domingo, 10 de julio de 2011

Et in Arganza ego



'Si para todo hay término y hay tasa

y última vez y nunca más y olvido

¿quién nos dirá de quién, en ésta casa,

sin saberlo, nos hemos despedido?'.

[Jorge Luis Borges (1)]


Hay quien opina que nada muere del todo; incluso que la muerte, como tal, no existe, porque todo es materia y la materia, al fin y al cabo, no se crea ni tampoco se destruye: tan sólo se transforma. Es una ley elemental de la Física, que bien pudiera aplicarse -¿por qué no?- a la condición actual de algunos lugares. Qué duda cabe de que Soria es una provincia repleta de matices. Matices buenos y malos, pero matices al fin y al cabo, que hay que valorar y procurar entender. Quizás, dentro de lo que humanamente hemos de considerar como malos e indeseables, se encuentran aquellos referidos a la suerte que corren algunos pueblos. Pero la diosa Fortuna, a imagen y semejanza de la diosa Justicia, suele cerrar también los ojos, aunque no se la represente con una venda sobre ellos, dando cumplida cuenta de su absoluta indiferencia a la hora de repartir suertes. Me refiero, como es obvio, a un problema que aquí, en Soria, y a pesar de los pesares, cobra una dimensión especial: los despoblados. Es difícil no tropezarse con alguno, cuando se recorre la provincia, y su visión, salvada la curiosidad inicial, siempre conlleva los mismos síntomas: una profunda tristeza y un amargo sabor de boca.
No obstante, por alguna curiosa razón -que intentaré explicar, siquiera echando mano de esa visión poética que suele venir acompañada en algún momento de ternura- el caso de Arganza siempre me ha llamado poderosamente la atención. Creo que con ésta, han sido ya tres las veces que me he dejado caer por allí, y deambulando entre sus silenciosas casas, muchas de ellas invadidas por la maleza -como las ciudades misteriosamente abandonadas en las junglas del Yucatán por los mayas-, he llegado a tener interesantes conversaciones a solas con mi imaginación.

Es muy posible que sirva como aliciente a la percepción, conocer la situación geográfica en la que se ubica Arganza: en las estribaciones del impresionante Cañón del Río Lobos, a 9 kilómetros de distancia de Santa María de las Hoyas -el nombre es indicativo claro de las características del terreno- y a 49 kilómetros de Peñaranda de Duero, ya en la provincia de Burgos. Tres o cuatro kilómetros más adelante, se localiza el puente de los Siete Ojos, punto principal de destino de todos aquellos que, recorriendo a pie esa imaginaria cola de dragón que conforma la propia orografía del Cañón, deciden continuar más allá de la ermita templaria de San Bartolomé, la Cueva Grande y sus misterios, el primitivo altar que se asienta algunos metros antes de llegar a ésta, y el lugar donde, una vez pasado un promontorio al que varias pequeñas cuevas le dan el aspecto de una cabeza de fantasma, los monjes realizaban cuidadosas labores de apicultura. La magia, pues, está servida, para darnos una idea, por lo menos aproximada, del entorno tan especial en el que se ubica este singular despoblado.

Y no obstante, bien mirado, el caso de Arganza bien que pudiera considerarse como atípico; porque, retomando la cuestión que comentaba al principio, sería legítimo añadir que Arganza se ha convertido, por decisión expresa de los propios vecinos -la mayoría, residentes en San Leonardo de Yagüe, apenas a un kilómetro de distancia- en un verdadero santuario. Un santuario al que acuden a menudo, sin duda para pasear y encontrarse a solas con unos recuerdos que más que en la sangre, se alojan conmiserativos en un rincón del alma, como diría la canción.




En el alma queda, por otra parte, la visión de una arquitectura rúnica descabalada -no es un hecho banal, reseñar la presencia en las estructuras de muchos edificios rurales, de formas equivalentes a este antiquisimo alfabeto de origen nórdico, algunos de cuyos símbolos los vemos constantemente labrados en los sillares de numerosos templos, sobre todo, románicos- que va siendo progresivamente invadida por una foresta que quizás reclame privilegios milenarios, una vez retirado el hombre.

No muy lejos de la fuente de agua potable, como indican los guijarros en el suelo, hay una casa de paredes blancas al lado de cuya puerta, blancos también, una mesa de piedra y cuatro banquitos siguen igual a como los ví en mi anterior visita, hace al menos dos años: dispuestos para recibir un mantel sobre el que depositar una bandeja con una tetera y cuatro tazas.

Por encima del altozano, aunque algo más abajo del pequeño cementerio donde los deudos descansan al amparo de la Osa Mayor (2), la iglesia parroquial de San Juan Bautista guarda, de puertas hacia adentro, los enigmas de su arcana construcción. De orígenes románicos, tiene tapiada su galería sur; una galería cuyos capiteles, de excelente labra, en algunos casos similar a otros que se pueden apreciar en templos de provincias vecinas, conservan ocultos mensajes cuya auténtica trascendentalidad hace tiempo que se perdió: la figura enhiesta del gallo, relacionada simbólicamente con el Bautista; los grifos y su desesperante ambigüedad, como el sexo de los ángeles; la influencia oriental plasmada en las dos leonas devorando a su presa, o los motivos foliáceos o de índole netamente vegetal, que nunca faltan en la imaginería románica, recibiendo en conjunto, aunque emparedados, como digo, a los extraños desde la profundidad de su mutismo, sempiternos guardianes de un mundo imaginario que se perdió para siempre en los ríos a veces turbulentos de la Historia.

A pie de carretera, y paralelo al pueblo, un riachuelo deja atrás la ermita de la Virgen de la Vega -cuya titular, entronizada y de pequeñas dimensiones se guarda en la parroquia de San Sebastián, el mártir asaetado, en San Leonardo de Yagüe- alejándose con parsimonia en dirección a Santa María de las Hoyas; la hojarasca y las florecillas depositadas en su superficie hacen que el agua, incansable trazadora de caminos, forme colas de sirena que adquieren una tonalidad plateada en contraste con el sol. Apenas se oye el susurro del agua, e incluso el viento, solidariamente suave, también, apenas es capaz de mecer las hojas de los árboles cercanos.

En ésta ocasión no lo he visto, pero me pregunto si todavía, allá, en la primera casa del pueblo, continúa viviendo un simpático vejete; aquél que en mi anterior visita se presentó como juez retirado de San Leonardo, y que me hizo algunas breves confidencias. Mientras pienso en ello, observando el espejo magnético del río, cual Alicia, a punto de penetrar en otro mundo, un coche se detiene junto a una de las casas, de paredes blancas, que aún mantiene cierto aspecto de estabilidad. De él se apean, no sin cierta dificultad, un matrimonio mayor, su hijo y un cánido que no para de olfatear el aire y mover el rabo de un lado a otro. En menos tiempo del que se tarda en contarlo, marchan paseando carretera adelante, hasta perderse, cual fantasmas heridos por la luz, tras el recodo de la curva.

De vuelta al coche para continuar la marcha, una curiosa frase acude a mi memoria: et in Arcadia ego (3). Cuando me alejo, poco me cuesta interpolar el nombre de Arcadia por el de Arganza. A fin de cuentas, poca diferencia hay entre la misteriosa tumba descubierta por los pastores del cuadro de Poussin y la memoria histórica dormida en Arganza: como la mítica Arcadia, Arganza duerme también su sueño eterno.


(1) Jorge Luis Borges: 'Antología poética', Alianza Editorial, 2ª edición en el Libro de Bolsillo, 1983, página 55.

(2) Quien tenga la ocasión de poder ver el cielo nocturno desde el Cañón y sus alrededores, apreciará que no es ninguna fantasía la visión de ésta emblemática constelación, conocida, también, como el Carro.

(3) Referencia a un cuadro del pintor francés Nicolás Poussin, 'Et in Arcadia ego', conocido, también, como 'Les vergiers d'Arcadie', 'Los pastores de Arcadia'.