viernes, 6 de noviembre de 2009

Retorno a Caracena


Situado en un lugar desolado de las estribaciones de la Sierra de Pela, no exento de belleza y magia, Caracena es uno de los rincones supervivientes de un auténtico mundo perdido; un mundo, que aún hoy, al cabo de los siglos, permanece amarrado, inmutablemente, a ese puerto imaginario con forma de cuerno de marfil, por el que los antiguos griegos pensaban que venían los sueños.
En realidad, no deja de ser un sueño llegar a un lugar tan aislado, y sin embargo, tan rico en matices.
Increíble, por otra parte, parece el detalle de que un lugar de tales características, acreedor de tanta historia y tantos misterios asociados, apenas cuente con leyendas y tradiciones que, a fuerza de repetirse de generación en generación, la Justicia –en ocasiones tan ciega e injusta como la Historia- haya consentido en otorgar una sencilla, pero objetiva dote de realidad.
Parte de esa dote, y a falta de nuevos descubrimientos que la amplíen y la hagan definitivamente atractiva para esa interesada rama de la Ciencia, que es la Arqueología, se encuentra en un paraje cercano, que responde al nombre de Los Tolmos, donde esa pre o protohistoria, quiso preservar para el futuro los restos de un poblado de la Edad del Bronce. De la época correspondiente a la conquista romana, se sabe que éstos utilizaron como importante vía de comunicación, el cañón formado, conjuntamente, por dos maestros del taller escultórico de la Madre Gaia: el río que lleva idéntico nombre que el pueblo, y ese artista, dotado en ocasiones de un genio endiablado llamado cierzo que, seguramente procedente de las cercanas e insondables cavernas termestinas, emprendió desde el génesis la paciente acción de pulir y rematar la labor que aquél otro empezó.
Herederos de los romanos, los árabes también utilizaron ésta vía, siendo conocido el paso de Almanzor durante la realización de numerosas de las razias emprendidas contra los reinos cristianos situados más al norte. Hasta el punto de que, según la leyenda más extendida y comentada por vecinos y foráneos, el nombre del pueblo se debería, en realidad, al lamento del comandante sarraceno que, cuál Boabdil en referencia a Granada, perdió la plaza cuando los cristianos aprovecharon que la guarnición se encontraba cenando.
Cara cena, pues, para un lugar que, a pesar de todo, tuvo una considerable importancia a partir de las nébulas del siglo XII, en el que ya se comenzaban a atisbar los suficientes indicios como para preveer la realidad de una Reconquista que culminaría dos siglos más tarde con los Reyes Católicos y las famosas lágrimas del mencionado Boabdil.Del siglo XII son, así mismo, los dos magníficos ejemplares de templos románicos que, en envidiable estado de conservación, han sobrevivido a siglos de una historia nacional, que ha conocido los avatares de más guerras que épocas de bonanza, hasta el punto de que fue famoso el comentario aquél que aseguraba que no había habido una generación de españoles que no hubiera conocido una guerra: la iglesia de Santa María y la iglesia de San Pedro.

Siendo contemporáneas, resulta ciertamente desconcertante observar las características de una y otra. La de Santa María, sencilla, de nave cuadrada, tosca torre y celosías de probable origen mudéjar, sin apenas más ornamentos y escasa decoración. La de San Pedro, Monumento Nacional que, entre otras características, ofrece una de las mejores galerías porticadas de toda la provincia; motivos silentes y temática similar, aunque de menor calidad, a la que se puede apreciar en la iglesia de Santa María de Tiermes, detalle por el que algunos historiadores suponen la misma escuela, pero diferente maestro ejecutor.
Es en ésta iglesia, donde los amantes del misterio encuentran abono para todo tipo de argumentaciones y teorías encaminadas a ofrecer una supuesta relación con el Temple. En realidad, no existe una evidencia histórica, no ya que demuestre su presencia en el lugar, que no sería descabellada, sino que realmente tuvieran algo que ver con la iglesia de San Pedro. Los partidarios de tal filiación, basan el noventa por ciento de su tesis, en dos objetos determinados: la extraña figura que sobresale en su ábside, y que a simple vista nada tiene que ver con la descripción cinegética de la caza del jabalí que se observa en la secuencia que la precede, y los fragmentos de una losa sepulcral, que se conservan en el interior del templo.
La figura en cuestión, se identifica con el famoso Baphomet templario, aunque hay autores que observan ciertas similitudes con otra figura no menos enigmática y también relacionada con el esoterismo inherente a los solsticios: Jano. Hay quien también observa, una probable aunque arcaica representación de ese misterio trinitario referido a las edades del hombre.
Por otra parte, la losa a la que hacía referencia, induce a suponer que perteneció a un caballero templario, pues describe que en la pertinente sepultura –en realidad, se ignora dónde se haya ésta- yacía un caballero perteneciente a la secta mala, y el Temple, entre otras cosas, fue juzgado y disuelto por herejía.
Pero sería injusto hablar de un lugar como Caracena, y dejar a un lado esa otra parte, humana, entrañable y vital, que conforman sus múltiples matices. Como la visión del ganado pastando plácidamente en los montes y quebradas adyacentes al pueblo, custodiado por la atenta mirada del pastor, de cuya experiencia la Historia podría sacar buen partido a numerosas anécdotas que ignora y que aquél estaría encantado de contar. La mujer de mediana edad, frente surcada de arrugas y vetas níveas en el cabello, tendiendo puntualmente la ropa en un pequeño prado cubierto de arbustos, situado junto a las ruinas melladas e irreconocibles de lo que en tiempos fuera un hospital para peregrinos. El cubo casi perfecto de lo que debería ser monumento nacional, la cárcel medieval, el desapego de cuyo propietario induce a suponer que con el tiempo, sus sillares pasarán a formar parte de ese montón desmoronado de escombros históricos que jalonan la provincia. Las parras colgadas del balcón, esperando el momento de convertirse en oro líquido que se derrame suavemente por la garganta de su propietario. El río, deslizándose impasible al fondo de los barrancos, dulcemente escoltado por el susurro de los álamos que guardan sus riberas. La excursión hasta el cercano castillo, uno de los mejor conservados de la provincia, co su doble perímetro defensivo, que aún guarda la autoridad fantasmal de uno de sus más famosos propietarios -el obispo Carrillo- y desde cuyas murallas, según las malas lenguas, se despeñaba a los prisioneros sarracenos. La mirada triste y cansina del perro, tumbado al sol junto al vano de una longeva puerta de madera, de doble hoja y regusto ancestral, a duras penas respetada por el tiempo y la carcoma. La ermita de la Virgen del Monte, en completa soledad situada a las afueras del pueblo, esperando la llegada del tercer domingo de junio cuando bajen los romeros a hombros a la titular, cuya imagen, abandonada la trónica majestad románica, recibe, góticamente de pie a propios y extraños en el altar de la iglesia de San Pedro. Por no hablar de los restos de otra pequeña iglesia, de cuyas ruinas alguien se aprovechó para levantar un cobertizo en el que recoger al ganado y guardar los aperos de labranza, y cuya Virgen titula, la de la Estrella, pequeña pero majestuosa, languicede detrás de una vitrina en el monasterio de San Juan de Duero, junto al fragmento de una lápida que en tiempos cubría la sepultura de un judío llamado Abraham Satabi...
Historia y Matices: Caracena, un lugar que no te puedes perder.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Almazán

¿Se llega a conocer alguna vez a las personas?. ¿Y a esa prolongación de ellas, que en el fondo, son las ciudades?. Cuanto más antigua es una ciudad, más difícil resulta llegar a conocerla. Hay una parte de la Historia, que siempre es reacia a la hora de darse a conocer. Comparativamente hablando, se puede decir que las ciudades son, de alguna manera, semejantes a esa novia recatada que no permite que el novio la vea hasta que no se encuentran en el altar. Después, caído el velo imaginario de lo que tradicionalmente se denominaban las vergüenzas y descubierto el misterio del amor a solas, se convierten en algo más que en marido y mujer: se convierten en cómplices. Y como cómplices, comparten entrega y dedicación. He aquí, bajo mi punto de vista, donde radica el quiz de la cuestión.
Yo creo que para llegar a conocer una ciudad, es necesario, cuando no requisito imprescindible, hacerse cómplice de ella. Y no hay mejor manera de conseguirlo, que residiendo en ella, aunque sea sólo unos días, y naturalmente, perdiéndose sin prisa por ese entramado de venas y arterias que parten y confluyen de un lugar que, por sus especiales características, podemos denominar como su corazón.
Corríjaseme si me equivoco, pero en mi opinión, el corazón de Almazán lo constituye, como en cualquier ciudad o pueblo que se precie, su Plaza Mayor. La Plaza Mayor, señalada de mayor a menor importancia por la iglesia románica de San Miguel, el Palacio de los Hurtado de Mendoza y el Ayuntamiento, puede decirse que está tomada por los jesuitas. Es en el centro de ésta -con la mirada broncínea perdida en espacios indefinidos del tiempo, que posiblemente rememoren lejanas historias de evangelizaciones en Ultramar-, donde la estatua del que fuera lugarteniente y sucesor de Ignacio de Loyola, Diego Laínez, asiste impertérrita al continuo devenir de la vida en una ciudad en la que, de restos de muralla para adentro, hace sentir al visitante que el tiempo ha sido burlado por algún poderoso genio, obligándole a detenerse en algunos lugares.
Precisamente el tiempo es culpable, con su paso legionario, de haberse llevado orígenes y etimologías a esas trincheras abismales cubiertas de falsas pistas a modo de sacos terreros, donde el investigador en ocasiones tropieza con ese universo pretérito, gobernado por una musa de bastante mal carácter, y decididamente embaucadora, que algunos denominan suposición.
De tal manera, que acudiendo a ella, aunque no de muy buena gana, resulta curioso observar la falta de consenso existente entre los historiadores, en cuanto al posible origen y significado de su nombre. No está de más reseñar, que por regla general, se acepta la teoría de que el nombre, Almazán, proviene del árabe y su significado vendría a ser el fortificado, siendo necesario remontarse a los tiempos de Abderramán III, personaje al que se considera como su fundador. Otros, seguramente dejándose influenciar por ese enorme vergel que se suponía fue la Península Ibérica, tienden a considerar unos orígenes iberos o euskeras –es constatable la presencia vasca en la región, a medida que ésta se iba reconquistando, alcanzando, posiblemente, mayores proporciones en la zona del Jalón, en pueblos como Judes y Chaorna- y un significado asociado con bosque, e incluso, como han sugerido también algunos autores, con manzano.
Con o sin manzanos, parece certera la evidencia de que el cónsul romano Nobilor acampó aquí durante la campaña de Numancia, por no mencionar ese recuerdo neolítico y celtíbero, cuyas huellas se reparten por los alrededores, como piezas fundamentales de ese puzzle atemporal que constituye la protohistoria: Ambrona, Conquezuela, Miño de Medinaceli, Alcubilla de las Peñas...
Ahora bien, si de infancia protohistórica hablamos, no sería descabellado añadir que el carácter de una ciudad como Almazán, fue madurando a partir de 1098, cuando el rey Alfonso VI la reconquista, procediendo a su repoblación. A partir de aquí, es de constatar la notable presencia de las principales órdenes militares de caballería, como la Orden del Temple y la Orden del Hospital, siendo la cuna donde nació, en 1158, otra de las órdenes que adquiría también parte de gloria años más tarde: la Orden de Calatrava.
De Almazán procedían, así mismo, parte de las huestes que combatieron bajo los pendones de Castilla en la determinante batalla de las Navas de Tolosa, acaecida en julio de 1212, en la que las formidables huestes almohades sufrieron una dolorosa derrota.
Desde sus ahora derruídas murallas, dirimieron diferencias reyes como Sancho el Bravo de Castilla y Pedro de Aragón. Fue cuartel general de Pedro I el Cruel y entregada por Enrique de Trastámara al mercenario francés Beltrand Duguesclin como pago por sus servicios. En ella, residieron los Reyes Católicos en varias ocasiones, e inluso el poderoso Felipe II, muriendo en ella el dramaturgo Tirso de Molina. En 1810 fue incendiada por el general francés Régis Barthélemy Mouton-Douvernet, durante la Guerra de la Independencia, en castigo a la enconada resistencia de sus habitantes. ¿Cómo no pensar, entonces, que cuando uno camina por sus calles, es consciente de que camina sobre siglos de Historia?.
Pero si la Histria ha moldeado en fuego y coraje el carácter de sus habitantes, la religión ha hecho otro tanto, si lo consideramos desde el punto de vista de la multiculturalidad que demuestran sus templos. De ahí que, por ejemplo, en varias de sus iglesias supervivientes -entre las que destacan estilos como el románico, el gótico, el barroco y el renacentista- el arte mudéjar haya dejado fabulosas cúpulas octogonales y estrelladas, de las cuales sobresale, inconmensurable, la de San Miguel, que parece hermana de aquélla otra que se puede admirar en la iglesia del Santo Sepulcro, en Torres del Río, Navarra. Las huellas hospitalarias y el pico de los canteros como marca de identidad, en los muros de la iglesia de San Pedro; la sencilla geometría de los canecillos del ábside de Santa María de Calatañazor, semejantes, a mi modo de ver, a aquellos otros de reminiscencia templaria del monasterio de San Polo...Y también, por qué no decirlo, raíces de aquélla histórica repoblación multipoblacional que todavía deslumbran en los carteles de algunos de sus establecimientos, como ese del bar Las Meigas, sin mencionar ese canto, afable y subyugador cuando cae la noche, de ese río, generoso y persistente, que un día constituyó frontera entre reinos cristianos y moros: el Duero.