De Cerbón a Magaña, habrá
escasamente una quincena de kilómetros de distancia, tal vez menos, continuando
una ruta no en vano denominada de los
Torreones, como evidencia la pequeña población de Trébago –en la
distancia, han quedado otras como Aldealpozo-, que se encuentra algunos
kilómetros antes, pero donde todavía se puede admirar el torreón, anexo a la
parroquial, que está considerado como el más septentrional de los que se
localizan en la zona, y que antiguamente estaba comunicado visualmente con los
de Matalebreras y Montenegro de Ágreda. Asociado a Trébago y a su torreón, el
viajero podrá escuchar, además, una de las muchas leyendas tradicionales que
circulan por estas paraméricas tierras repletas de incógnitas y de misterio,
que tanto y tan bien surtieron de feroces guerreros pelendones los orgullosos focos
de resistencia numantinos: la de la mora
encantada. Una leyenda, en cuya épica historia, algunas fuentes pretenden
situar el origen de la ermita de la Virgen de un río cuyo nombre, Manzano, ya debería llamarnos la
atención por la formidable carga simbólica que arrastra. Dejándonos llevar, no
obstante, más adelante, pronto veremos, encaramado en lo más alto del pueblo,
uno de los formidables recintos militares, desde cuyas históricas almenas moros
y cristianos controlaban los pasos de acceso hacia el interior de la sierra y
las tierras aún más altas, siendo uno de los núcleos de población más
importantes San Pedro Manrique, población famosa por su espectacular paso del
fuego, así como por la supervivencia, en sus Móndidas, del mito medieval del
tributo de las cien doncellas, que se remonta a los tiempos del rey Mauregato y
las primeras monarquías asturianas: el castillo de Magaña.
Si bien es cierto
que la iglesia de Magaña, dedicada a la figura de San Martín, hunde sus
primitivos cimientos en los idus tempranos y más que tenebrosos del siglo XII,
su aspecto actual dista mucho de recordarnos el verdadero templo que fue en
aquellos tiempos. Y no obstante el detalle, aún mantiene, siquiera sea en las
numerosas estelas sepulcrales reutilizadas como vulgar mampostería en
diferentes lugares de sus muros, recuerdos o alusiones a esa época oscura, sí,
pero también rica en matices históricos, en leyendas y en tradiciones. Es por
ello que tal vez, si nos atrevemos a examinarla, aunque someramente, pero con una
visión global de su conjunto histórico-artístico, sin importar estilos ni
edades, observemos, después de todo, y en sus diferentes objetos, elementos de
una herencia cultural que, a la postre y a pesar de su grado de deterioro, no
están exentos de interés. Buena parte de ellos, se encuentran recogidos en su
Retablo Mayor. Un Retablo Mayor, también es cierto, que falto de rehabilitación
y deslucido en muchos de los cuadros que lo componen, debió de ser
generosamente excepcional en sus orígenes, y en el que, a poco que el
observador se fije, descubrirá detalles cuando menos interesantes. Sobre todo,
si éste dirige su atención hacia el pie del referido retablo, y la fija en esas
pequeñas, deslucidas y agrietadas representaciones testamentarias, entre otras
consideraciones, tomando nota del singular simbolismo que contienen. Quizás por
su rareza, destaque aquella que hace referencia, de una manera muy poco conocida y con
escasísimas representaciones, por su gnosticismo, a la siempre fascinante
figura del Evangelista, mostrándolo con la pluma en la mano, escribiendo
probablemente su Apocalipsis, pero a
la vez, rememorando esa versión gnóstica o heterodoxa a la que aludía
anteriormente, recogida, entre otros, por Tertuliano, uno de los primeros Padres de la Iglesia y referida al
supuesto martirio sufrido por éste durante el reinado de Domiciano, acaecido
entre los años 81 y 96 después de Cristo. Según esta versión de los últimos
días del Evangelista, Juan fue capturado durante la persecución de los
cristianos y sometido a tortura. Considerada generalmente como una leyenda, se
cuenta que durante su cautiverio, fue enviado a Roma cargado de cadenas –que no
sólo las arrebatadas al Miramamolín en la batalla de las Navas de Tolosa y
actualmente conservadas en la Colegiata de Roncesvalles fueron importantes y
simbólicas- y ante la Puerta Latina, sobrevivió milagrosamente cuando lo
sumergieron en un caldero -¿alusión, también, a la tradición celta?- con aceite
hirviendo. No muy lejos de éste, y también manteniendo un sobresaliente interés
en cuanto a simbolismo, un Árbol de la
Vida o Árbol de Jesé se muestra
coronado por la figura de la Virgen con el Niño en el regazo –habría que
suponer, que la figura femenina que se observa al pie del árbol, es Eva- mostrando
en sus ramas –con ramas en lugar de capítulos se desarrolla también el
medieval Perlesvaus o el Alto Libro del
Graal-, además, a diferentes personajes del Linaje Divino, y nunca mejor
dicho. Hay otra escena, así mismo, que nos muestra a Cristo en el Huerto de los
Olivos, aceptando el Cáliz Amargo y la Cruz del Martirio ofrecidos por un
ángel. Pero otro detalle sorprendente, es observar que en la parte más alta del
Retablo, aquélla generalmente ocupada por alguna de las figuras que componen la
Santa Trinidad –cuando no por las tres, o más común todavía, el Padre y el Hijo
coronando a la Virgen- o cuando menos, por el santo o la santa titular de la
parroquia, un cuadro igualmente deslucido por el polvo y el tiempo, nos ofrece
la visión de otra figura de rico simbolismo –a la que no pocos autores
identifican con la de Magdala,
interprételo quien quiera y como quiera- célebre Patrona, entre otras
agrupaciones, de los mineros: Santa Bárbara.
Posiblemente gótica también –como
el animal (¿perro o cordero?) y el personajillo que se localizan en ambos
extremos de la balaustrada del coro-, es la magnífica pila bautismal, con forma
de copa o cáliz, que se haya recogida en un pequeño cuarto situado al final de
la nave, debajo del coro. También resultan interesantes varias imágenes
marianas, como son la Virgen de la Barrusa, procedente de una ermita cercana y la Virgen de Monasterio, llamada así,
porque procede del pueblo que lleva su nombre.