñosa, así como el apacible pueblo de Cañamares, con los restos melancólicos de una casona en ruinas a pocos metros de la entrada y esa eterna y solitaria parada de autobús, en la que nunca se ve a nadie. Al pasar por el desvío a Cidones, tentado estoy de cogerlo y acercarme hasta Albendiego para embriagarme con el espectacular ábside románico de la iglesia de Santa Coloma.
Carretera adelante, atravieso lentamente el corazón de Somolinos, partido en dos por el paso de la carretera. Otra parada de autobús vacía a mi derecha. A la izquierda, justo a la salida del pueblo, la laguna que lleva su nombre: aguas tranquilas, custodiadas por la Sierra de Pela y rodeadas de árboles y vegetación. Tras un fugaz vistazo, observo a un pato solitario que nada perezosamente en el centro, como sabedor de hallarse en un paraje especialmente protegido.
El paisaje vuelve a hacerse abrupto y continúo viaje por una carretera en remodelación que atraviesa imponentes desfiladeros de brava y antiquísima roca. Como por arte de magia, pasados estos, el entorno se viste de llano, y contemplo extensos valles teniendo como referencia, en la distancia, el entorno de la ermita del Alto Rey, imposible no situarla, por las torres que la compañía Amena ha instalado junto a ella.
Dejo atrás Campisábalos y su espectacular iglesia románica de San Bartolomé, pensando que ya falta poco para llegar a mi destino. Pero otra vez, la falta de previsión me juega una mala pasada. Ignoraba que para llegar a Villacadima, era necesario desviarse a la izquierda, en dirección a Sorbe. Conociendo su cercanía a Campisábalos, en mi ingenuidad pensaba que encontraría algún cartel señalizador con su nombre. Imposible. No lo hay. Por desgracia o por suerte -hace tiempo que dejé de creer en el azar y sí, no obstante, en la ley de causa y efecto- pasé de largo el cartel indicativo de Sorbe, continuando haciendo kilómetros con el coche ante la imposibilidad de hacer un cambio de sentido.
Hablando de carteles, no tardé en encontrar uno que me indicaba, como una burla, que estaba entrando en tierras de la provincia de Segovia. Lo escarpado del terreno, así como las numerosas curvas de la carretera obligaban a seguir adelante; de manera, que continué alejándome de mi segundo 'objetivo' en espera de tener la oportunidad de encontrar un lugar en el que poder dar media vuelta y volver por donde había venido.
No tardé en divisar otro cartel -interesante juego de fronteras- que me indicaba la provincia de Soria, y un poco más adelante, a mano derecha, un sugestivo cartel indicando algo que me llamó poderosamente la atención:
'Pedro: ermita hispano-visigoda, siglo VII'
No lo dudé, y giré en esa dirección, pensando en el axioma latino que dice: 'fortuna audaces iuvat', la suerte acompaña siempre a los valientes.
En comparación con lo que habría de encontrarme después, la carretera hasta Noviales -a pesar de su estrechez y de las numerosas curvas- es una bendición. El trayecto desde esta población hasta Pedro, sin embargo, es un 'camino hacia el infierno', donde una sola imprudencia puede costar un disgusto irreparable. En efecto, faltando grandes tramos de asfalto, se hace necesario cruzar los desniveles a punta de acelerador. Incluso en tramos asfaltados, éste, como si hubiera soportado los efectos de un extraordinario calor, se encuentra levantado, formando lo que -comparativamente hablando- se asemeja a la joroba de un dromedario, por lo que se hace inexcusablemente obligatorio circular con extrema precaución para no dañar los bajos del coche, ni reventar algún neumático. Es el eterno dilema, afín a muchas carreteras comarcales españolas: la falta de una adecuada política de infraestructuras que haga de los caminos un beneficio para todos, especialmente en cuestión de seguridad.
Por otra parte, el paisaje, espectacular, hace que el riesgo merezca la pena, siendo la lentitud de la marcha un aliciente para poder admirarlo en toda su extensión, mientras uno no puede evitar recordar la enigmática frase de Paul Elouard, que dice: 'hay otros mundos, pero están en éste'.
Dada la naturaleza privilegiada de su situación, se puede decir que Pedro es un pueblo pequeño y apacible, que se abre como el capullo de una rosa en mitad de un jardín natural de soberbia belleza y agreste soledad. No en vano, en las inmediaciones se encuentra el nacimiento del río que lleva su nombre, lugar que por desconocimiento no llegué a ver, pero cuya visita me han recomendado por tratarse de un lugar de especial encanto y belleza natural.
Para llegar a la ermita hispano-visigoda de la Virgen del Val (siglo VII), hay que dejar el coche al final del pueblo, en la plazoleta, y bajar andando un curioso sendero natural, balizado con tosca piedra, árboles y exhaustiva vegetación, donde -ensoñadoramente hablando- se siente la curiosa sensación de haber franqueado el umbral a un pequeño mundo paralelo, donde cualquier cosa es posible: desde encontrarse con el lobo del cuento de Caperucita Roja, hasta ver a un entrañable personaje como David el gnomo barriendo la entrada de su casa, situada en el robusto tronco de un centenario chopo. Algunos metros más adelante, semejante a esos barcos varados en el mar de Aral, un edifico de aspecto tosco, aunque sólido, aún desafía el transcurrir del tiempo, hundiendo sus milenarias raíces en lo más profundo de una pequeña pradera.
Previamente me habían avisado de la presencia de arquéologos en el lugar. En efecto, una pareja de ellos arañaba con saña la tierra circundante al pórtico, y aunque ninguno tenía el aspecto de Indiana Jones -personaje que de sobra estamos acostumbrados a ver en el cine y la televisión, y que ha pasado a ser el arquetipo base de estos profesionales- es más que posible que el destino les tenga reservada algún día la sorpresa de hacer un gran descubrimiento histórico.
El hombre, educado pero tosco, no puso pegas a que visitara el interior de la ermita, aunque bajo la condición de que no hacer fotografías, mientras la mujer, con gesto aburrido y limpiándose algunas gotas de sudor de la frente, continuó excavando la tierra con su paleta.
De aspecto sencillo y austero, el interior del templo aún conservaba algún rastro de pretéritas celebraciones, destacando una bandera de España extendida sobre los últimos bancos de la nave.

[En construcción]