miércoles, 7 de agosto de 2013

Misterios de Oncala


Sobrecogen esas quebradas, esos montes solitarios, liberados de la selva arbórea que, según contaban los cronistas clásicos, permitían que una ardilla emprendedora y audaz, cruzara la vieja Hispania de un extremo a otro, simplemente por el placer de la aventura o quizás buscando el lugar más idóneo para asentarse y chascar a gusto sus nueces. Oncala, término que aún recuerda, en su pronunciación, el sonido seco, determinante que brotaba de las curtidas gargantas de los pelendones celtíberos, que habitaban estas inmensas infinidades. El viejo grito de guerra pelendón -quizás semejante al ijujú de los astures- agostado por la maquinaria bélica más poderosa de la Antigüedad; sustituido milenios más tarde por el familiar balido de los rebaños y el silbido de los pastores que dieron durante siglos vida, riqueza y futuro al lugar, y que hoy, apenas son un recuerdo de lo que fueron en realidad. 
Tal vez por eso, o porque precisamente de estos pagos se nutría generosamente la desesperada Numancia, de guerreros entregados voluntariamente al holocausto, hábiles en tender emboscadas a esos inflexibles explotadores del Imperio que fueron los romanos, ese gran querido amigo, Antonio Machado, con cuya poesía, los viajes por Soria han resultado siempre mucho más entrañables y placenteros, pensaba de este lugar y puerto de Oncala, como llanuras bélicas. Tierras Altas sorianas, salpicadas de pueblos, amigos de la tierra y de la piedra que, según Blas Taracena y José Tudela (1), repiten en sus nombres aquéllos otros de Madrid y su provincia, quizás como un tributo absurdo a un centralismo que apenas se acuerda de ellos.
La última vez que estuve, apenas, también, comenzaba mayo, y aún se veían por las laderas crespones de mármol níveo, deshaciéndose frente a un sol generoso que, cual águila dominando el cielo, despedía con determinante seriedad el dominio gris y plomizo de un invierno que había resultado más largo, quizás, de lo habitual. De caminos con el asfalto socavado por los rigores de éste, el pueblo de Oncala aparecía sujeto a las faldas del puerto, con esa ingenua candidez que parecen tener todos los lugares donde el tiempo, por una razón difícil de entender, induce en el alma la incierta sensación de haberse detenido. Tiempo más allá del tiempo, noche sin luna en un abismo infinito, los ojos de un viejo, sentado melancólicamente a la vera de la puerta de su casa –piedra dura, material de sueños-, semejaban tornar a la tierra, como ya cantara el admirado Poeta, hartos de mirar sin ver.
El pueblo hace una media luna sobre la ribera del río: a un lado, apiñadas sobre lo que fue el antiguo reducto, caserón o palacio del obispo, el grueso de las casas del pueblo; al otro, imponente como un halcón de ojo avizor sobre la cima de la colina, la impresionante mole de la parroquial dedicada a la figura de San Millán de la Cogolla; y en el centro, a la sombra de los pechos de nodriza del río, pequeñas huertas de frutos madurando silenciosamente al sol.
De orígenes románicos actualmente irreconocibles, la iglesia de San Millán de la Cogolla semeja, a falta de castillo, un bastión inexpugnable en cuya parte central, isla entre un abismo de ángulos rectos, la forma hexagonal de su precioso cimborrio trae al recuerdo el hechizo oriental de los alarifes mudéjares que desplegaron arte y habilidad a este lado de la frontera del Duero. Como recuerdo de aquélla cruenta época, y posiblemente perteneciente a la antigua fábrica de la iglesia, el sillar de la ventana de una casa situada en paralelo con ella, seduce la imaginación, mostrando al visitante una deliciosa cruz paté –señal, quizás, de la presencia de alguna de esas belicosas órdenes militares que brillaron en las épicas batallas de la Reconquista-, acompañada de esos arcos que caracterizan aquéllos otros, maravillosos, que conforman el espectacular claustro del monasterio sanjuanero enclavado en la capital, frente al Monte de las Ánimas, a pie mismo de la carretera que se dirige de Soria a Almajano.
Quizá por eso, éste no se extrañe en demasía cuando, una vez franqueado el umbral del templo, descubra que esos mismos arcos conforman también el dibujo –acompañado de un interesante ajedrezado (2), tipo jaqués, que en parte se ve cortado con la presencia de lo que parece un simbólico caballo- de una de las dos pilas, macizas y románicas que crían telarañas y olvido debajo del coro.
Pero el auténtico tesoro de Oncala, aquél que gratifica los sentidos y despierta pasión por su belleza y perfección, cuelga indolente en los muros laterales, retando a la imaginación del visitante con trucos malabares de fantasía. Se trata de las colecciones de magníficos tapices que dan fama al lugar, los cuales poco o nada tienen que envidiar a aquellos otros que hay, por ejemplo, en la catedral de Zamora.

 
Datados en el siglo XVII, fueron regalados por un ilustre hijo del lugar: don Francisco Giménez del Río, que fuera obispo de Segovia y posteriormente, arzobispo de Valencia. Divididos en dos colecciones, ocho representan escenas del Triunfo de la Iglesia, según los cartones realizados por Rubens. Algunos de los bocetos, se encuentran en el Museo del Prado, en Madrid, y son iguales, de hecho, a los de la misma serie que se guardan en el también convento madrileño de las Descalzas Reales. Entre ellos, cabe destacar la figuración tan realista del sacrificio de Abraham, así como un tema siempre apasionante, representado, igualmente, de manera particular, como es el transporte del Arca de la Alianza. La segunda colección, la conforman tapices algo más pequeños, que representan escenas profanas y amorosas. A partir de aquí, surge un pequeño misterio que, aunque comentado, la persona encargada de enseñar la iglesia –responsable, a su vez, del pequeño museo dedicado a los Pastores de Oncala, no supo, o mejor dicho, no pudo darnos más detalles: el cómo y el por qué, de una tercera colección de tapices, que se encuentran en Pamplona.
Por otra parte, y no menos interesante que estas magníficas colecciones de tapices, son las figuras, realizadas en un solo bloque de madera, que decoran el altar: la de San Millán de la Cogolla, que preside el Retablo Mayor; una representación, no muy frecuente, de José y el Niño, y por supuesto, por su extraordinario realismo –y si no, fíjense bien en el realismo de la herida del muslo, que hace intención de lamer con su lengua el perro- la de San Roque. Santo enigmático y muy popular que, según ciertas teorías, suele ser acompañante, cuando no guardián, de Vírgenes Negras. Teoría, que aquí vemos completamente confirmada, con la presencia de una magnífica Virgen del Espino –la cuarta de la provincia con dicha advocación, que yo sepa (3)-, tan negra como una noche y una curiosa simbología, no sólo por los colores de su vestido y manto, sino por la proliferación de todo un símbolo sobre el que se podría especular largo y tendido, como es la flor de lis.
Mención especial, merece también el museo de los Pastores, donde no sólo se puede contemplar una magnífica colección de objetos de índole antropológica de primer orden, sino donde también se puede contemplar, en los hierros de marcaje que cuelgan de las paredes, una interesante colección de iniciales y símbolos, que pueden hacernos meditar y realizar comparaciones con aquéllos otros utilizados por los canteros medievales, cuya presencia en los sillares de los templos no sólo dan constancia de su paso por el lugar, sino que a la vez, constituyen todo un fascinante enigma.
 
 
(1) Blas Taracena y José Tudela: 'Guía de Soria y su provincia', EOSGRAF, S.A., 3ª edición aumentada, 1968, página 247.
(2) Como anécdota relacionada, diré que a finales de junio, mientras visitaba la espectacular iglesia de Vilar de Donas, situada en pleno Camino Francés a su paso por la provincia de Lugo, el guardián del templo me hizo una curiosa pregunta, con respecto al origen de este tema del ajedrezado, común a muchos templos románicos, sin importar situación o provincia: ¿lombardo o musulmán?. Ahí queda otra interesante cuestión para devanarse los sesos.
(3)  El listado podría ser el siguiente: Soria capital, Nª Sª del Espino (réplica, la original se perdió en un incendio). Catedral de El Burgo de Osma y Barcebal. A éstas dos últimas, las denominan las Vírgenes Hermanas, aseverando la tradición que fueron realizadas del mismo bloque de madera de espino.