domingo, 19 de agosto de 2012

De boda en Nª Sª del Espino



Tarde o temprano, tenía que suceder. Tómese como casualidad; o, por qué no considerarlo de otra manera más subjetiva, como una conspiración del universo, como lo definiría ese místico escritor y guerrero de la Luz brasileño, llamado Paulo Coelho, a cuya lectura tan apasionado soy, al menos en mis momentos melancólicos; pero el hecho cierto, es que todos mis intentos por entrar en ésta iglesia de Nª Sª del Espino, habían resultado infructuosos hasta el día de la fecha. La fecha, -la apunto, por lo personal que me toca- el 28 de julio, y la causa o efecto, considérese lo que se prefiera también, la boda de mi prima Esme. Se presentó en casa a finales de junio; recién salía de trabajar, como yo, en esa hora crítica en la que, al compás de la insoportable solana, la cigarra vagabunda entona nanas de siesta y el estómago se revela con otro alimento que no sea la volátil lechuga; la, en ocasiones dulce cebolla y el insutituíble tomate, sazonados en comandita -no en vano, somos un país de sazones- por esa liturgia, católica y nacional, compuesta por la sal, el vinagre y el aceite. O al menos, eso hubiera sido lo más conveniente a la desgana. Creo que me sorprendió con un muslo de pollo a medio devorar; y puestos a imaginar -porque de eso se trata, de llamar a la puerta de esa musa locuela que es la imaginación, y a la que parece que últimamente, bien rechazamos o bien se ha ido de vacaciones a alguna playa del Mediterráneo- supongo que debí de parecerle el caballero don Percebe del Valle del Kas blandiendo su maza de combate en un fiestorro medieval. Bromas cósmicas: a veces llueven peces del cielo y otras se abren puertas obstinadas con una simple invitación. Mi prima, pues, se casaba en El Espino.

De broma cósmica, puede considerarse la pérdida de su románico original, por un gótico tardío que ya apunta maneras de churrigueresco barroquismo. Y no obstante, sus muros se levantan, álgidos y majestuosos, salvando la sombra alargada de las cruces piadosas del cementerio, con el que comparte una dulce soledad ancestral. Si cerca del pórtico, todavía se yergue el esqueleto del olmo herido de Machado, a la sombra plácida de su fachada sur, descansan los restos mortales de Leonor, su primera mujer y algunos dicen, que musa. Su visita, es poco menos que obligada. Y si todos los caminos dicen que llevan a Roma, todas las indicaciones en este cementerio, conducen a la tumba de Leonor. No hay, pues, pérdida posible. También debería serlo para el peregrino, pues, a pesar de los pesares y esa clausura de la que sólo se libera algunos domingos y cuando las circunstancias obligan a practicar los sagrados ritos del matrimonio o el sepelio, el templo de Nª Sª del Espino luce orgulloso un arcano escudo, en el que se muestran dos símbolos entrañables del Camino: la vieira y el bordón.
Pero es el bosque sombrío de su interior -ese bosque celta, afín a todas las catedrales- donde el visitante se encoge por la altura de sus columnas y la geométrica perfección de sus arcos. Ella preside el lugar sagrado; pequeña y galana, aunque copia, el ábside y la penumbra que la envuelven reproducen, de una manera natural y antes de que los focos rompan la magia de la ensoñación, la cueva original, que pone de manifiesto el negro matriarcal de sus orígenes. Es la Patrona; la Virgen del Espino (1). Detrás y a ambos lados, dos pequeños óculos apenas dejan entrever una claridad que denota una pequeña ecuación sacra: el alfa y la omega, el Principio y el Fin.
Apenas acostumbrado a la penumbra, y una vez inmerso en el bosque de columnas, los lobos aparecen toda vez que uno levanta la vista hacia unos capiteles que, utilizando ese simbolismo argótico del que nos hablaba Fulcanelli, conforman monstruosas formas que reptan por unos caminos de piedra que parecen insuficientes para contener la fuerza de su volumen. Pero hay una visión tranquilizadora, en esa vidriera que ilumina con majestuosa sobriedad una imagen de la Virgen, que podría haber sido perfecta, de haber conservado sus orígenes alquímicos. Allá, hacia el centro de la nave, no muy lejos de donde un retablo de cierto valor nos muestra algunas escenas de la vida de San Jerónimo -elementos alquímicos incluídos, como la figura misma de ese león, manso en el atanor de sus manos- una auténtica joya no puede pasar, en modo alguno, desapercibida: se trata del Cristo con el brazo desclavado, obra anónima del año 1600, realizada en madera policromada. Desclavado su brazo izquierdo, llama poderosamente la atención la mutilación que sufren los dedos de su mano derecha, aquella que aún permanece anclada al martirio. Y no puedo dejar de preguntarme si acaso, como ocurre, por ejemplo, con el famoso baúl del cautivo de Peroniel, los piadosos peregrinos no habrán ido demasiado lejos en su afán por conseguir una reliquia protectora. Son especulaciones, claro; especulaciones que se rompen cuando entra la novia, nerviosa pero radiante. La música nupcial suena, las notas se elevan hacia las cúpulas, rebotan en las columnas y penetran en los corazones. Pero en esa historia, otros son los protagonistas. Justo es, que sean ellos quienes la cuenten.



(1) Hay tres vírgenes del Espino en Soria: ésta, que sustituye a la original, perdida en 1953, en un pavoroso incendio y las llamadas Vírgenes Hermanas, que se localizan en la catedral de El Burgo de Osma y en el pueblecito de Barcebal, respectivamente.