jueves, 24 de mayo de 2007

La leyenda de San Baudelio


Las calendas del año mil no sólo dieron pie a un mundo de temores, de horribles presagios y oscuros cabalismos. También alumbraron signos de esperanza que, como en el relato que aquí se narra, mostraban las señales que podían orientar la búsqueda del paraíso perdido, la tierra de promisión que solo los hombres justos y virtuosos, unidos de nuevo, lograrían ver.

La historia que aquí se relata comienza en la noche en que un vértigo de estrellas despertó a los jóvenes Ismael y Omar mientras dormitaban en sus propios lugares bajo la sombra de una palmera protectora. El uno, a la orilla del Mediterráneo; el otro, en uno de esos mares de arena que inundan las lejanas tierras de Sahel.

Un extraño resplandor fue iluminando sus espíritus y sus pupilas, como anuncio del mensaje que el Alto Emisario les transmitía desde el cielo. Omar e Ismael -musulmán el uno, cristiano el otro- habían sido elegidos, por su pureza de corazón, para vivir un reencuentro solidario en un escenario muy alejado del que entonces se encontraban.
Ismael iba a ser el visionario guardián del Santo Grial, que encontraría en Montsalvacht, un lugar mítico de la geografía de la antigua Hispania.
Omar sería el guardián del Kausar, la fuente o selsebil del paraíso mahometano donde nacen todos los ríos. De él brotaba el agua purificadora y curativa para todas las dolencias del espíritu humano.
Aquél resplandor azulado que les deslumbró e iluminó a un tiempo invitaba a seguir un camino iniciático, tal vez un laberinto en el que perderse para al final poder encontrarse a sí mismos y comprender además el verdadero sentido de las cosas y de la vida.
Perseguidos por Azrael -el ángel de la muerte en la cultura islámica, y uno de los ángeles malditos de la corte de Lucifer en la cristiana-, Omar e Ismael transitaron por desiertos y valles, cordilleras y páramos, hasta arribar a las tierras de San Baudelio, un paraje mítico y de leyenda, en el que desde antiguo asentó la tradición del lugar.
Allí encontraron refugio y acomodo en la gruta habitada por un anciano eremita seguidor de las enseñanzas del mártir Baudelio. Depositario y símbolo de una sabiduría secular, el viejo anacoreta explicó a los jóvenes el sentido del viaje que habían emprendido. En aquel paraje solitario, alejado de las guerras y las pestes, Omar e Ismael se encontraban para edificar, bajo el símbolo de la piedra cúbica, un templo que iba a albergar, en una especie de mestizaje espiritual y estético, el alma y la esencia de sus culturas.
Al abrigo de las palabras del anciano ermitaño, los dos jóvenes se dispusieron, primero, a relatar su viaje como aventura.
Omar narró cómo un día que caminaba por el desierto, fatigado y exhausto, vio, en medio de su ilimitada y muda extensión, una ciudad de espléndida belleza. Llegado a ella, atravesó las enormes puertas que la ocultaban, y entre el silencio de sus palacios y jardines encontró a un derviche que le contó donde se hallaba: en la ciudad de Irem, réplica del paraíso celestial de Allah, edificada por Sheddad, bisnieto de Noé. Aquélla estancia sólo ofrecía su grandeza y sus mejores frutos a los caminantes escogidos. El derviche, especie de monje musulmán, le anunció saludables augurios.
- Eres un peregrino del amor en busca de las huellas del destino de las gentes de tu pueblo. Tu misión es aunar, en estos tiempos de luchas fratricidas y de desdichas, el espíritu de las culturas ahora enfrentadas.
- Siguiendo la senda que las estrellas irán abriendo a tu paso para tí, llegarás a una tierra fronteriza, iluminada por un íntimo esplendor, donde encontrarás a tu hermano. En este rincón exótico, liberado ya de las luchas por su dominio, construiréis los dos el templo de la unidad y la convivencia de todas las almas de buena voluntad.
Antes de abandonar la ciudad, el derviche entregó a Omar un báculo de madera labrado con jeroglíficos que parecían incrustaciones de marfil. La lectura, el descifrado de este báculo, guiaría al caminante en su viaje y le proporcionaría las claves para encontrar al fin la fuente de la vida o selsebil, el Kausar que debía buscar y custodiar.
Ismael, por su parte, relató, lleno de emoción, cómo el espíritu de Titurel, el primer guardián del Grial, le siguió por los bosques y ciudades encantadas que fue encontrando en su camino. También recordó cómo una noche vio un castillo de grandes dimensiones, al que fue invitado a entrar en silencio por Titurel.
Al modo de un viajero errante, situado casi fuera de la existencia del tiempo, Ismael paseó entre sus estancias bajo la sensación de que iba robando salas a un laberinto, que le condujo al fin al salón en el que doce guerreros errantes custodiaban un extraño tabernáculo con forma de rosacruz, de cuyo interior brotaban misteriosos resplandores. Ante aquella contemplación del Grial, el joven sintió cómo se calmaban, una a una, todas sus heridas y cómo se apaciguaban sus angustias. Liberado ya de los enigmas del camino, comprendió ahora el significado de las crípticas grafías que decoraban la copa y se vio sumido como en un río de aguas serenas e invisibles.
Aquellas escrituras le indicaron la clave para seguir la estela de Montsalvacht hasta los espacios de una tierra mítica, en la que se encontraría con un alma gemela, con la que sintonizaría para construir un templo común, una especie de santuario erigido a la memoria de Dios por los hombres de todas las culturas.
Extrañado, sin palabras, el anciano ermitaño escuchaba. Omar e Ismael observaron que su rostro se iba transfigurando. En aquella vivencia casi mágica, los jóvenes volvieron a entrever los rostros del Alto Emisario, del derviche, de Titurel y de los doce guardianes del castillo. En su faz se marcaban los signos de los tiempos de intolerancia, las huellas de su herencia de dolor. Pero también surgían en ella gestos de sabiduría y de bondad, las marcas que invitaban de nuevo el reencuentro con la primigenia unidad y al feliz mestizaje.
Lograda la paz por tan maravillosa metamorfosis del espíritu, a Ismael le pareció ver suspendido en el aire, como sujeto por manos invisibles, el Santo Grial, mientras Omar oía cantar en el corazón del manantial al muecín de Allah. Ambos, hermanados ya en el Camino y en la Enseñanza, acordaron construir juntos un templo donde albergar la Copa y donde guarecer la voz del alma de Allah. Y así lo hicieron.
El viejo eremita, depositario de la Sabiduría, les mostró, desde su silencio estelar, las tablas portadoras de la ley de Yahvé y de la ley de Allah, que tomaron la forma de un libro con signos y jeroglíficos impresos que giraban en un movimiento espiral como si rotaran con su mensaje por el torbellino de los siglos.
Así había sido ofrendado el libro de la Sabiduría por los sacerdotes del templo de Eleusis a Salomón y a los constructores de las pirámides. Aquél texto también llegó a manos de los monjes tibetanos y de los indios precolombinos, y hasta llegó a formar parte de la biblioteca de Shambala, la mítica ciudad de los dioses. Al Mamun, califa de Bagdad, había edificado para acoger este libro la mayor biblioteca del saber antiguo que existiera en el mundo conocido desde la de Alejandría, la Bayt-al-Hikma o Casa de la Sabiduría.
En aquella biblioteca aprendió el anciano ermitaño de San Baudelio la geografía de los cuerpos celestes y la geometría áurea de la arquitectura de los templos, conforme a la cual tenía que ser erigida la nueva iglesia en un lugar de las tierras de Berlanga batido por todos los vientos y abierto a todas las culturas.
El templo se construyó con dos cubos. La forma cúbica simbolizaba la perfección y firmeza de toda obra cuadrada. Como eje central que diera soporte, orden y belleza a la bóveda se eligió la palmera. Ella había sido el árbol que cuidó el sueño de Omar y de Ismael durante la noche de la revelación. De apariencia delicada y frágil, la palmera pudo sobrevivir durante milenios en los desiertos, y ni el Sigmund, el espíritu del viento cautivo en los arenales, pudo derribarla. Entre los cristianos, la palmera fue el árbol sagrado y paradisíaco que puede dar cobijo a un oasis interior, y también la planta por la que ascendían los justos hacia la cima del espíritu y la gloria.
Concluida la Gran Obra, el Grial descendió, custodiado por los héroes del Kausar, hasta la pequeña linterna que los dos jóvenes arquitectos habían colocado entre las nervaduras de la palmera. En ese mismo instante, un torrente de luz inundó toda la estancia del templo, bañando con brillo las figuras de Ismael, de Omar y del hospitalario anciano. Un éxtasis colectivo desmintió así la vieja leyenda que aseguraba que sólo los cristianos podían llegar a ver el brillo del Grial. Al tiempo, las huríes, mujeres del paraíso islámico, cantaron bellísimos himnos, que todos escucharon también, negando así la tradición que decía que sólo los grandes guerreros musulmanes podían oírlas.
Desde entonces, los puros de corazón que visitan San Baudelio, o los que bajo la palmera sienten la emoción de vivir con la protección del Gran Arquitecto del Universo, intuyen el misterio que encierra la cámara sagrada y escuchan el eco de la voz del muecín de Allah que llega desde el corazón del manantial.
Nada más se sabe de Omar y de Ismael, porque nunca se ha de revelar el nombre y condición de los guardianes del misterio. Nadie debe preguntar por su país de origen, ni por el viaje que siguieron después de aquella iniciación a la vida en común. Después de todo, sólo importa saber que todos amanecemos bajo el mismo sol y somos acunados en la noche por el mismo vértigo de las estrellas. Así lo recoge el Rubaiyat, y así se lo dijo también Tristán a Isolda cuando le preguntó por su nombre y por su origen.
Transcripción íntegra del libro 'San Baudelio de Berlanga, guía y complementos', Agustín Escolano Benito, Necodisne Ediciones, 3ª Edición, 20 de Mayo de 2003, festividad de San Baudelio.

Romance del Duero


Río Duero, río Duero,

nadie a acompañarte baja;

nadie se detiene a oir

tu eterna estrofa de agua.


Indiferente o cobarde,

la ciudad vuelve la espalda.

No quiere ver en tu espejo

su muralla desdentada.


Tú, viejo Duero, sonríes

entre tus barbas de plata,

moliendo con tus romances

las cosechas mal logradas.


Y entre los santos de piedra

y los álamos de magia

pasas llevando en tus ondas

palabras de amor, palabras.


Quién pudiera como tú,

a la vez quieto y en marcha,

cantar siempre el mismo verso

pero con distinta agua.


Río Duero, río Duero,

nadie a estar contigo baja,

ya nadie quiere atender

tu eterna estrofa olvidada,


sino los enamorados

que preguntan por sus almas

y siembran en tus espumas

palabras de amor, palabras.


Gerardo Diego, 1922

miércoles, 23 de mayo de 2007

En Medinaceli lo encontré

CAMPOS DE SORIA
Más si trepáis a un cerro y véis el campo
desde los picos donde habita el águila,
son tornasoles de carmín y acero,
llanos plomizos, lomas plateadas
circuídos por montes de violeta
con las cumbres de nieve sonrosada.
Antonio Machado

¿Hace falta algún comentario?

Museo Antropológico de Ambrona


No muy lejos de Medinaceli, en dirección a Miño de Medinaceli y Barahona -pueblo famoso por la caza de brujas practicada en tiempos por la temible Inquisición- el pueblo de Ambrona custodia entre sus cerros -el valle del Mansegal, un afluente del río Jalón que nace en el pueblo- restos de un pasado prehistórico que, por circunstancias del destino o simplemente porque la tierra estaba cansada de conservarlo en secreto, se abre al mundo para hacernos ver -supongo-, la vanidad de lo que en el fondo somos y y el destino sedentario de lo que algún día nos convertiremos.
Lejos de dejarse amedrentar por la terrible bestia que aguarda solitaria en un punto determinado del camino, el visitante ha de pasar por su lado como si lo hiciera al lado de un perrillo faldero, aunque ésta, por timidez, no se acercará a lamerle la mano. Segundos después, tras tomar la curva en la que se esconde una pendiente no demasiado pronunciada, apenas tendrá dificultad alguna en vislumbrar una casona de estilo moderno, pintada del color de la yema de un huevo, sobre cuya pared principal, es de suponer que esperando el traqueteo del camión que ha de venir a liberarlo de su indigesta carga, descansa un contenedor verde destinado al depósito de basura. Junto a él, aunque situado más hacia la esquina, un cartel de color rojo y blanco le informará, oportunamente, de que se encuentra en el Museo Antropológico de Ambrona; de los horarios, y también -es de vital importancia no olvidarlo- de que los lunes y los martes permanece cerrado a cal y canto.
Los madrugadores, aquellos que lleguen antes de las 10 de la mañana y se encuentren la puerta cerrada, pueden dar un paseo por los alrededores, y acercándose hasta donde se encuentra la 'bestia', leer un cartel explicativo, en el que -poco más o menos- dice que el elefante de Ambrona podía llegar a medir hasta 4,5 metros de altura; pesar hasta 8 toneladas; consumir en torno a 150 litros de agua y 200 kilos de comida diaria. Que eran animales que antiguamente habitaban junto a una gran charca, donde, en tiempos de sequía, morían en masa. Razón ésta por la que, al haberse encontrado restos de hachas y otros utensilios, se supone que el Homo Heidelbergensis merodeaba por los alrededores -como el buitre a la carroña- dándose estupendos festines con su abundante carne.
Después, y puntual como un antiguo sereno, el guarda llegará, levantando polvo y piedrecillas del camino a su paso, y abriendo la puerta con gesto soñoliento, dejará que el visitante recorra a su antojo la media docena de vitrinas, donde -si no me falla la memoria- podrá observar vértebras, colmillos y mandíbulas de elephas antiquus; escúpulas (omóplatos) y fragmentos de huesos largos; costillas, así como piezas líticas, restos de bóvidos y de cérvidos, y también, una réplica a tamaño natural, de una cría de elefante junto a dos estremecedores colmillos.
Una vez contemplado esto, en realidad, poco más se puede añadir de lo mucho que, en mi opinión, se podría hacer en Ambrona; como, por ejemplo, ampliar las excavaciones o hacer un parque temático de interés, sin menosprecio, por supuesto, del medioambiente. Pero claro, es sólo una opinión. Y como todos sabemos, las opiniones son gratuítas.
Datos de interés
Yacimiento Museo Arqueológico de Ambrona
Carretera Torralba - Miño de Medinaceli, Km 3,1
42230 Ambrona - Soria
Tel.: 975.22.13.97 y 975.22.14.28

martes, 22 de mayo de 2007

Castillo medieval de Berlanga de Duero



Allí, orgulloso sobre la colina, solitario e inconmensurable en la solidez de sus piedras, el castillo de Berlanga de Duero duerme su sueño de siglos con la vista siempre fija sobre el pueblo, conocedor de que las murallas -sus eternas, imaginarias cuarteleras- velan en silencio un descanso que a veces se torna olvido y otras, simple y llanamente, admiración de todo aquél que, haciendo un alto en su camino, se permita el lujo de contemplarlo durante unos minutos.
La torre de una de sus caras -precisamente aquella que más cerca del centro del pueblo se encuentra- custodia, con celo mal disimulado, el Rollo gótico o Picota que, construído a finales del siglo XV, indica que la villa tenía su propia jurisdicción, y servía, también, como lugar donde se aplicaba el castigo a los reos.
Algunos metros más allá de la Picota, y haciendo un completo honor a su nombre, se halla la ermita gótica de Nuestra Señora de la Soledad, que sustituye -probablemente- según reza un cartel, a una de las múltiples parroquias de origen románico que tenía la villa y que fueron derruidas al edificar la Colegiata. Su único adorno en el exterior es el escudo -de colores amortiguados por el devenir del viento y la lluvia- de los Tovar, señores de Berlanga, sirviendo su interior -de origen renacentista, al parecer, pues cuando estuve, estaba cerrada a cal y canto- como lugar de depósito de los pasos de Semana Santa.
De las inmediaciones, poco después de dejar atrás el Cuartel de la Guardia Civil, parte el camino que lleva a las ruinas romanas de Tiermes o Termes. Pero las peripecias de esa aventura, forman parte de otra historia, de la que hablaré más adelante.

lunes, 21 de mayo de 2007

Ermita de San Saturio (s.XVII)





Ubicada sobre la que en tiempos fuera la ermita de San Miguel de la Peña -nótese la semejanza fonética con el impresionante monasterio de San Juan de la Peña, en Jaca, depositario en tiempos del Santo Grial, que hoy día se custodia en la catedral de Valencia- sería una auténtica aberración por mi parte hablar de Soria, su comarca, sus lugares, leyendas y misterios, sin dedicarle un comentario especial a la ermita barroca de San Saturio, su santo Patrón. Aseveran las crónicas que Saturio -nótese la similitud del nombre con Saturno, dios del inframundo, como ha dejado de manifiesto en numerosas ocasiones Angel Almazán de Gracia, incansable investigador del pasado soriano-, un noble godo nacido en Soria en el año 493, decidió, a la edad aproximada de cuarenta años, repartir todos sus bienes entre los pobres, retirándose -cito textualmente las palabras de Francisco Aldea Chacobo, canónigo de la Concatedral de San Pedro- 'a la inhóspita soledad de ermitaño cerca del río Duero'.

Es muy posible que el visitante que acuda por primera vez a visitar la ermita, apenas se detenga un momento a meditar cómo sería el entorno en esa época nebulosa en la que el noble Saturio -sin duda hastiado de batallas, de cortejos galantes y de indigestos festines logrados a costa de las piezas que sólo los nobles tenían derecho a cazar- decidió echárselo todo al coleto y buscar a Dios, eligiendo una vida de privaciones, retiro y completa soledad.

Pero es seguro que si lo hace, dejando que su imaginación se una con libertad y sin tapujos al 'espíritu universal' del lugar, puede que alcance a descubrir que -si no fuera por el asfalto del camino, algunas farolas y los puentes de hierro tendidos sobre el Duero- llegue a la honesta conclusión de que el sitio apenas se diferencia de aquél otro que acogió al hastiado godo en su seno, revelándole, con el tiempo, todos sus secretos.

Acceder a la ermita desde la cueva sobre la que se asienta -el buen observador puede descubrir en el primer tramo de roca una indescifrable inscripción y una fecha, 1936, de infausto recuerdo en la memoria del país- puede parecer, comparativamente hablando, el viaje que tiene que realizar el feto para abrirse camino hacia la vida. En efecto, como si del útero materno se tratase, el visitante va dejando atrás numerosas etapas hasta acceder -salir- de nuevo a la luz.

No resulta descabellado, pues, decir que el interior de la ermita de San Saturio es un mundo extraño, repleto de claroscuros, de sombras chinescas que apenas logra doblegar la electricidad, y que en un momento dado, pueden jugar con la imaginación del espectador, manejándola a su antojo.

Una vez dejada atrás la hermosa vidriera que representa a San Saturio con su discípulo Prudencio -según la tradición, había viajado éste desde Armentia para ponerse a disposición del maestro, llegando, con el tiempo, a convertirse en obispo de Tarazona- la Sala Cabildo de los Heros recibe al visitante con una efigie del santo colocada en el lugar de honor. No resulta difícil descubrir, tampoco, en las paredes, al igual que en las cortezas de los chopos que cantara Machado -'el maestro que siempre aprobaba'-, 'grabadas iniciales que son nombres, cifras que son fechas', pues son numerosos los enamorados que acuden a solicitar las favores del Santo, siendo bueno cualquier lugar para dejar testimonio de su visita.

No ha de sorprender, tampoco, que una vez dejado atrás éste singular Cabildo -que en tiempos constituía un lugar de reunión, donde se ponían de manifiesto las cuestiones relativas a la comunidad- y apenas ascendidos media docena de escalones, una Dama solitaria que permanece inalterable detrás de la reja como si fuera una princesa mora prisionera, recuerda al visitante el nombre del monte sobre el que está erigido la ermita.

En efecto, la figura de Santa Ana -madre de la Virgen- sorprende al espectador por el carácter oscuro de su piel. Sin embargo, y para decepción de muchos -entre ellos, el que esto suscribe- no se trata de una misteriosa Virgen Negra como la 'Moreneta' de Montserrat, figuras basadas, según algunas interpretaciones, en la Diosa Madre o en Isis.

El color de la piel de nuestra Santa Ana no revela nada enigmático -a excepción, en lo que a la figura en sí se refiere, que se ignora quién fue el autor y de qué época data-, sino que adquirió dicha tonalidad a consecuencia de un desafortunado incendio.

Ascendido el último escalón de la presente etapa, se accede a un pequeño altar de piedra flanqueado a la izquierda por una figurita del arcángel San Miguel en actitud belicosa doblegando al Diablo, y a la derecha, por la losa sepulcral -grabada en caracteres latinos- que en tiempos albergó los restos del santo.



domingo, 20 de mayo de 2007

Ermita de la Virgen de la Santa Cruz (aprox. s.XII)



Si alguien busca un lugar en el que detenerse durante un buen rato para ejercer su derecho individual a dejar vagar su imaginación y abstraerse, liberándose, de paso, de un buen número de toxinas, problemas y rutinas cotidianas, le recomiendo que se acerque hasta el pueblo de Miño de Medinaceli. Una vez allí, no tendrá ningún problema en encontrar un cartel que indica que en esa dirección, a una distancia aproximada de 7 kilómetros, está el pueblo de Conquezuela. Para ser sincero, he de confesar que no llegué hasta dicho pueblo. Y no lo hice, porque mi objetivo -la Cueva de la Santa Cruz- se encontraba a unos 3 kilómetros y medio antes de llegar.
Recuerdo que hace algún tiempo -mientras esperábamos a la grúa, después de quedarnos tirados camino de Alicante- un amigo me comentó jocoso: 'Tranquilo, chico: ¡la aventura es la aventura!'. Apenas tenía datos sobre este lugar, y no fue, sino por casualidad, 'buceando por la red' -es mucho mejor que hacerlo en el mar, sobre todo cuando no se sabe nadar muy bien, aunque sí guardar la ropa- como descubrí una página con ciertos datos que, además de llamarme poderosamente la atención, consiguieron que me decidiera a hacer de la aventura una aventura, propiamente hablando. Agradezco, por tanto, la información y añado a continuación la dirección de la página, por si alguien está interesado en recabar más datos:
http: //www.mundofree.com/origenes/guia/castillayleon/castillaleon.htm
La cuestión es, que como Quijote aventurero -que para eso España ha dado al mundo multitud de personajes universales-, ni corto ni perezoso, decidí comprobar con mis propios ojos aquello que tan oportunamente otros habían descrito en Internet, pretendiendo, a la vez, aportar un pequeño granito de arena del que poder sentirme satisfecho, si también servía de interés para alguien.
Conviene advertir, que si se viaja en solitario, no estaría de más llevar colgado del cuello un buen amuleto o, en su defecto, asegurarse del estado de la batería y el crédito del teléfono móvil antes de partir, pues la aventura exige atravesar carreteras comarcales tan solitarias, que frente a cualquier emergencia, a uno se le pondrían los pelos de punta a la hora de conseguir ayuda si se quedara por allí tirado. Y es que apenas te cruzas con nadie en kilómetros a la redonda -fijáos bien, digo kilómetros- mientras el paisaje, en algunas zonas, se vuelve más abrupto y desolador.
Una buena música ayuda, y mucho, aunque en éste sentido prefiero no 'mojarme', pues es de suponer que cada uno la sienta a su manera y habrá música que unos detesten y a otros les encante; que a unos motive y a otros levante dolor de cabeza. De manera, que este tema podemos dejarlo tal cuál, y que cada uno recurra a él a su gusto y discreción.
Siendo la provincia de Soria una tierra de muchos y variados contrastes, cuando inicié la aventura no me extrañó en absoluto comprobar que la primavera había explosionado como una supernova, dotando al paisaje de color y de alegría. Color y alegría, más espectacular, aún, si cabe, con los promontorios rocosos que comenzaban a divisarse a medida que el vehículo iba restándole más y más metros a la carretera.
Por la humedad que se adivinaba en el ambiente, así como por los charcos del camino -ya había tenido ocasión de comprobarlo, cuando me detuve a desayunar y repostar en Medinaceli- la madrugada había cubierto la zona con un manto de agua, estando la hierba alta, fresca y supongo que exquisitamente jugosa para el ganado ovino, con cuyos rebaños me cruzaba de vez en cuando, pues no hay que olvidar que me encontraba en las cercanías de la Cañada Real Galiana.
Es más que posible que la soledad, en ocasiones, juegue malas pasadas transmitiendo multitud de conceptos ambigüos al cerebro, y que éste, a la vez, se defienda haciendo que la vista perciba cosas que en realidad no existen. No resulta imposible, tampoco, que el que esto suscribe dejara en el maletero, junto al abrigo -una recomendación: nunca os fiéis del tiempo en Soria-, la piel de lobo que habitualmente le caracteriza, y dejando aflorar por unos minutos la ilusión de ese niño que todavía conservamos -supongo que todos- en donde quiera que se encuentre camuflado entre la maraña de piel y huesos que en el fondo somos, pretendiera ver rostros legendarios esculpidos en la piedra. No es ninguna chorrada, os lo aseguro. Hace poco leí por encima en un periódico, que cientifícos estadounidenses estaban estudiando qué mecanismo interior del cerebro humano distorniona la realidad, haciendo que algunas personas crean ver rostros en las nubes o incluso la cara de Jesucristo -no es broma- en el lomo de una pata de jamón serrano.
Distorsión o no, doy fe de que por un momento -algo mayor, por fortuna, que el tiempo de vida de una cerilla al ser prendida- tuve la sensación de que esas rocas -eternas, impasibles y obstinadamente mudas- adquirían, a medida que fijaba mi vista en ellas, rostros más o menos humanos, que me devolvían la mirada desde la insoslayable realidad de una indestructible concentración de átomos, víctimas, quizás, de una milenaria maldición, como así atestiguan varias leyendas que circulan libremente entre las gentes de esos pueblos de Dios.
Porque no hay que olvidar -y este es un dato muy importante- que me encontraba en una tierra que durante siglos había sido frontera entre los reinos cristianos del norte de la Península y el invasor árabe; una tierra, forjada en el fragor de mil batallas y en la que todavía es posible encontrar variedad de cuentos que hablan de tesoros abandonados por estos frente al empuje arrollador de los reinos cristianos en plena expansión.
Lejos de encontrarme con ningún tesoro que aliviara mis carencias a fin de mes y me asegurara el porvenir -que es, en definitiva, con lo que todos soñamos, influídos por el mundo eminentemente materialista en el que vivimos- sí me encontré con un lugar extraño, curioso y enigmático sobre el que hacerse multitud de preguntas.
Como es natural, la ermita estaba cerrada, de manera que no puedo hablar acerca del interior, aunque sí sé que se celebra una romería en el mes de agosto que puede ser, a mi juicio, lo suficientemente interesante como para dejarse caer por allí.
La cueva, de origen prehistórico, parece ser que albergó un culto a la Diosa Madre, siendo posteriormente cristianizada, como demuestra la ermita (siglo XVIII) erigida enfrente, así como el arco de estilo románico que corona la entrada.
En época de lluvia, una cascada cae hasta hacer rebosar una roca en forma de pila bautismal -ignoro si artificial, aunque no me dio esa impresión- situada un poco por encima del suelo. La gruta, que se va estrechando como un embudo a medida que se entra ella, hace poco menos que imposible una exploración más rigurosa.
Es cierto que existen grafitos en las paredes, aunque hay un símbolo rúnico -perfectamente visible en el lado derecho, junto a la entrada- que me llamó poderosamente la atención, porque aquél símbolo trajo inmediatamente a mi memoria la runa que utilizaba como escudo la 8ª División de Montaña de las SS alemanas, 'Prinz Eugen'.