jueves, 27 de septiembre de 2007

A un entrañable burguense



'Todos, en un momernto o en otro, hemos dicho o pensado que nos gustaría detener el mundo y bajarnos. ¿Y si mañana nos encontramos que podemos hacerlo...?. Recordad, de todas maneras, que somos libres de escoger'.
[Morris West: 'El Navegante']

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Mi aventura en el Mundo de la Blogosfera, apenas tiene unos meses de vida. Vio la luz en mayo -recuerdo que lucía un sol inmenso, de manera que su nacimiento no estuvo afectado por los caprichos de la luna, ni tampoco por el aburrimiento- y la idea era de que en sus genes se mezclara -espero que en las proporciones adecuadas, aunque a veces unas medidas destaquen más que otras- un poco de todo: viajes, aventuras, misterio, enigmas medievales, literatura, poesía, sensaciones y otras nostalgias que esperaba -y espero- que puedan llegar a ser de alguna utilidad a alguien en un momento determinado.
Como es normal, la aventura de escribir conlleva sus triunfos y sus riesgos; sus laureles y sus fracasos. A todos nos gustaría ser escritores punteros, maestros en el arte de escribir best-sellers que se traduzcan a todos los idiomas y se vendan como rosquillas; firmar autógrafos y salir en las portadas de periódicos y revistas. Pero, por encima de estas ambigüedades, quimeras o ilusiones, pienso que cuando una persona se pone a escribir, es porque realmente tiene algo que decir; algo -la importancia la valoran otros- que desea compartir con los demás. No importa, en éste caso, el éxito. Lo importante es el ánimo y el deseo de hacerlo y decir, con satisfacción: al menos tengo cuatro amigos que están pendientes de lo que escribo y sus opiniones y su apoyo me ayudan a continuar. Me ayudan, también, a pensar que lo que hago es importante.
Comencé dedicando el blog a la provincia de Soria, porque es una provincia de gran arraigambre en lo personal y por la que siento un cariño sincero, la cuál, por circunstancias de la vida, es ahora cuando puedo decir que comienzo a 'conocer', aunque, desde luego, el camino es largo. Mi padrino fue, para mayor honra, un simpático burguense que me dio la bienvenida; me ofreció su ayuda y, sobre todo, me dio ánimos para continuar, dejándome su comentario cuando el blog apenas tenía unas horas de vida.
Ni qué decir tiene, que para un nostálgico de la carta tradicional, manuscrita y con matasellos de Correos, recibir lo que actualmente se está convirtiendo en un sustituto implacable -el correo electrónico-, hizo aflorar en mi interior recuerdos y alegrías que hacía mucho tiempo que no sentía. Después de él, vinieron algunos más; y es muy probable que el tiempo -con o sin la relatividad añadida por Einstein- me presente a algunos más y entre todos logremos formar un estupendo colectivo, donde potenciar, a fin de cuentas, lo más valorable, a mi juicio, en ésta vida: la amistad.
Hace unos días leí -porque así lo manifestaba él mismo en su página -'Diario de un Burguense'- que no le apetecía escribir ni publicar ninguna entrada, porque su estado de ánimo no le acompañaba. También es cierto, que dejaba entrever la posibilidad de un regreso. Un regreso renovado y con más fuerza.
Reconozco que echaré de menos entrar en su blog y no ver entradas nuevas. Y reconozco, también, que a él tengo que agradecerle el recorte de periódico, donde -junto a otros muchos y merecidos blogs- el Heraldo de Soria mencionaba también el mío. Tengo que agradecerle, así mismo, su picardía y buen humor a la hora de ofrecer una suculenta chuletada en El Burgo de Osma a todo aquél que acertara un acertijo y tuviera, por supuesto, la fortuna de encontrarle primero. He de agradecerle, también, la suerte de haber vivido, visionando sus vídeos, unas fiestas burguenses llenas de belleza, colorido y tradición.
En fin, particularmente, tengo que agradecerle los momentos de deleite, de cultura y de 'savoir faire' -como diría un francés remilgado- así como esa maestría tan propia que tiene de sacarse conejos de la chistera con el fin de mantener el interés del lector.
Por eso le dedico de corazón esta entrada, animándole a continuar; a no dejarse llevar por el pesimismo; a seguir escribiendo de esa pequeña patria soriana que, en el fondo, todos llevamos en nuestro corazón.
¡Ánimo, hombre!. ¡Que hasta el más santo de entre todos los santos dudó alguna vez de la existencia de Dios!.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Escenas de Soria (sensaciones II)



'-Me pregunto -dijo- si las estrellas están encendidas
a fin de que cada uno pueda encontrar la suya algún
día'.
[Antoine de Saint-Exupéry: 'El Principito']



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¿Qué hubiera pensado el Principito -me pregunto yo- al visitar el claustro románico de San Juan de Duero?. ¿Qué, al pasar debajo del arco de San polo, antiguo monasterio templario, y encaminarse, siguiendo el curso del Duero, hacia la ermita de San Saturio?. ¿Qué hermosa estrella vería iluminar esos milenarios arcos; esos enigmáticos capiteles; ese ancestral y romero camino?. ¿Qué idea no se le hubiera ocurrido, frente a la imaginación del maestro cantero medieval?. ¿Qué le hubiera dicho en silencio a San Saturio o qué hubiera escrito en el libro de firmas de la ermita?. ¿Qué favor le hubiera pedido al santo?. ¿En qué persona estaría pensando, o qué persona le hubiera gustado que le acompañara en su paseo?. ¿Se hubiera detenido, curioso, a leer las inscripciones que los enamorados, como viene siendo tradición, graban en las cortezas de los árboles?. ¿Hubiera lanzado una piedra desde la orilla del río y se hubiera entusiasmado viéndola rebotar una, dos, tres, o incluso cuatro veces antes de hundirse definitivamente en el fondo?. ¿O quizás se hubiera sentado tranquilamente en uno de los bancos, acompañado de un afable anciano que le contara, para su deleite, las maravillosas historias del lugar?.
Supongo que hubiera sentido y hecho de todo un poco. Al menos, esas sensaciones suelen acompañarme cada vez que visito ambos lugares y me embriago con su belleza, con su paz. Como al entrañable Principito, son muchas, también, las preguntas que me vienen a la mente. A veces, como a él, me gustaría encontrarme en el desierto o en cualquier otra parte del mundo, y tener la oportunidad de conversar con un piloto experto, aunque varado en tierra, que supiera explicarme el sentido de las cosas; hacerme comprender que nada -ni siquiera lo más ínfimo en esta vida- es casual.
Me hubiera gustado poder integrarme -como Antonio Machado- en el alma del paisaje y ver y escuchar 'esos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua', con los mismos ojos con que éste los contemplara y tener la suficiente sensibilidad -visión artística o genialidad poética, llámese como se quiera- para trasladar al papel, lo más fielmente posible, ese conjunto de vivencias, esas inolvidables sensaciones.
Recuerdo mi primera visita al claustro románico de San Juan de Duero. Sucedió a primeros de marzo, cuando la primavera -sin duda enfurruñada con el invierno, que había sido tardío y no parecía estar dispuesto a batirse en retirada- daba la impresión de no encontrar su sitio y lugar. Hacía frío aquella mañana y una densa niebla se extendía desde la orilla del río, elevándose sobre los muros del monasterio, e incluso más allá, cubriendo parcialmente la ladera pelada del Monte de las Ánimas.
Faltaba media hora, aproximadamente, para las diez de la mañana, momento en el que -de manera milimétricamente oficial, supuse- debería aparecer el guarda y abrir la cancela de la puerta. Junto a ésta, herido de muerte -puede que como el famoso olmo de Machado, aunque sin duda, con muchísima menos notoriedad- un centenario chopo asistía, impertérrito, a un conciliábulo de gatos que de alguna forma -sólo de alguna forma-, me recordaban las reuniones de las brujas momentos antes del aquelarre. Había tantos gatos, y eran todos tan diferentes, aunque parezca mentira, que pensé en una sorprendente 'Internacional Gatuna' que hubiera decidido hacer coincidir su reunión en Soria con el Centenario de Antonio Machado.
Jocosidades aparte, apenas pasaba un minuto de las diez de la mañana, cuando el guarda -aparcando su vapuleado Renault cinco blanco enfrente del chopo, junto al pequeño parque, para más señas- resolvió todas mis dudas, haciéndome volver otra vez a la realidad: se trataba, tan sólo, de una simple cuestión de mendicidad animal.
Es difícil encontrarse en un ambiente como el descrito -frío, nebuloso, solitario...argumentos para un excelente thriller-, y no echar una mirada retrospectiva hacia atrás; hacia esas horas de interesante lectura al calor del hogar, donde la narrativa de Gustavo Adolfo Bécquer te produce escalofríos, pensando que te encuentras en el lugar donde la leyenda deja entrever una sobrenatural resurrección de monjes templarios en la víspera del día de Todos los Santos, deseando vengarse de todo aquél que se encuentren en su camino. Luego, una vez en el interior del claustro, inmerso hasta las rodillas en una niebla que parece ser ley y física a un tiempo, gobernándose a sí misma a su antojo y capricho, mientras se desliza en fumarolas por todos y cada uno de los lugares del antiguo monasterio, la imaginación -ese duende burlón que todos llevamos dentro y que nos acompaña a donde quiera que vayamos- se manifiesta y comienza a hacer de las suyas.
Por fortuna, la niebla es solo un fenómeno físico, que no alberga -como el clásico de terror de John Carpenter- sorpresas sobrenaturales. Pero impone. Dejándose llevar por su magnetismo, se agudizan los sentidos, esperando ver una señal, una manifestación; en definitiva, algo maravilloso que nos devuelva ese mundo fantástico que perdimos con la pubertad. Hay quien se pasa la vida -supongo que yo, entre ellos- buscando ese mágico Mundo de Oz en el que cualquier cosa es posible. Si allí los espantapájaros y los hombres de hojalata hablaban, ¿por qué no esperar el milagro de que algún día las figuras de estos capiteles retornen a la vida que les insufló el artista medieval -como el rabino Loew con el Golem, leyenda que anima las noches románticas de Praga- y te hablen al oído, susurrándote sus secretos?.
Lo confieso: siempre que paseo por Soria, no dejo de sentirme, como el Principito, un niño cuya curiosidad quiere hacerle crecer.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Escenas de Soria (sensaciones I)



'...a la deriva, qué importa dónde, hay todo un mundo sin sentido ahí fuera para vagabundear'.
['Aegipto', John Crowley]

Llegamos a Soria poco antes del mediodía de aquél primer sábado de septiembre, cuando el sol, en su cénit, deslumbraba en el cielo como una aparición sobrenatural. Previamente, y como viene siendo habitual en nuestros desplazamientos hacia 'la cabeza de Extremadura', realizamos la habitual parada en Medinaceli -ciudad de obligada visita, tanto a nivel cultural como emocional- para desayunar y de paso, repostar.
Enclavado en lo más alto, no demasiado lejos de los restos de las antiguas murallas y el castillo, el Arco romano -siglo II a. de C.- relucía cual si hubiera sido bañado en una capa de oro fino, al ser alcanzado por los rayos del sol. Su sombra, alargándose hacia el valle -la hierba, de un verde espectacular en primavera había teñido su aspecto por un color amarillo pajizo, que pedía a gritos un trago fresco de batido de lluvia- cubría un espacio considerable de la carretera, en cuya sombra correteaban nerviosos algunos gorriones buscando su sustento entre la arenisca.
Apenas recién levantada de la resaca festiva del viernes por la noche, la Ocilis celtíbera saludaba a la mañana con esa clase de maravillosa parsimonia que hace pensar en una providencial ligereza de ataduras -toda una cuestión, me consta, de proporción y medida- y que, en cuanto a la hostelería en concreto se refiere, en ocasiones impacta con fuerza contra la prisa costumbrista del viajero de las grandes capitales, que tiende siempre a convertir la palabra 'instantáneo' en un derecho fundamental que, en realidad, no siempre tiene.
Es algo que se aprende con el tiempo: las cosas deben hacerse a un ritmo adecuado; las prisas nunca son buenas y la paciencia, además de ser una virtud, es también una seña inequívoca de educación.
Tan envidiable disposición de ánimo, puede chocar en un principio. Pero una persona observadora, enseguida se percata de que no existe animadversión, en absoluto, ni tampoco indiferencia hacia el forastero. Es simplemente una forma de vida: sin prisa, pero sin pausa.
Es muy posible que por ese motivo, tan feliz placidez produzca en el visitante la extraordinaria sensación de que un factor tan relativo como el tiempo, en Soria carezca apenas de importancia. Albert Einstein, sin duda, se hubiera sentido a gusto viviendo allí. Al menos, esa fue mi primera impresión cuando, dejando el coche en las cercanías de la Concatedral de San Pedro, subimos paseando por la calle de Santo Tomé en dirección a la iglesia de Santo Domingo.
Siendo Soria una ciudad donde lo antiguo y lo moderno alternan con frecuencia -aunque no siempre como buenos amigos- no tardamos en toparnos con la que en tiempos fuera residencia de Fray Gabriel Téllez, más conocido, popular y universalmente, como Tirso de Molina:
'En esta santa casa vivió el maestro Fray Gabriel Téllez, Presentado y Comendador de la Orden de Nuestra Señora de la Merced. Predicador, teólogo y poeta, siempre grande con el nombre de Tirso de Molina, escribió muchas comedias notabilísimas. En el III Centenario de su fallecimiento, la Excelentísima Diputación Provincial de Soria mandó grabar esta inscripción'.
Algunos metros más arriba, cualquier diría que dorándose al sol como un turista alemán en una playa de Levante, la iglesia de Santo Domingo -'una de las más representativas del románico francés'- guiña un ojo coqueta a todo aquél que deambula por las inmediaciones, invitándole a detenerse el tiempo suficiente para intentar leer el libro abierto que es su fachada, rosetón incluido.
Dispuestas en forma radial -una de las características del románico francés- en las figuras de sus tres primeras arquivoltas podemos asistir a varios actos del Génesis, el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Podemos apreciar, por ejemplo, a los Ancianos del Apocalipsis; la Matanza de los Inocentes; escenas relacionadas con el nacimiento de Cristo; la Anunciación; la Visitación, así como la Adoración de los pastores y de los Reyes Magos.
En la cuarta arquivolta, el tema elegido por el escultor, no es otro que el referido a la Pasión de Cristo.
La imagen de Dios Padre, rodeado de una mandorla con el tetramorfos, preside, como no podía ser menos, el tímpano; y por encima de éste, como si se tratara de un pequeño satélite, el rosetón, evidenciando en sus arcos y su decoración -vegetación y animales fantásticos- una clara influencia de origen árabe.


[En construcción]