martes, 29 de marzo de 2011

Crónicas de un pueblo: retorno a Señuela

'Las villas, aldeas y lugares sorianos cautivan, ante todo, y frecuentemente sin otro señuelo, por sus nombres...'.
[Juan Antonio Gaya Nuño (1)]

Hablar de un pueblo como Señuela, generalmente conlleva la implícita necesidad de hacerlo en pasado, utilizando como recurso, tanto literario como musical, ese deje a nostalgia que tiene todo aquello tradicional y con sabor a Historia. Una Historia, desde luego que, aunque lejana y profunda como el corazón celtíbero de la provincia, no figura en los libros de texto, y por lo tanto, no se enseña en las escuelas; al menos, no en las oficiales, aunque puede que sí, en esa otra, íntima y personal, de fogones para adentro, donde adquiere especial relevancia la transmisión oral entre abuelos y nietos. De su historia conocida, generalmente olvidada entre el polvo de los archivos que por un milagro se han librado de la carcoma, tampoco se han escrito demasiadas letras; ni doradas ni de otro tipo, aunque sí se conocen historias relativas a pleitos, a las campanas de la iglesia, o incluso a la presencia de una comunidad judía, próspera como para ser prestamista -como toda buena comunidad judía que se precie- que reclamaba el débito de sus préstamos ante la previsible inminencia de su expulsión.

Por otra parte, no estaría de más pensar que ésta ingratitud histórica, se deba a que en Señuela, como en muchos otros pequeños entornos rurales de la provincia, no han sobrevivido elementos artísticos de la talla y relevancia de un claustro de San Juan de Duero, de una iglesia de Santo Domingo o, por citar otro ejemplo de mayor consideración, de una catedral como la de El Burgo de Osma, haciendo que su suerte fuera bien distinta.

Tampoco se conocen gestas grandiosas -cidianas, roldanianas o similares-, ni grandiosas batallas -ficticias o reales, como Clavijo, e incluso, apurando, Calatañazor- que se hayan realizado en sus inmediaciones, pero sí se sabe de la presencia de destacados personajes históricos, como Bertrand du Guesclin -comandante de las Compañías Blancas y señor, en tiempos, de Morón, municipio al que pertenece, injustamente, como pedanía- o de la poderosa familia de los López de Mendoza. Incluso se sabe de la presencia de órdenes medievales de caballería, como la de Santiago; y a juzgar por las leyendas y alguna que otra señal, se presiente, así mismo, la presencia de la Orden del Temple. Existe, sin embargo, una curiosa advocación en su iglesia parroquial -de Santo Domingo de Silos- que induce a suponer, quizás, la presencia de monjes silenses, que a modo de colonos evangélicos se establecieron allí en algún periodo poco conocido de su historia. Pero, salvando el detalle de la torre, en cuyo interior se advierten interesantes elementos ornamentales de un posible estilo románico tardío, probablemente gótico, el resto del edificio ha perdido casi toda su apariencia original.

No obstante, son detalles, que en el fondo, y bajo mi punto de vista, no empañan en absoluto otra historia más cercana, humana y personal, que todos deberíamos conocer. Me refiero a ese peculiar modus vivendi, que muchos parecemos haber olvidado, inmersos, como nos encontramos, en el falso eldorado de las grandes capitales, bajo cuya ley de la prisa, la posición, el ocio y el egoísmo, hemos olvidado esa parte que enriquece al espíritu humano, como es el acercamiento entre vecinos, la confianza y la solidaridad. Esa antropología rural, cuyas raíces apenas conocemos, pero que constituye todo un mundo, fascinante y ameno, que merece la pena ser re-descubierto, sobre todo actualmente, en que el hastío y la saturación tienden a poner de relevancia conceptos que, cual mito del eterno retorno de Mircea Eliade, conllevan un intento de regresión a los orígenes, basados no es cuestiones herméticas, sino en aspectos socio-político-culturales como la tranquilidad, la conciliación y la calidad de vida.

Aventurarse a entrar en Señuela, con el beneplácito y la guía de algunos de sus habitantes, es hacerlo otorgándose a sí mismo el genuino y a la vez bendito papel de la ignorancia, teniendo siempre presente que te adentras en un territorio desconocido, es decir, en otro mundo; un mundo, en el que te encuentras la primera señal tradicional en un edificio alargado, de piedra procedente de la cantera de Valdelastainas, con una gran puerta de madera en el centro y dos ventanas enrejadas y pintadas de negro a los lados, situado a escasos metros de la carretera general y separado de la iglesia parroquial por un pequeño terreno cercado y al aire libre: la fragua y el corral.



Recientemente restaurados gracias a los esfuerzos, juesto es decirlo, de la Asociación de Amigos de Señuela -como el resto de edificios emblemáticos, que iremos comentando-, ambos lugares constituían dos de los puntos neurálgicos del pueblo. Y no es para menos, si tenemos en cuenta que la figura del herrero, siempre se ha visto rodeada de una aureola especial de misterio e iniciación, siendo, como era, capaz de dominar el fuego y transmutar y dar forma a los metales. Pero la fragua -construida por los vecinos del pueblo, estando en funcionamiento hasta la industrialización y la llegada de la maquinaria agrícola en los años sesenta- no sólo era el lugar a donde acudían los vecinos a arreglar sus aperos y herramientas, sino que cumplía, también, la función de club social, donde se solucionaban problemas de convivencia, se comentaban las novedades y se refugiaban los vecinos del intenso frío.

Había un vaquero en el pueblo, que se encargaba del cuidado de las mulas y de los bueyes, animales tradicionales que se utilizaban en las faenas del campo. El corral se dividía en dos parcelas separadas: la que lindaba con la iglesia para las mulas, y otra que, lindando con la fragua, alojaba a los bueyes. En una de las piedras que forman el vallado, se aprecia una cruz, indicando el lugar donde se bendecían los animales el día de San Antón, es decir, el 17 de enero.

Obviando la iglesia, los detalles de cuya interesante torre medieval comentaré en una próxima entrada, el siguiente edificio tradicional que nos encontramos -junto con la fragua, reconvertido en pequeño museo- es el horno comunal, igualmente restaurado, que estuvo en funcionamiento hasta mediados del siglo pasado. Funcionaba durante todo el año, y la llave la tenía un vecino cada semana, al que se tenía que pedir la vez para el uso del horno. Generalmente, se amasaba una hornada -equivalente a unas 16 hogazas de pan- por la mañana y otra por la tarde; es decir, unas 32 hogazas de pan al día. Cuando un vecino tenía poco que amasar, se juntaba con otro que tuviera más cantidad, marcándose las hogazas para luego diferenciarlas. En su interior, no deja de resultar una visión netamente romántica contemplar los diferentes utensilios, incluídos los trajes típicos, y no se puede evitar que a uno se le haga la boca agua, simplemente atisbando la profundidad del horno y pensando en los ricos asados que podrían hacerse en él. Llega un momento, incluso, en que de forma ensoñadora, se puede imaginar ese olor tan especial del pan recién hecho.

Las antiguas escuelas, igualmente rehabilitadas, albergan en la actualidad el Centro Social de Señuela. En la planta superior, estaba la casa del maestro, cuyo fogón me trajo recuerdos -he de admitirlo- de una niñez en la que yo también conocí un fogón similar, alimentado con leña y carbón, que proporcionaba un calor confortable, con típico, entrañable sabor a Hogar.

En las afueras del pueblo, junto a los campos de cultivo y algún pequeño huerto particular, se localiza el pozo, de unos 15 metros de profundidad, y el lavadero al aire libre, en el que llaman la atención, sin duda, las pilas, realizadas en bloques individuales de piedra. Alguna tiene el aspecto de haber sido, probablemente, un reaprovechamiento medieval.

Un poco más arriba, se asciende hacia el pueblo. Es entonces cuando se tiene la visión real de que éste se asienta sobre un promontorio rocoso; son sus milenarios cimientos. Aprovechando los huecos existententes en la dura roca, se encuentra alguna antigua pocilga e incluso alguna bodeguilla. Pero, en mi opinión, el edificio que más me impresionó, por su impactante implicación histórica, fue un pequeño refugio que, algo separado del promontorio de roca, es conocido como la Pobrera.

La Pobrera conlleva una lección humana, que creo que todos deberíamos conocer, posiblemente para valorar aún más el haber tenido la suerte de vivir en unos tiempos menos duros, en los que se nos ha llenado la boca con la frase del estado del bienestar. Olvidamos que antiguamente, muchos transeúntes que no tenían ni un mendrugo que llevarse a la boca, acudían mendigando por los pueblos. Parece ser que, por costumbre, le tocaba a algún vecino -al que se denominaba vecino de reo- bajo la supervisión del alguacil, proporcionar alimento y alojamiento al mendigo en cuestión. Para solucionar este problema, se decidió habilitar un lugar en Señuela en el que éstos pudieran hallar refugio y descansar, para después continuar su camino. Algunos de estos transeúntes no eran sólo mendigos, sino también quintos que regresaban a casa sin un céntimo en los bolsillos. El habitáculo disponía de chimenea, para que pudieran cocinar y calentarse, e incluía un catre de paja.

En la otra parte de la carretera comarcal, allí donde se divisan algunos molinos eólicos que hubieran hecho furor en la imaginación caballeresca de Don Quijote, y también un trecho de la flamante Autovía de Navarra, se encuentra la fuente del pueblo, cuya carcasa de piedra data del año 1875, según figura en una inscripción. Continuando por un camino rural, a la izquierda se divisa un curioso promontorio rocoso, al que se denomina Limillán. Aunque aparentemente nada induce a suponerlo, se piensa que allí pudo existir un antiguo poblado. A la derecha, una vez dejadas atras unas ruinas, se aprecia la estación base de telefonía móvil, que la compañía Amena Retevisión tuvo que retirar, pues en un principio la había instalado en una parcela de titularidad privada, careciendo de licencia, de permiso de actividades clasificadas y sin haber sido publicado en el Boletín oficial de la provincia.

El punto Geodésico, se encuentra a escasos metros de distancia. Junto a él, algunas piedras a las que se denomina el Salegar. Como su nombre indica, es el lugar donde se deposita sal para ser lamida por el ganado. Esta acción, ha provocado un curioso desgaste en muchas de las piedras que, cuando lo vi, me recordaron el desgaste de aquéllos otros escalones traseros, de acceso al camarín de la pequeñísima Virgen del Pilar, muy apreciada también aquí, en la provincia, producido por el arrodillamiento de miles y miles de personas a lo largo de los siglos. La sal que se deposita aquí, atrae también a numerosos animales salvajes; por lo que no es raro ver incluso alguna manada de ciervos rondando por el lugar.

Un dato curioso, es aquél que pude comprobar, relativo a los animales de compañía: en Señuela no hay perros, los amos indiscutibles son los gatos, y al ser comunitarios, son responsabilidad de todos los vecinos.

He aquí, sin duda, un lugar interesante de conocer. Un lugar que parece alejarse, felizmente, del siniestro destino de despoblación que asola a muchos de los pueblos de la provincia. Y en éste caso, tenemos un buen ejemplo en la iniciativa de un grupo de personas que, orgullosas de sus raíces, no escatiman esfuerzo alguno por recuperar un pasado, manteniendo vigente un presente y un futuro: la Asociación Sociocultural de Señuela.


(1) Juan Antonio Gaya Nuño: 'El Santero de San Saturio', Editorial Espasa Calpe.