jueves, 18 de septiembre de 2008

Los fascinantes enigmas de Renieblas


Apenas situado a una quincena de kilómetros de distancia de Garray y el entorno de las míticas ruinas de Numancia, un pueblo, Renieblas, aparentemente dormido, desafía -cuál cubo mágico de Rubik- la imaginación de todo aquél que se deja caer un día por allí, y sabiamente invierte parte de su tiempo deambulando por sus estrechas, centenarias callejuelas, que todavía destilan un grato sabor a pasado.
Lo espectacular de un lugar como Renieblas, afín a otros lugares de similares características, se encuentra, no obstante, en los pequeños detalles. Esos que en ocasiones percibimos, pero que no damos importancia, dejándonos deslumbrar por otros, quizás más evidentes y de mayor envergadura.
No resulta difícil hacerse una idea de la historia aparente de Renieblas -al menos de una forma parcial-, a tenor de las huellas dejadas en el entorno por unos y otros protagonistas de ese gran desafío que conocemos como Historia. Por eso, lo interesante radica en seguir esas huellas y hacerse preguntas; muchas preguntas, cuantas más preguntas, mejor. Es posible, también, que muchas de estas preguntas se queden sin respuesta, al menos por el momento, y el destino -ese impenitente y caprichoso hado- ofrezca a otra persona la posibilidad de recomponer un pasado, que ni siquiera el célebre historiador y arqueólogo alemán Adolph Schulten -su recuerdo aún permanece fresco en la memoria de los 'reblenenses'- fue capaz de soslayar. Ahora bien, ¿cómo se enteró Schulten de la existencia de Renieblas -cuando incluso hoy en día resulta un pueblo poco menos que desconocido para una inmensa mayoría- y qué motivó su interés por él, hasta el punto de presentarse allí, realizar Dios sabe qué misteriosas investigaciones y llegar a alcanzar el estatus de privilegio de hijo adoptivo del lugar, tal y como conmemoran su nombre en una plaza, así como el monumento a él dedicado?. ¡Numancia, claro está!. Pero, ¿buscaba, además, rastros de la Atlántida -recordemos que fue un gran apasionado de este mito platonense- en este arcano lugar de la provincia de Soria?. ¿Qué papel jugaron los caballeros templarios en Renieblas, a tenor de hallarse numerosos indicios de su presencia, e incluso una calle a ellos dedicada?. ¿Tuvo el Temple una encomienda en el centro del pueblo, como así parecen indicar los restos de muralla que aún se conservan en pie, así como el escudo con el caballero y la cruz?. ¿Y los peregrinos, que también cuentan con la dedicación de una plaza en el lugar?. ¿Fue Renieblas punto obligado de paso en ese 'camino de las estrellas' que conducía a la tumba del Apóstol Santiago en Compostela?. ¿Por qué resulta tan curiosa y enigmática, una vez vista, esa talla románico-gótica, en madera policromada y de cabello rubio, peinado hacia atrás, sin corona, velo o bonete, que representa a la Virgen de la Cruz?.
Éstas eran, en parte, algunas de las preguntas que me iba planteando en la madrugada del domingo, 14 de septiembre, mientras devoraba los kilómetros que me separaban de Renieblas, con el alba pisándome los talones.
Era mi tercera visita a Renieblas, y el objetivo principal consistía en poder acceder al interior de la iglesia gótica (siglo XVI) y tener la oportunidad de ver y fotografiar la talla de Nª Sª de la Cruz, así como cualquier otro detalle ornamentístico de interés que, no me cabía duda, estaba seguro de encontrar. Afirmo esto, a tenor de mi experiencia, basada en la visita a numerosos templos de la provincia, cuyos interiores -en realidad, pequeños museos de Arte y enigmas- nunca me han dejado indiferente.
Al contrario que en las ocasiones anteriores, y dado lo temprano de la hora, poco más o menos las diez menos cuarto -la misa comenzaba a las once- me encaminé sin dilación hacia la calle Los Hidalgos, esperando encontrar abierto el único bar del pueblo, donde ansiaba tomar un café, pues ya había olvidado el primer café de la mañana, bebido con prisas en Medinaceli.
Apenas había un par de parroquianos en el interior del bar que, siguiendo una de las costumbres características de la provincia, se preparaban para despachar un opíparo desayuno, frente al cuál mi triste vaso de café con leche parecía más propio del 'señoritingo tiquismiquis de ciudad', que de unos hombres curtidos a fuego y hielo. Porque así son los hombres que faenan bravamente con la tierra, inhóspita en muchas ocasiones, de ésta 'extremadura castellana', que tantas alegrías y sinsabores otorga.
Observando a mi alrededor, me topé con un calendario de misas, por el que me enteré que ésta se había aplazado a las doce. Ese pequeño desajuste, sin embargo, me ofrecía la posibilidad de poder ampliar el tiempo de espera curioseando por el pueblo, en un intento por encontrar algún detalle que hubiera pasado desapercibido en mis anteriores visitas.
Resulta evidente que de haber sido un lobo -como bien dice la sabiduría popular-, me hubiera comido, pues junto al bar descubrí las evidencias de la presencia en el pueblo, durante la Guerra Civil, de la división acorazada italiana Littorio; presencia, por otra parte, ya comentada por Antonio Ruiz Vega en noviembre de 1980 (1) y posteriormente, en el año 2002, por otro infatigable investigador de la España mágica y misteriosa: Xavier Musquera (2).
De la presencia de los italianos de la división Littorio en Renieblas -que por aquél entonces habían sufrido serios reveses durante la denominada batalla de Guadalajara- se recuerda, especialmente, unos graffitis bastante irrespetuosos, que grabaron en las cercanías de Numancia: 'INRI' y 'ROMA HA RITTORNATO', que los sorianos, no exentos de dignidad, no tardaron en hacer desaparecer. Esto, en cuanto a la historia moderna se refiere, si exceptuamos el hecho de que Adolf Schulten volvió una segunda vez a Renieblas, aproximadamente en 1956, buscando quién sabe qué.
Pero bajo ningún concepto podía olvidar -y esto sí es importante, a la hora de entrever el valor de algunos lugares que parecen inconsecuentes en la actualidad, y que a duras penas figuran en los mapas- que precisamente fue en Renieblas, en el año 137 antes de Cristo, donde los numantinos derrotaron clamorosamente a las tropas del cónsul romano Mancino, obligándole a firmar un tratado de paz que fue posteriormente considerado deshonroso y roto por el Senado romano. Como tampoco era cuestión de no tener en cuenta, que en las cercanías del pueblo, en un lugar conocido como la Gran Atalaya, se situaban los restos de varios campamentos romanos, en los cuales se había constatado, además, la presencia de un poderoso y célebre personaje de la época, Pompeyo, antagonista y rival de Julio César, que una vez derrotado en la batalla de Farsalia y huyendo de la persecución de éste, fue traicionado y decapitado en Alejandría.
Precisamente en este lugar, conocido como la Gran Atalaya, mausoleo de historia y secretos aún por descubrir -que no por expoliar-, la Guardia Civil detuvo hace unos meses a varios individuos que, provistos de picos, palas y detectores de metal, se pusieron alegremente a escarbar, con idéntica despreocupación que la de aquél que va a por níscalos al campo.
Mi fascinante vagabundeo, sin embargo, me iba a deparar, además, la oportunidad de charlar con dos vecinos de Renieblas, a través de los cuales pude averigüar algunos 'secretillos inconfesables'. Cosas que son un secreto a voces en los pueblos, pero de difícil acceso para el que viene de fuera.
No puede decirse que mi presencia en las cercanías de la iglesia, con la bolsa colgada del hombro y varias cámaras de fotos en la mano, fuera una novedad para ellos. A juzgar por como se desarrolló la conversación, no era el primero, desde luego, y tampoco sería el último en aparecer por allí, demostrando cierto interés. En realidad, estoy convencido de que únicamente se acercaron para tantearme y hacerse una idea aproximada de mis verdaderas intenciones, lo cuál comprendo perfectamente.
- ¿De qué estilo piensas que es?, -me preguntó el dueño del rebaño de vacas que pastaba mansamente detrás de la iglesia, señalando hacia ésta última con la vara, añadiendo acto seguido: nosotros por aquí, no entendemos mucho.
Resulta curioso, pero en el transcurso de la conversación, insistieron varias veces en su falta de 'entendimiento', y ese detalle -suspicaz, en mi opinión- me hizo sospechar de que en el fondo, sabían mucho más de lo que realmente estaban dispuestos a reconocer.
Respondí que, dada la datación 'oficial' de la iglesia -siglo XVI- correspondería ya a un periodo gótico tardío, aunque se podían apreciar algunos detalles románicos, como, por ejemplo, la torre. Ésta, según me apuntaron, había tenido que ser reforzada ante el temor de derrumbamiento. También les hice ver que habían utilizado alguna que otra losa sepulcral para reforzar los muros exteriores de la fachada, y hasta que resultaba posible que muchas de las piedras procedieran del cercano yacimiento arqueológico de Numancia. Buena prueba de ello, agregué, la tenían a apenas unos kilómetros de distancia de allí, en la fachada de la iglesia del vecino pueblo de Ventosilla de San Juan. Pero, por encima de todo, intenté hacerles comprender, que yo no era ningún experto, aunque desde luego, sí un apasionado del Arte y de la Historia, y evidentemente, Renieblas ofrecía suficientes elementos tanto de uno como de otra.
- Nosotros no entendemos de éstas cosas -volvió a insistir el dueño del rebaño de vacas.
Minutos después, mientras las volutas de humo, grisáceas y fantasmales de nuestros cigarrillos ascendían hacia lo alto formando complicados tirabuzones, comenzaron a soltarse en la conversación, revelando los 'pecadillos' a que me refería en párrafos anteriores:
- Aquí se han encontrado muchas cosas...
- ¿Te acuerdas de Fulanito?. ¡Sí, hombre!. Ese que era guarda. Bueno, pues ese sí que se encontró una buena cantidad de monedas antiguas. Era tal la habilidad que tenía para encontrarlas, que parecía que las olfateaba a distancia.
- ¿Y qué me dices de aquélla que vive al final del pueblo?. Esa que llegó aquí allá por los años setenta..., -dijo el dueño del rebaño de vacas, que bien, circunstancial o intencionadamente, no conseguía recordar el nombre de la mujer en cuestión.
- ¿Quién?, -preguntó el otro, pensativo, dejando descansar en el suelo el azadón con el que había estado escarbando en el huerto unos minutos antes.
- Sí, hombre. La que ahora vive al final del pueblo, como te he dicho antes. La que fue alcaldesa. Esa sí que se encontró un buen montón de cosas. Cualquiera diría que ya venía preparada con el detector de metales...
- A decir verdad -continuó comentando el dueño del rebaño de vacas- la gente se ha llevado muchas cosas de por aquí. Antiguamente, la iglesia estaba rodeada de estelas sepulcrales.
- Sí, ya he visto que tienen algunas, por ejemplo, allí arriba, donde la cabina del pesaje -apunté, pues, curiosamente, allí encontré la losa con un sol grabado en el anverso, cuya foto ya había visto hacía muchos años en la revista Mundo Desconocido, en el citado artículo de Antonio Ruiz Vega.
- Esas tuvimos que encajarlas con cemento para que no se las llevaran...
La conversación hubiera continuado, si precisamente en aquéllos precisos momentos, no hubiera aparecido un Opel Corsa blanco, que entre chirriar de ruedas y levantando pequeñas nubes de polvo, aparcó a un lado de la iglesia.
- Ahí está el cura, -comentó el del azadón, saludando al conductor con la mano.
Consulté entonces mi reloj. Las doce menos cinco. Apenas tenía tiempo para conseguir el beneplácito del párroco para sacar fotos en el interior de la iglesia, antes de que comenzara la misa.
El hombre, aquejado por una temprana e incipiente calvicie, poseía, sin embargo, un rostro simpático, y como demostró cuando me acerqué a él y le abordé, una singular afabilidad. No me fue difícil obtener su permiso para grabar en el interior de la iglesia, una vez explicados los motivos de mi interés.
El interior del templo, de medianas proporciones, denotaba sencillez y no aparecía tan sobrecargo de retablos en los laterales cargados de santos y flores, como había podido apreciar en numerosos templos de la provincia.
Detrás del altar, y evidenciando un estilo propiamente barroco, el Retablo Mayor se extendía hasta el techo de la bóveda absidal. Al contrario de lo que podía suponer en un principio, no era la titular de la parroquia la que ocupaba el lugar de honor en el centro del retablo, sino una monumental -en cuanto a dimensiones, creo que se trata de la talla más grande de las observadas hasta el momento- talla de Santa Ana, con la Virgen Niña en el regazo.
A mi derecha -izquierda, mirando desde el altar hacia el final del templo- otra talla, posiblemente gótica, acaparó enseguida todo mi interés.
A diferencia de la mayoría de las tallas observadas, de anterior o similar período, la imagen en madera policromada de Nª Sª de la Cruz, mostraba unas características de singular interés. Desprovista de corona, velo, bonete o caperuza, mostraba un cabello rubio, suelto, aunque peinado hacia atrás.

(1): Revista Mundo Desconocido Nº53 (noviembre 1980): 'La Sierra de los Siete Infantes', Antonio Ruiz Vega.
(2): 'La espada y la cruz: tras las huellas de los templarios en España', Xavier Musquera, Ediciones Nowtilus, S.L.M 2002.
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lunes, 15 de septiembre de 2008

Ucero: iglesia de San Juan Bautista


Ese domingo de mayo, en el que después de varios intentros frustrados pude acceder a la iglesia de San Juan Bautista, un auténtico diluvio de agua se había abatido y continuaba abatiéndose, sobre Ucero y el entorno del Cañón del Río Lobos. En efecto, tuve ocasión de comprobarlo, al poco de penetrar en el Parque Natural y ver el desbordamiento del río. Un río, por lo general, tranquilo, apacible y de fluvial poco dado a los excesos. Como es lógico y una vez confirmado por el guarda que la ermita estaba cerrada -no por el tiempo, que visitantes, pocos, había, sino porque Eric, el guía, tenía un compromiso familiar y no podía asistir a abrir- hice propio el refrán de que no hay mal que por bien no venga, y consideré la conveniencia de aprovechar algunos minutos de un tiempo -la mayoría de las veces contado para los que tenemos que desplazarnos entre provincias- en charlar con el guarda, sabedor, por anteriores experiencias de que éste -cuyo nombre para más señas de reconocimiento y agradecimiento, es Juan Gonzalo Sanz- podría proporcionarme una valiosa información. De hecho, así fue. Pero quizás el dato más valioso que me proporcionó ese domingo, era que a las once había misa en la parroquia de San Juan Bautista. La ocasión, pues, la pintaban calva para acceder a la iglesia y confirmar muchos de los datos proporcionados de palabra.
Pasaban, aproximadamente, quince minutos de las once cuando llegué a la iglesia, y la lluvia arreciaba, dando la impresión de que las nubes que se encontraban por encima del pueblo, tuvieran prisa por ceder su sitio a aquéllas otras que -tanto o más negras- se apreciaban por la parte de Barcebal y El Burgo de Osma y que, cuál terrible escuadrilla de bombarderos, era de prever que no tardarían en alcanzar también su objetivo sobre Ucero.
En las cercanías del pórtico de entrada al templo, el agua formaba un reguero cuya corriente, vertiginosa plaza abajo, posiblemente echaba de menos ese barquito de papel con sus bodegas repletas de sueños, que dos esquinas más arriba hubiera botado una mano infantil, pensando -quizás- en un formidable navío de carga templario que abandonaba el puerto de La Rochelle con rumbo secreto y destino misterioso.
No es obsesión, como pudiera parecer a priori, pero no se puede hablar de Ucero, del entorno del Cañón del Río Lobos y tampoco de la parroquial de San Juan Bautista, sin que la sombra de éstos aceche, sigilosa, en los detalles. Se tiene plena consciencia de ello, según se entra en el pueblo y lo primero que llama la atención es el reclamo que, amparándose en la singular pentalfa de la ermita de San Bartolome, invita a hospedarse, precisamente, en la Posada de los Templarios.
Incluso camino de la iglesia, se puede ver algún que otro cartel indicativo, de naturaleza y factura más tosca, cuya flecha señala una dirección. Y es que la Posada de los Templarios, para más referencias, se encuentra al pie de la ladera donde se alza el recinto parroquial.
La misa había comenzado algunos minutos antes, y cuando entré en el templo, procurando molestar lo menos posible, el sermón religioso se hallaba en pleno apogeo.
Poco más de una decena de personas permanecían atentas a las palabras del párroco -un hombre relativamente joven- que, entre otras recomendaciones, exhortaba a la unidad entre pueblos y vecinos.
Desde mi lugar en los últimos bancos, tenía una singular visión del interior de la parroquia, y no tardé mucho tiempo en localizar el motivo -¡perdón, los motivos!- que a la postre, y gracias a la generosa amabilidad del párroco, harían que el viaje, durante aquélla intempestiva mañana de domingo, mereciera la pena.

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