jueves, 22 de abril de 2010

El castillo de Ucero

'De pronto me di cuenta de que el conductor guiaba los caballos hacia el patio de un inmenso castillo en ruinas, en cuyas altas y oscuras ventanas no se veía un solo resplandor, y cuyas almenas desmoronadas recortaban sus melladas siluetas contra el cielo iluminado por la luna...'.

[Bram Stoker: 'Drácula', Edición Círculo de Lectores, 1993, página 24]


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Soy de la opinión de que no hay nada como un castillo en ruinas, para alimentar, cuando menos, la fantasía. Los castillos constituyen todo un símbolo; un símbolo estrechamente ligado a la Historia peninsular. Resulta difícil viajar a cualquier provincia de España, y no encontrarse con alguno. Como testigos de un desapasionamiento visceral en cuanto al respeto y la conservación de nuestro Patrimonio, la gran mayoría apenas conforman muñones que, cual osario pétreo, languidecen irremisiblemente en lugares altos, difícilmente accesibles y sobre todo solitarios, esperando ese golpe final del que el tiempo, si hemos de ser justos, no ha sido el único verdugo. Es el caso, sin duda, del castillo de Ucero.
Posiblemente debido a su soledad y a su completo aislamiento, dada su situación en lo más alto del monte, desde donde se domina el pueblecito de Ucero y la entrada al Cañón del Río Lobos, siempre me ha recordado este pasaje de la inmortal y terrorífica novela de Stoker. Y no obstante, cuando uno se adentra en el interior de sus mutilados muros, y observa la conquista poco menos que completa de la maleza e infinidad de hierbajos, la sensación, sin duda, cambia y el subconsciente, irrefrenable como un caballo desbocado, despierta olvidados mitos de la niñez.
Quizás Walt Disney se inspirara en un lugar como éste para situar el escenario ideal del castillo encantado de la Bella Durmiente, con la diferencia de que en el caso que nos ocupa. habría que sustituir el ataúd de cristal por el único objeto que, a mi entender, conserva aún cierta importancia: la torre del homenaje.
Dado el estado en el que se encuentra, resulta difícil precisar por qué extraño sortilegio, continúa todavía en pie. Desde luego, aunque acceder a su interior no entraña dificultad alguna -salvando, eso sí, alguna que otra duna de escombros- sí supone un grave riesgo físico, en cuanto al peligro de desprendimientos se refiere.
Si exceptuamos el escudo de armas, que aún se vislumbra con cierta holgura sobre la puerta principal de acceso, no existe otra ornamentación que aquélla que se puede contemplar precisamente en la torre, tanto en el exterior como en el interior. Una ornamentación propiamente goética o mágica, característica de un estilo innovador y revolucionario que, según algunas fuentes -entre ellas, el enigmático autor de origen francés, Fulcanelli- fue introducido en Europa por los templarios: el gótico.
No debe de resultar extraño, por tanto, que un vistazo a dicha ornamentación provoque cierto resquemor en el espectador, pues sus gárgolas, de rasgos poco menos que demoníacos, conforman un pequeño ejército fantástico, constituyéndose los únicos y silenciosos guardianes de tan solitario lugar.
En su interior, sin embargo, son otros los guardianes que custodian un Agnus Dei difícil de observar a simple vista, no tanto por la oscuridad, como por la altura a la que se encuentra. Me refiero, a las curiosas y enigmáticas figuras que, a modo de brochetas, se localizan en cada una de las cuatro esquinas.