jueves, 12 de noviembre de 2009

Perdices


A unos ocho kilómetros de distancia de Almazán, y en dirección a los campos de Gómara y más allá de estos, a la tierra de Ágreda y las estribaciones del mítico Moncayo, un pueblecito, Perdices, languidece cual cigarra calentándose bajo un sol otoñal que, amparándose en el popular refranillo alusivo a los veranos de San Martín, es incapaz de disimular su recelo a dejarse llevar por el ciclo equinoccial e inmutable de las estaciones, que prevé un largo, gélido y crudo invierno. Supliendo la carencia de atalaya mora o murallas cristianas -aparentemente- su parroquial, de origen románico y advocada, como simbólico pilar, en la figura de San Pedro, se eleva solitaria, como Torre de Hércules, sobre un altozano.

Adosado a su ábside -en cuyos contrafuertes el magíster anónimo, de alguna manera subliminal quiso jugar con la magia del hexágono- el pequeño cementerio guarda con celo el recuerdo de unos deudos para los que un día el tiempo dejó de existir y que, como diría don Antonio Machado, sus ojos volvieron a la tierra cansados de mirar sin ver.

Por inexplicable que parezca, esa ausencia temporal se tranforma en sensación de soledad, apenas se pone los pies en el pueblo. Se trata, posiblemente, de esa literaria calma chicha común a los relatos marineros, en los que el mar, de repente y por capricho, se transforma en una balsa de aceite, sin más animación que la monotonía de un oleaje que apenas levanta espuma. Ésta se transforma aquí en el polvo al que acompañan, también, las piedrecillas que levantan nuestros zapatos al caminar, mientras procedemos a desplegarnos por el perímetro acotado de un templo que, seguramente, sufra la carencia -en ocasiones bendita-, de visitantes.

Amortiguado por la distancia, el viento -sin duda en su faceta cansina y madura, antes de renacer como cierzo- trae hasta nosotros el sonido de los vehículos que, de tanto en tanto, se desplazan por la carretera general, en ambos sentidos. Unas nubes, blancas como la leche y sin señales de maldad en sus entrañas, rompen, como islas evanescentes, la monotonía de un cielo cuyo azul, y a falta de un diagnóstico mejor, parece aquejado de anémica melancolía.
No obstante su naturaleza, de una longevidad que probablemente se remonte a los albores del siglo XIII, su gallardía apenas se ve recompensada por una espadaña que, atípica en la provincia, sugiere manos procedentes de la tierra vecina, donde los hijos de Rómulo y Remo dejaron en el Acueducto un recuerdo refinado de sus siglos de dominación.
Quizás, la iglesia parroquial de San Pedro adolece de cierta falta de refinamiento que la mantienen alejada de la notoriedad de muchas otras; y sin embargo, entre sus escasos detalles ornamentales, consigue transmitir esa genuina sensación a la que a veces recurro, cuando afirmo que hasta un estilo artístico como el románico -en ocasiones tildado de frío, cuando no de aburrido- puede llegar a convertirse en un entusiasta juego de niños.
Lúdicamente interesante, resulta comprobar cómo esa musa esquiva de la iluminación, coqueta e ingobernable para más señas, otorga a su libre albedrío el babélico sentido de la interpretación.
No parece haber dudas acerca de las arpías que decoran los capiteles que coronan los contrafuertes del ábside, así como de su función simbólica, que recueda la fragilidad de ese puente imaginario que separa conceptos como virtud y pecado; los motivos vegetales, que no proliferan en número suficiente como para hacer un glosario particular de la botica medieval del lugar, pero que, sin embargo, siguen, aunque sea de manera modesta, los patrones de ese tipismo folclórico que tanto abunda en este tipo de construcciones, y que, por otra parte, volvemos a encontrar en las ménsulas que, a la manera de gárgolas, adornan los extremos de la espadaña, como cabos especialmente preparados para recibir a unos visitantes, que seguramente se preguntarán a quién representaban las cabezas que se ven también aun lado, cuando el cantero las labró y también, he aquí el rizo interpretativo, si entre los dos barbudos de los extremos, un rostro de fémina ofrece un pequeño atisbo de paz.
Apenas queda recuerdo de nuestra visita cuando, aproximadamente un suspiro después, no sin antes gastarle una pequeña broma a nuestro buenazo Alkaest en la verja del cementerio, abandonamos un pueblo en el que, tal vez por casualidad, no nos hemos cruzado con nadie. Por el camino, indignado sin provocación, como corresponde, un cánido nos escolta. Segundos después, y confundido con el polvo del camino, lo dejamos atrás.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

El enigmático dintel de Fuentegelmes

Sólo nos detuvimos un minuto, el tiempo necesario para obtener las fotografías que se muestran a continuación, sin disponer apenas de más tiempo, teniendo -como al parecer, teníamos- cierta prisapor llegar a Bordecorex. Alguien -de cuyo nombre ahora no quiero acordarme, pero al que aprecio sinceramente y al que considero todo un maestro en ésta y en muchas otras materias- detuvo por sorpresa el vehículo en una de las estrechas calles de lo que se podría considerar como el centro de Fuentegelmes, y echando mano de la cámara de fotos, señaló hacia el dintel de una casa de relativa antigüedad.

No hizo falta que mencionara el motivo de tan súbita, repentina parada, porque saltaba a la vista; ahora bien, supongo que, conociendo mi interés por esos, hasta cierto punto, enigmáticos y escurridizos monjes con espuelas que, según Bécquer, fueron los templarios, insinuó con cierta malicia, aunque en modo alguno malintencionada:

- Un Baphomet...

Suponer por suponer, lo único cierto es que en el dintel en cuestón, debajo de la niña bonita -entiéndase, ese caprichoso número quince que suele dejarnos casi siempre colgados en el Bingo- una extraña e interesante grafía, me hizo recordar, por anticipado y en base a una posible y seguramente errónea asociación de ideas, uno de los lugares a los que teníamos previsto acudir al día siguiente y por el que, dicho sea de paso, he sentido siempre una especial fascinación: Tiermes.

La grafía, para más señas, y hablo en presente mientras dure, muestra a dos serpientes que se sitúan en actitud amenazadora, a ambos lados de una cabeza. Por encma de cada serpiente, se aprecia una de las denominadas flores de la vida, símbolo, por otra parte, que cuenta con una más que notable presencia a todo lo largo y ancho de la provincia.
Dejando a un lado una improbable relación con los milites templi, se me ocurre pensar, quizás, en un posile origen que habría que buscar en el yacimiento arqueológico de Tiermes, así como una probable referencia al mito de Elpha, la terrible mujer-serpiente con la que se enfrentó Álamos-Hércules, y que también se menciona en un auténtico clásico de nuestra Literatura: el Cantar de Mío Cid.
Sea como sea, he aquí un curioso y a la vez fascinante enigma, del que no dudo que se podrá hablar más en el futuro. Por lo pronto, una promesa: volver a Fuentegelmes, sacar un reportaje de pueblo e indagar.