lunes, 4 de marzo de 2013

En la noche de los tiempos: Conquezuela


'¡Salud y viva Soria libre, mágica y templaria!' (1)

A pesar de las modificaciones sufridas en el entorno a lo largo de los diferentes periodos históricos, hay lugares en los que todavía, al cabo de los milenios, alienta el Espíritu. Un Espíritu viejo, antiguo, ancestral, resultado de un amanecer que se remonta a la noche de los tiempos. A esa noche larga, lejana y oscura, que produce vértigo a los historiadores y provoca sueños cosmogónicos en la imaginación de los románticos. Uno de tales lugares, qué duda cabe, es Conquezuela y su entorno.
Situado a escasa distancia de Medinaceli, es uno de los lugares más interesantes, desconcertantes, primigenios y mágicos de la provincia. Para algunos investigadores -y me abstengo de citar nombres, obviando, siquiera por ésta vez, aquéllo de nobleza obliga, detalle de justicia que tan poco se practica hoy en día- incluso también templario. Pero ésta no es la cuestión principal, sino, como mucho, un mero detalle, con más o menos aceptación y en modo alguno probado que, caso de haber sido cierto, simplemente vendría a añadir un aliciente más, demostrando la fascinación que el lugar ha ejercido en los diferentes pueblos y culturas que se han ido asentando progresivamente a su vera, a lo largo y ancho de su inmemorial historia. Porque, repito, Conquezuela es algo más que un lugar donde el viento solloza con nostalgia entre los rastrojos de sus inmediatas parameras, quizás soñando con aquél protagonismo que tuvo en tiempos. Conquezuela es especial. Lo es, a partir de ese útero, materno y primordial, que es la Cueva, templo natural donde ya las civilizaciones del Neolítico sentían la caricia, invisible pero certera y cálida, de una Divinidad, cuya presencia les atraía con la fuerza magnética de un imán. En sus paredes, dejaron muestras de unas creencias religiosas, que brotaban de unas mentes que comenzaban a integrarse, posiblemente sin ser conscientes de ello, en la formidable aventura de la Evolución.
Una Evolución, no sólo física sino también espiritual, que fue dejando huellas de las diferentes culturas que, como las capas superpuestas de la Madre Tierra, no se olvidaron de consignar también su testimonio -algo tan humano como es dejar constancia de que se estuvo alli- añadiendo, como enigmático legado para futuras generaciones, generosos detalles de personal trascendencia. De manera, que no deberíamos extrañarnos si junto a esas cientos, quizás miles de cazoletas que conformaban parte del mundo anímico y religioso concebido por las mentes de los cazadores neolíticos que dominaban este entorno cuando todavía existía la laguna, alguien dejó también, cuando menos, detalles de la magia de las runas pintados en la pared. Símbolos, que en algún caso, son idénticos a los que otro anónimo cantero dejó grabados, por ejemplo, en un capitel interior de la iglesia románica de Santa María de la Oliva, en la comarca asturiana de Villaviciosa. Todo ello, aderezado con un arco románico, de medio punto, sello inviolable que lacra un lugar que, siglos después, fue convenientemente cristianizado.
Junto a la cueva-santuario, una ermita cristiana, disimula unos orígenes que se supone que fueron también románicos, como el arco de medio punto. Si en esos orígenes, estaba bajo la advocación de Santa Elena (2), ahora lo está bajo el símbolo de la Santa Cruz, siendo objeto de veneración y romerías, generalmente a principios de agosto, aunque originalmente éstas se celebraban en primavera, cuando después de los rigores del invierno, la naturaleza eclosiona y rebosa vida a raudales. Y ésta es otra de las características que hacen especial a este entorno: que no importa la estación del año en que se visite, pues las carencias de unas estaciones, son siempre suplidas por la exhuberancia de otras, y en todas ellas impera, como un velo protector, ese misterio indisolubre que, como ya hemos dicho, se remonta a la Noche de los Tiempos.


(1) Fernando Sánchez Dragó: 'La prueba del laberinto', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, octubre de 1992 (Premio Planeta 1992), página 311.
(2) Madre el emperador Constantino y, según la tradición, descubridora de la Vera Cruz.