miércoles, 23 de octubre de 2013

Morón de Almazán: iglesia de Nª Sª de la Asunción


En las proximidades de Almazán, el Arte, la Belleza y el Misterio también incluyen a otras poblaciones que, no por mucho pasearlas, se cansa uno de verlas. Una de ellas, qué duda cabe, no es otra que Morón de Almazán. Morón, dicho sea de paso, tiene galanura más que suficiente para presumir; no en vano, constan en su haber de beldades su famoso gallo, su presumida Plaza y su monumental iglesia de Nª Sª de la Asunción, donde, paradójicamente, se venera una imagen cuando menos gótica, cuyo nombre –de la Muela-, ya advierte al visitante de unas longevas raíces de inequívoco caldo celtíbero. Feudo, como fue, de aquél conocido mercenario francés –Bertrand du Guesclin, cuya famosa frase de ni quito ni pongo rey, tan sólo sirvo a mi señor, pasó a la Historia como lema del cinismo servil-, en el silencio de sus calles todavía vagan presencias inquietantes y de oscuros antecedentes, que reclaman, aún hechas añicos, una oportunidad de recuerdo. Tal sería el caso, por ejemplo, de algún símbolo de posible filiación templaria, sobreviviente sobre casonas que se caen de puro viejo; o esa oscura magia que todavía desprenden los símbolos y grabados en la fachada de la casona del marqués de Camarasa, hoy día reconvertida en sucursal de Caja Duero. Y puestos a pensar, no sería descabellado suponer que algo de las inquietudes de este señor debieron de heredar los canteros que dedicaron buena parte de su vida a levantar esa impertérrita conjunción de sagradas geometrías, que es la parroquial de la Asunción.
Se intuye no sólo en sus formas, anchas de planta y tallos apuntando indolentemente al firmamento, herencia de ese estilo gótico que rompió moldes huyendo de las oscuridades del románico, sino también en los símbolos, que hablan de esos maravillosos sueños medievales de virtud e inmortalidad, de griales y búsquedas de vida eterna, sufragados en gran medida, por algún miembro de la influyente y poderoso familia de los Mendoza, cuyo sepulcro, situado a la vera de la cabecera nos habla de otra forma elaborada de entender el Arte, transpondiendo la piedra al estado de inmortal biografía del poderoso difunto.
Custodios en sus trajes relicarios de madera, innumerables tallas de santos, de diferentes estilos y épocas, despliegan la magia particular de sus símbolos determinativos, lanzando un reto a la interpretación. De tal manera que, bajo la grotesca presentación de unos ojos en un plato o bandeja, Santa Lucía, lejos de ser heralda del literalismo, nos induce a pensar, por el contrario, en esa visión interior que iluminó a los grandes místicos y místicas de nuestro olvidado Siglo de Oro y que, comparativamente hablando, podría equipararse con esa visión trascendental, cuando no supranatural, a la que los orientales se refieren, desde el alba de los tiempos, como el Tercer Ojo; ese mismo que quizás inspirara, en fecha tan temprana como 1163, las maravillosas visiones de místicas extranjeras como Hildegarda de Binden, las cuales han llegado hasta nosotros consignadas en su Liber Divinorum Operum. La Visión del Espíritu, pues, común a todos los grandes Maestros de la Mística Universal, y que sin duda, abonó providencialmente los sueños artísticos del hombre a lo largo de los avatares de su fragmentaria Historia. Sueños y Mística que aquí, en Morón, constituyen una notable herencia, basada, cuando menos, en sus singulares retablos de los siglos XV y XVI, en cuyo coste también participaron cofradías del pueblo –como la de Nª Sª del Rosario, que costeó uno de los espléndidos retablos, fechado en 1649- con un sacrificado tributo en pro de una fe que ya comenzaba a vislumbrar ideas humanistas en el horizonte.

 
Penetrar, pues, en este sacro recinto, significa embarcarse en un viaje espiritual en el que difícil resulta no rendirse ante la evidencia de las lecciones simbólicas contenidas en el polvo de oro que recubre algunas de las principales figuras de este reducido museo. De tal manera, que vemos a un Evangelista pletórico en su óptima juventud, acompañado de todos sus extraordinarios atributos simbólicos: el águila, indiscutible rey de los Cielos, que lo representa; la Copa o Grial, alimento de vida eterna y el Libro, cuyo críptico Apocalipsis le convierte, de facto en el más hermético de los evangelistas. Y no lejos de él, San Francisco de Asís, que aún no muestra los estigmas de la Pasión en sus manos, pero que, portando una calavera, cual dubitativo Hamlet medieval, nos recuerda ese Tempus Fugit, que nos acerca cada día más a las visiones de San Juan. Piedad y Pasión, se desbordan a raudales en las facciones y gestos de una Madre que asiste desesperada a la muerte del Hijo, la sangre de cuyas heridas abonan de perdón una tierra ensombrecida por la barbarie. San Roque y San Miguel, custodios a su manera de cielos y caminos, ocultan complejas personalidades, similares, comparativamente hablando, a las que se ocultan en las calabazas de los brujos mexicanos, portadoras del Mescalito: visiones que inducen inequívocas sensaciones de Luz y Oscuridad, dirimidas entre ángeles y demonios, custodios, al fin y al cabo, de un Conocimiento Superior. Conocimiento, quizás, que el cantero implicó detrás de la sonrisa burlona de las figuras leoninas de los capiteles que casi lamen el artesonado, allá, al fondo de la nave, donde el coro espera en silencio su corte de voces angélicas que alivien el sufrimiento del magnífico Cristo gótico, cerca de cuyos pies llama la atención un escudo con una cruz de ocho beatitudes. Y la Piedra de la Virgen, en retablo de enfrente, por encima de encima de la representación de un Santo Rostro de la Verónica, uno de cuyos paños -considerado como muy milagroso- se custodiaba antaño en lo que hoy es el despoblado de La Cuesta y que, según uno de los párrocos de San Pedro Manrique, hoy guarda polvo y olvido en la catedral de El Burgo de Osma. Un pequeño viaje por las Edades Espirituales del Hombre, coronado, al fondo de la nave, por una excelente pila románica, con forma también de Copa o Grial y un diseño conocido, incluso en el Norte, que recuerda parte de los modelos de una joya única del románico peninsular, como es el claustro del monasterio de San Juan de Duero. Eso por no hablar del curioso capitel que representa una rubicunda cabeza y que es conocido popularmente como el inca, y del extraño símbolo grabado en el pórtico de entrada, que algunos atribuyen a los sufridos templarios y que se localiza, aparte de en la iglesia de San Miguel de Andaluz -por citar otro precedente en la provincia- en lugares de las Cinco Villas, como la homónima iglesia de San Miguel, en Biota, e incluso en Camino de Santiago a su paso por Navarra, como sería la también iglesia de la Asunción, en Villatuerta.
Bienvenidos, pues, a Morón de Almazán y este pequeño viaje en el tiempo y el espíritu.