domingo, 9 de octubre de 2011

Valdespina

Cuando uno se encuentra con este tipo de topónimos, resulta poco menos que imposible evitar fantasear y no dejarse llevar por ese arcaico romanticismo presente siempre en un conjunto de mitos, dogmas y formas de pensamiento, que parido en los meandros culturales del mundo llamamos, simple y llanamente, Tradición. La Tradición, mar de los sargazos en el que se marchitan verdades universales hábilmente camufladas, suele ser muy clara, sin embargo, a la hora de reconocer al espino y sus derivados, como vehículo de sufrimiento por el que tiene que pasar el neófito en su largo camino hacia el Logos o el Conocimiento. De madera de espino fue la corona que laceró la frente de Jesucristo y le acompañó en su calvario; enredaderas y espinos formaban parte del hechizo que mantenían inaccesible el castillo de todo un clásico de los cuentos universales: la Bella Durmiente. Valles tenebrosos, repletos de espinos y peligros, se encuentran también entre los lugares por los que tienen que pasar los héroes que van en busca del objeto místico más relevante de la Edad Media: el santo Grial. Y a la vera de lugares con semejantes topónimos, gustaba de instalar sus enclaves la más mística de todas las órdenes militares de caballería medievales: la de los caballeros templarios.

Soria, sin duda, es una provincia con una arcana y a la vez grandiosa tradición. Una provincia clave en la que han depositado parte de su cultura y de su filosofía numerosos pueblos, y que durante siglos constituyó la frontera natural entre oriente y occidente. No es raro que fragmentos de culturas y formas de pensamiento distintos se localicen a lo ancho y largo de sus fronteras, en un puzzle esotérico-cultural de primer orden. De hecho, aún hoy persisten pueblos, como este de Valdespina; o aquél otro, que de nombre El Espino, tiene una iglesia consagrada a San Bartolomé y una ermita bajo la advocación de la Virgen del Espinar. O aquélla otra ermita, de la Virgen de las Espinillas, situada en lo alto de un monte en las cercanías de Valdeavellano. Eso, por no mencionar el hecho, curioso, cuando menos, de que posee tres vírgenes con la advocación del Espino, de las cuales, cuenta la Tradición de que dos de ellas son hermanas por haber salido de la misma madera de espino, teniendo ambas fama de muy milagreras (1).

En fin, recuerdo que este tipo de consideraciones se conjugaban en mi mente cuando abandoné Viana de Duero y decidí saciar personalmente mi curiosidad cinco o seis kilómetros más allá, siguiendo una carretera en la que se alternaban, como los escenarios de un teatro de guiñol, escenarios de lacustre belleza, afines a una España tostada por la canícula de agosto: resecos campos de labor, pequeñas zonas de bosques alternando abetos y pinos y monte bajo, a la vera de cuyos hinojos y tomillos se adivinaban las pequeñas aberturas determinantes del mundo subterráneo en el que moran liebres y conejos.

Llegué alrededor del mediodía, y como suele ser costumbre -sea por el excesivo calor en verano, o por el intenso frío en invierno- en el pueblo me sentí más solo que la una. Ni siquiera me salió al encuentro algún perro ladrador pero poco mordedor que hubiera alertado de mi presencia y motivado la curiosidad de algún vecino, dándome una pequeña oportunidad a mantener una interesante conversación.

Un vistazo a la iglesia me confirmó que, salvando, quizás, la pequeña espadaña en la que faltaba una de sus dos campanas, el románico, como en numerosos pueblos de los alrededores, brillaba actualmente por su ausencia. Unos metros más allá y con el tejado hundido por el peso inclemente de los años, un curioso edificio se mantiene apartado, en una cuarentena urbanística, que me hizo pensar en él como en el antiguo lavadero comunal, o quizás, ¿por qué no?, en ancestrales dependencias curiles.

Por detrás de la iglesia, y en paralelo al pueblo, un canal de riego y una pequeña presa recogen las aguas del Duero, o tal vez de alguno de sus afluentes, asegurando el suministro vital a unos campos ansiosos de borrachera la mayor parte del año. También de las inmediaciones de la iglesia -axis mundi, figurativamente rural- parte una senda que en doce kilómetros llega hasta Ituero y en veintiuno a Tardajo de Duero.

Como trazadas con tiralíneas, las casas del pueblo muestran en su estructura, estéticamente caprichosa, formas lineales y rúnicas, que en cierto modo recuerdan las señas de identidad de canteros anónimos. Me pregunté si quizás, en Soria, los canteros utilizaron alguna vez esa suerte de idioma iniciático y particular característico de los gremios en otras regiones, como por ejemplo el utilizado por los canteros pontevedreses -ese latín dos galegos, comentado por Sánchez Dragó en su Gárgoris y Habidis- o aquél otro, argótico y de nombre tan tonadillero como es el de pantoja, característico de los canteros santanderinos, entre cuyas figuras más destacables está la de Juan de Herrera, proyector del Escorial.

[continúa]




(1) Hay una Virgen del Espino en Soria capital, situada en la iglesia de igual nombre, en la parte alta, junto al cementerio. Las dos Vírgenes del Espino hermanas, se corresponderían con la que está en la catedral de El Burgo de Osma y la se que se localiza algunos kilómetros más allá, en dirección a Ucero, en el pequeño pueblecito de Barcebal.