jueves, 16 de agosto de 2007

El Cristo templario de San Bartolomé de Ucero



Muchas son, no me cabe duda, las cosas verdaderamente interesantes que ofrece un lugar tan emblemático, especial y por regla general incomprensible, como es la ermita templaria de San Bartolomé de Ucero. Cerrada a cal y canto como la caja fuerte de un banco durante la mayor parte del año, tener la oportunidad de poder atravesar su umbral porticado de seis hermosas arquivoltas, puede llegar a conseguir, en un momento determinado, que el visitante piense que los milagros existen o, en su defecto, que las misteriosas leyes que rigen la casualidad, no sean tan fáciles de entender, como a priori pudiera pensarse. Supongo que eso fue, más o menos, una de las sensaciones emocionales que tuve ocasión de experimentar cuando, resignado a tener que volver otra vez a contemplarla por fuera, me encontré sus puertas abiertas de par en par.
Reconozco que al principio pensé que como se acercaba la fecha de la festividad de San Bartolomé -24 de agosto- los responsables diocesanos de la ermita habían enviado a alguien con el fin de limpiarle un poco la cara por dentro -digámoslo así- e ir dando comienzo a los preparativos de la romería en ciernes. En ese momento, por supuesto, ignoraba la iniciativa y puesta en marcha, por parte de la Junta de Castilla y León, del Programa de Apertura de Monumentos en Castilla y León, bajo el prometedor eslógan de 'Restauramos y abrimos en verano'. Vaya, por ello, mi enhorabuena a la Junta por tan prometedora iniciativa.
En ocasiones, intentar exponer con palabras la sensación, impresión o efecto que nos produce algo, no resulta tarea fácil. Supongo, que una vez que se atraviesa el umbral, todavía no repuesto de la agradable sorpresa que acabas de recibir por encontrártelo abierto, te pasa lo que al marinero novato que se embarca por primera vez en un portaviones: todo le parece tan grande, tan espectacular, que no sabe por dónde comenzar a buscar su cuarto. Eso mismo sentí yo cuando entré en la ermita de San Bartolomé. Me parecía todo tan grandioso, espectacular y desconocido, que tuve verdaderos problemas para decidir por dónde comenzar a mirar. Quizás por eso, decidí sentarme en un banco, cerca de la entrada, y apuntar en el cuaderno de notas todo cuanto comenzaba a entrever. Es posible que tal acción 'abriera' la puerta -Xavier, ya me comentarás, si no- al milagro. Pero lo cierto es que, la Junta, el Obispado, o sencillamente Dios, puso un ángel de la guarda para guiar mis pasos e indicarme multitud de detalles -a cuál más interesante- que sin su generosa ayuda, posiblemente hubieran pasado por completo desapercibidos.
Mi ángel en San Bartolomé no tenía alas, al menos visibles; ni tampoco una espada flamígera con la que ahuyentar a los demonios y a los vándalos que se atrevieran a presentarse en un lugar al que ella -textualmente- 'adora'. Mi ángel, solícito como el más solícito de los ángeles, se acercó a donde yo me encontraba sentado -recuerdo que intentaba dibujar, con más o menos acierto una pila bautismal añadida a la pared- e indicándome con sus delicados dedos en una y otra dirección, me susurraba al oído: '¿te has fijado en esto?'; '¿y en aquéllo?'. Gracias a mi ángel, descubrí al Santo Cristo, así como algunas de las muchas 'curiosidades' que le acompañan en la capilla en la que se encuentra.
Bajo la afortunada compañía de mi ángel, me percaté del juego de perspectiva con el que los maestros canteros habían jugado con las figuras de los capiteles que guardan uno de los sepulcros. En efecto, a indicaciones de mi ángel, lo que en un principio veía como -por poner un ejemplo- un motivo floral, visto desde otro ángulo, representaba a la perfección los rasgos de un carnero.
Pero no era esa la única sorpresa que me aguardaba. En efecto, a los pies del Santo Cristo, en el lateral izquierdo del escalón del altar sobre el que se levanta, una diminuta cabeza había pasado por completo desapercibida para mi -no tengo ningún reparo en reconocerlo- repentina 'ceguera'. Gracias a Dios, allí estaba mi ángel, que, como un fiel lazarillo, guió con paciencia mis pasos. Aquello, sencillamente, era fantástico. Arrodillado para poder estudiarla mejor, he de confesar que por mi mente pasaron mil y una conjeturas, a cual de ellas más fantástica y atrevida:
- ¿No se decía de los templarios que eran 'adoradores de cabezas'?. ¿Representaba aquélla diminuta cabeza una alegoría al controvertido, enigmático y poco comprendido Baphomet?.
- ¿Era, quizás, una alegoría a la cabeza de San Juan Bautista, figura por la que los frates milites sentían una especial veneración, o sencillamente se trataba de la cabeza de un simple fraile, utilizada como motivo de ornamentación?.
Claro que, si este fuera el caso, ¿por qué aparece sólo en el lado izquierdo?. ¿Por qué no adornar con otra cabeza semejante el lado derecho?. ¿Qué sentido tiene adornar un extremo y el otro no?.
Reconozco que hasta la fecha, este pequeño enigma me desconcierta.
- ¿No te sugiere nada la figura del Santo Cristo -hay quien se refiere a Él como el 'Cristo Miserere'-; no observas algo diferente?, -preguntó mi ángel, observándome con atención.
Mi desconcierto iba en aumento; y supongo que por temor a hacer el ridículo, o quizás para no evidenciar más de la cuenta mi manifiesta ignorancia, decidí -creo yo que prudentemente- guardar silencio. Aquélla pequeña 'estratagema' dio resultado, porque a los pocos segundos, y sin duda percatándose de mi turbación aunque haciendo gala de una delicadeza intachable, mi ángel prosiguió:
- Es una de las pocas figuras de Cristo, en la que se pueden observar dientes y lengua. Ven, sitúate debajo...
En efecto, tenía razón.
- Pero todavía hay algo más, -continuó, mientras yo no dejaba de observar la boca entreabierta del Cristo. Fíjate que visto desde esa posición y a esa distancia, se aprecia que sus ojos están entornados, dando la impresión de estar agonizando...
Era cierto. Observado desde mi posición, se podía apreciar a un Jesús crucificado, a punto de expirar.
- Acércate ahora hasta donde yo estoy. ¿Observas algo más?.
Visto desde esa nueva posición, el Santo Cristo tenía los ojos cerrados, ofreciendo la consecuente impresión de haber expirado.
En ese momento, nuestras miradas se cruzaron durante un instante. Sobraban las palabras.
Aparte de otros detalles, mi ángel no me puso en aviso acerca del tipo de cruz sobre la que se desarrollaba la escena brutal de la crucifixión: era una cruz en forma de Tau.
Sin palabras. Aquél detalle, de por sí, constituía otro enigma. Pero eso forma parte de otra historia.
Vayan, eso sí, desde estas humildes líneas, mi más sincero agradecimiento a mi ángel: con ella aprendí, que una de las características del Cielo -posiblemente la mejor- es la Solidaridad.

lunes, 13 de agosto de 2007

Una visita al castillo templario de Ucero


'El tiempo me parecía interminable mientras corríamos, ahora casi en completa oscuridad, pues las nubes inquietas habían ocultado la luna. Seguimos subiendo. Aunque de cuando en cuando venía alguna súbita bajada, nuestra marcha era cuesta arriba. De pronto me di cuenta de que el conductor guiaba los caballos hacia el patio de un inmenso castillo en ruinas, en cuyas altas y oscuras ventanas no se veía un solo resplandor, y cuyas almenas desmoronadas recortaban sus melladas siluetas contra el cielo iluminado por la luna'.

[Bram Stoker: Drácula]


Visto de noche, a la luz de la luna, con sus gárgolas de aspecto siniestro oteando incansablemente el horizonte, bien podría pasar por el castillo de Drácula. Pero por fortuna, nuestra visita al castillo templario -mejor dicho a las ruinas del castillo templario- de Ucero, se produjo a plena luz del día, poco después de terminar nuestra aventura por el Cañón del Río Lobos y almorzar en el restaurante situado a la entrada del parque. Supongo que tanto Montse, la amiga que me acompañaba en la presente aventura, como yo, posiblemente no nos hubiéramos atrevido a realizar nuestra visita de noche. Y es que, incluso a la luz del día, las ruinas de lo que en tiempos fue, a juzgar por sus dimensiones, un importante enclave militar, imponen cierto respeto.
Sumidas en el silencio -curiosamente, no se escuchaba siquiera el insistente canto de un grillo, tan común en esta época del año, mientras los pájaros volaban lejos, como evitándolo a propósito- y tomadas al asalto por un formidable ejército de hierbajos, enredaderas y todo tipo de plantas espinosas, el sitio, ni remotamente, ofrecía la romántica estampa que se observa a la salida del pueblo de Ucero, o más concretamente, desde el lugar donde se encuentra situado el Centro de Interpretación de la Naturaleza, parada obligada para aquellos que inician su primera visita al impresionante Cañón. Pero tranquilos, no tengo intención de hablar de experiencias paranormales -cierto es que en la ermita de San Bartolomé tuve ocasión de conocer una experiencia relacionada con el castillo y de primerísima mano-, aunque sí de la 'paranormal' curiosidad que me invadió cuando, jugándonos prácticamente el físico en algunos momentos, intentamos no perder detalle alguno de todo aquello cuanto nos rodeaba, y a la vez, motivaba nuestra curiosidad.
El lugar, en sí, no podía resultar más estratégico, militarmente hablando, como demuestran las hermosas fotografías que tuve ocasión de sacar, así como las vistas increíbles que pudimos disfrutar; incluso hubo momentos en los que el aire resultaba deliciosamente gratificante cuando nos asomábamos con precaución a alguno de los huecos de sus derruídos almenares.
En efecto, elevándose sobre el valle donde se asienta el pinturesco pueblecito de Ucero -las riberas de cuyas tierras son regadas por el río que lleva su mismo nombre- y dominando, cuál un águila al acecho, la entrada al majestuoso Cañón del Río Lobos, las ruinas del castillo templario reposan, melancólicas, enfrentando su destino con una dignidad sobre la que el tiempo y el olvido van haciendo incluso más daño que aquellas hordas de sarracenos que no pudieron conquistarlo.
Aunque malherida en su estructura, y corriendo el riesgo de que cualquier día sus centenarias piedras abonen -como las de sus dobles murallas- el terreno yermo circundante, así como la propiedad de algún paisano -bien es cierto que los habitantes del pueblo aprovecharon muchas de sus piedras en beneficio propio, ante la pasividad de las autoridades- la torre del homenaje aún conserva cierto orgullo, exhibiendo parte de esa ornamentación que en tiempos -no me costaría mucho imaginarlo- le diera un aspecto imponente, cuando no feroz.
Y es que en lo más alto, allí donde parece que ni siquiera las aves más temerarias sienten predilección alguna por hacer su nido, unos seres demoníacos, de negra apariencia y aspecto grotesco, parecen ser los únicos guardianes; precisamente aquellos, a los que ni el tiempo -con todo el poder que le otorga su paciencia- puede llegar tampoco a herir. Se trata de las temibles gárgolas, un recurso arquitectónico ideado frente a un problema meteorológico muy utilizado en las grandes catedrales góticas, que resolvía la cuestión, embarazosa de por sí, de la evacuación del agua en los tejados. Ésta, en principio, sería la función de algunas de ellas, las más grandes y visibles; aquellas que, a través del zoom de la cámara, muestran al curioso una abertura en su boca, en forma de desagüe, que indica bien a las claras su cometido.
No obstante, junto a ellas y como si formaran parte del muro de piedra, otros seres más pequeños, pero de aspecto, quizá, mucho más perverso y agresivo, parecen advertir al visitante de que su función va mucho más allá de un simple capricho ornamental.
Dependiendo de dicha función, así como de las intenciones del maestro cantero que las esculpió o mandó esculpir, el significado inherente a éste tipo de figuras sacadas de un bestiario imposible, se pierde -como el de las enigmáticas marcas de cantería- en la noche de los tiempos.
Para Fulcanelli -un autor cuya verdadera identidad permanece en el más absoluto de los misterios, a pesar de las sospechas sobre la persona de Eugene Canseliet y los ríos de tinta vertidos al respecto- la denominación 'gótico' resultaría una variante de 'art goetico' -arte mágico- o 'argot', lengua o código encaminada a la comprensión de los iniciados.
En este sentido, algunos autores suponen que, entre otras, las gárgolas tenían tres funciones destacables: advertir, formar y distinguir o señalar. Así mismo, dichas funciones despendían de la forma del animal que representaban. De manera que, por ejemplo, las gárgolas con cabeza de dragón, representaban la transmutación alquímica; aquellas con cabeza de gallo, la fuerza de la energía, la valentía o el liderazgo; las que tenían por cabeza los rasgos de un león, hacían, al parecer, alusión a la potencia física, actuando, también, como guardianes de los templos. Por último, las gárgolas que representaban cabezas de engendros o tenían un aspecto definidamente demoníaco, manifestaban las bajas pasiones, la sexualidad, así como los instintos primarios. Este tipo de gárgolas, suelen ser las más comunes. De manera que, en este sentido, siendo precisamente éste último, el tipo de gárgolas que se pueden apreciar en el castillo de Ucero, obligan a plantearse algunos interrogantes.
En primer lugar, surge el interrogante que, de forma inevitable, lleva al observador a preguntarse por el motivo de este tipo de ornamentación en lugares consagrados a Dios. La teoría más aceptada, es aquella que ve en la presencia en los templos de estos elementos una advertencia sobre el Mal, el demonio y los seres infernales, cuya existencia era plenamente aceptada en la época que nos ocupa, y apenas se cuestionaba entre el pueblo llano. Pero así mismo, hay quien se plantea -y no sin razón, bajo mi punto de vista- si ésta es toda la explicación. Porque resulta difícil de creer que tantas y en ocasiones tan magníficas esculturas constituyan tan sólo un capricho de escultor, que podía haber optado por cualquier otra forma -real o imaginaria- más acorde para realizar la misma función de desagüe. O que, por otra parte, sean advertencias a individuos que apenas pueden divisarlos desde el suelo. Como muchas otras cosas, algo no termina de encajar.
Cierto que estamos hablando, en el caso que nos ocupa, de una fortaleza militar; pero una fortaleza militar atribuída, en un principio, a los caballeros templarios, monjes guerreros, pero monjes al fin y al cabo, cuya divisa -Non nobis, Domine, non nobis sed nomini tua da gloriam (1)- deja bien a las claras la finalidad para la que dicha Orden fue concebida: servir a Dios.
Apenas existe documentación sobre la, digamos 'época templaria' del castillo de Ucero, aunque sí sobre la prolífica ocupación posterior del mismo.
Adquirido a comienzos del siglo XIV a los herederos de don Juan García de Villamayor -cuyo esposa, doña María Alfonso de Meneses, fue señora de la villa a finales del siglo XIII- fue pasando por diferentes manos -en su mayor parte, religiosas- y utilizado para diferentes menesteres.
A finales del siglo XV, fue acondicionado por el obispo don Pedro Montoya, siendo otro prelado -Honorato Juan- quien, en el siglo XVI, colocó el escudo de armas que todavía puede apreciarse hoy día sobre la puerta de entrada.
Incluso se tienen noticias de que durante alguna etapa de su historia, fue utilizado como 'cárcel para clérigos'.
De cualquir forma, añadir que, tanto el castillo como la rica vega del Ucero, fueron secularmente propiedad de los obispos de Osma.
Sería injusto terminar la presente exposición sobre el castillo de Ucero, sin comentar algunos otros elementos de cierto interés, entre los que destaca -para conferirle aún un elemento más de misterio- la curiosa anfisbena, la serpiente de dos cabezas -nótese la dualidad, cifra de cierta importancia en la mística templaria- que también puede apreciarse en los ventanales del ábside de la ermita de San Bartolomé. Precisamente en los ventanales situados de una manera lo suficientemente 'estratégica', como para permitir que la luz del sol incida sobre el altar, en el que -entre otras- se puede apreciar una curiosa talla que representa al santo, cimitarra en mano, doblegando al demonio, al que tiene encadenado a sus pies.
La anfisbena -su traducción sería 'la que camina hacia los dos lados'-, miembro alucinante de los bestiarios pétreos medievales, ya es mencionada en el siglo V antes de Cristo, por el griego Esquilo. También el escritor latino Lucano -siglo I- la menciona, encuadrándola dentro de las dieciocho variedades de serpientes, entre las que destacan algunas de curioso nombre, como el hemorroo, la clepsidra, el cerastes o la dípsada.
Dada su naturaleza, pues, no es difícil suponer que, en un principio, esté relacionada -recordemos las gárgolas grotescas- con las bajas pasiones, y por supuesto, con el Diablo. Pero el significado intrínseco de la anfisbena va todavía mucho más allá y está íntimamente ligado al mito de San Bartolomé: como serpiente que es, aparte de una clara alusión a la sabiduría, ofrece también un aspecto de renovación; de muerte y resurrección. Dos naturalezas unidas, presentes también en el hombre -cuerpo y espíritu- pero decididamente diferentes y siempre en constante lucha. Dos lugares, uno militar y otro religioso, que están en consonancia con los objetivos de la Orden.
Como colofón, añadir que, aunque haya autores que ven en este animal imposible solamente cabezas decorativas, de lo que no parece haber duda, es de que el triángulo formado por el castillo de Ucero, la ermita de San Bartolomé y el Cañón del Río Lobos formaba parte de un todo mistérico, cuya auténtica relevancia puede que algún día vuelva a ver la luz a raíz de investigaciones más amplias y profundas.
Sólo añadir que, sea cuál sea la naturaleza que lleve al visitante hasta este incomparable entorno, no le defraudará; como tampoco le defraudarán los productos gastronómicos de la región y la extraordinaria calidad de los vinos, cuya denominación de origen -Ribera del Duero- es garantía más que suficiente para la aprobación de un exquisito paladar.
(1): No para nosotros, Señor, no para nosotros sino para gloria de tu nombre.
Bibliografía recomendada:
- 'Castillos de Soria'. Javier Bernad Remon, Ediciones Lancia, 1994.
- 'El misterio de las catedrales', Fulcanelli, Plaza & Janés, 1967.
- 'El libro de los seres imaginarios', Jorge Luis Borges, Editorial Bruguera, 1982.

domingo, 12 de agosto de 2007

Una anécdota de San Bartolomé




Ocurrió el pasado sábado, día 11 de agosto, en el transcurso de mi segunda visita a la ermita templaria de San Bartolomé y su entorno en el Cañón del Río Lobos. Me complace pensar que soy una persona cuidadosa, observadora, que procura poner todos sus sentidos alerta cuando el tema merece una especial atención, y sin duda, éste lo merece. Pero he de confesar que la ermita de San Bartolomé, así como el entorno en el que está situada, me desborda por completo. Cuantos más y más datos creo encontrar, más y más datos, parádójicamente, se me escurren de entre las manos como el agua de una catarata que se precipita en el vacío.


Hacía calor, aunque, afortunadamente, no tanto como durante mi primera visita, la cuál se produjo a finales de julio cuando el sol -posiblemente más 'cabreado' que de costumbre en esta época del año- estuvo a punto de hacerme pagar cara mi falta de planificación, en cuanto a proveerse de agua se refiere.


Eran aproximadamente las dos de la tarde, y de pie junto al pórtico de entrada, intentaba captar con el objetivo de mi cámara el mejor ángulo para atrapar -lo más cerca y claramente posible- las figuras que conforman los canecillos, pues mi intención era -y es- llegar a conseguir la nada desdeñable misión imposible de intentar descifrar su significado.


Las puertas de la ermita estaban abiertas, y a través del espacio llegaban hasta mis oídos los acordes de una música curiosa, cuyas palabras, cantadas en latín, me recordaron los cantos gregorianos que tan de moda se habían puesto en el mundo hacía unos años, cuando los monjes del Monasterio de Silos decidieron probar suerte en el mundillo discográfico. Al principio pensé que la persona que desde el 10 de agosto hasta el 14 de octubre está al cargo de abrir las puertas y atender a los visitantes y curiosos que se dejen caer por allí, había puesto una cinta, supose que con la intención de dotar un poquito más de carisma a un lugar lo suficientemente carismático de por sí. Más tarde supe que no fue así: sin pretenderlo y mucho menos sin esperarlo, había asistido a un pequeño concierto ofrecido por unos jóvenes músicos que deseaban hacer un experimento de acústica en el interior de la ermita. Experimento, por otra parte, que supongo que debió de ser todo un éxito, a juzgar por lo hermoso que su canto parecía desde el exterior.


Durante buena parte de la mañana, había asistido a la llegada de numerosas personas que compartían unas inquietudes similares a las mías, entre las que no descartaba, desde luego, la contemplación de un lugar tan espectacular y especial como es, en mi modesta opinión, el Cañón del Río Lobos y su entorno. De manera, que apenas dí mayor importancia a ese matrimonio que, en compañía de dos muchachos que no pasarían, a mi juicio, de los catorce o quince años, se acercaban en rumbo de colisión -como se diría en términos marítimos- hacia las puertas de la ermita.


Los muchachos, sin duda, venían entusiasmados. Por lo que pude aprehender de su conversación -no me considero 'cotilla', pero a veces uno no puede simplemente volverse sordo para no oír lo que se está diciendo al lado suyo- habían oído o leído en alguna parte, que entre las figuras que conforman los canecillos de la ermita de San Bartolomé, había una que representaba a un marciano. Reconozco que en aquéllos momentos sonreí para mis adentros, pensando en Von Däniken y en sus viejas historias de astronautas antiguos, y no me costó mucho llegar a suponer que aquellos muchachos se habían dejado llevar por el exceso de entusiasmo de cualquier otro emulador de las elucubraciones del sensacionalista autor de origen suizo, ayudando, más que nada, a confundir a la gente con historias fantásticas y sin fundamento alguno.

Evidentemente, ahí empezó y terminó su entusiasmo porque, después de mirar, buscar y volver a remirar por los cuatro costados de la ermita, no hallaron el menor rastro de ese elemento que tan afanosamente buscaban, y que resultaba muchísimo más increíble e inverosímil, aún, que el derroche de fantasía y simbolismo oculto desarrollado por los maestros canteros en su obra.

Por supuesto, la decepción de ambos jóvenes fue superlativa, al igual -lo confieso- que la mía, considerando el punto de vista de llegar algún día a arrebatarle a la ermita de San Bartolomé, si no todos, al menos algunos de los secretos más importantes de los que es celosa guardiana que, no me cabe duda, no son, precisamente, pocos.

Y es que no hay marcianos en la ermita de San Bartolomé; ni tampoco ningún elemento que remotamente se le parezca. Ahora bien, si echamos un vistazo a su entorno y nos imaginamos cómo deben de parecer sus farallones vistos a la luz del crepúsculo, un amante de la ciencia-ficción no encontraría dificultad alguna en compararlos con alguno de los escenarios del planeta extrasolar donde comienza el drama del film 'Alien, el 8º pasajero', todo un clásico en su género. Y una vez encontrado el escenario, faltaría encontrar la nave extraterrestre naufragada con el esqueleto de uno de sus ocupantes en el interior.

Tal vez el tiempo haya borrado definitivamente todo vestigio de esa nave, aunque no de su ocupante, obligado a refugiarse en el entorno de un planeta que le era hostil. ¿Y qué mejor sitio para buscar refugio que una cueva?. El argumento no sería nuevo, evidentemente -recordemos a los dhropa del Tíbet y los discos de piedra de Baian Kara Ula- pero podría servir para adornar esta historia.

En la ribera derecha del río Lobos, y antes de cruzar el puente de madera que desemboca en la pradera de la ermita, según nos dirigimos hacia ella, existe una pequeña cueva, bien visible a medida que nos vamos acercarndo. Apenas ofrece nada de interés -aunque los restos de hogueras en su suelo y los grafitis en sus paredes dicen mucho del poco respeto que algunas personas tienen para con el medioambiente- si exceptuamos una forma ovalada, que parece artificial, dado lo perfectamente lisa de su superficie. A simple vista, no recuerda forma antropomorfa alguna. Ahora bien, vista a través del objetivo de la cámara, la cosa cambia: si observamos la fotografía ampliada, ¿costaría mucho imaginarse la silueta de enorme cráneo y parte del cuerpo de una de esas entidades biológicas extraterrestres descritas en multitud de publicaciones sensacionalistas afines al tema OVNI?. Yo creo que no.

Por eso me he decidido a escribir este pequeño artículo, por si la casualidad quiere que esos dos muchachos puedan leerlo y ver la foto y no se sientan demasiado defraudados. Al fin y al cabo, soy de la opinión de que si de verdad queremos 'ver algo', sólo hay que buscar el lugar adecuado...y echarle un poco de imaginación.

Ah, una pequeña recomendación para aquellos que quieran profundizar un poco más en los 'misterios' de San Bartolomé y su entorno: no sólo la Naturaleza juega con la perspectiva de su imaginación; ¡también los maestros canteros lo hicieron!.