viernes, 3 de septiembre de 2010

Barca, marinera tierra adentro

Pasé por Barca, un caluroso día del pasado mes de julio, cuando regresaba de Andaluz, a donde había acudido con las primeras luces del alba para recuperar mi cuaderno de notas que, con gran pesar, había olvidado una semana antes en uno de los últimos bancos de la iglesia románica de San Miguel. Un cuaderno pequeño, de tapas de cartón artisticamente labradas para justificar el precio, en cuyas guardas, junto a una pequeña basílica de recuerdos varios -la mayoría, entradas cuyo donativo, románticamente, me inducen a pensar que servirá para mejorar las condiciones de nuestro Patrimonio Artístico y Cultural-, conservo con especial cariño sellos auténticos de lugares emblemáticos del Camino de las Estrellas -Eunate y Torres del Río, por ejemplo- que me recuerdan constantemente esos deseos enormes que siento de llevar a cabo algún día esa travesía trascendente y que, mientras llega el momento, me consuelan con escarceos de fin de semana en los que, por otra parte, picoteo de pueblo en pueblo, apurando sensaciones y enfrentándome al humor de unos caminos que, en base a su estado, adolecen, generalmente, de esas cualidades que conforman también el carácter afín a las personas: solitarios, estrechos, sobrados, huraños, afables, anegados, cansinos...

Un cuaderno, sí, del que pienso que no es algo insustancial o inanimado, sino que, en el fondo, constituye la prolongación de una conciencia peregrina, que además de rutas, contiene, también, sensaciones y recuerdos que previenen -o lo harán con el tiempo- las fragilidades y carencias de la memoria. De ahí la preocupación y la importancia de recuperarlo, sin importar, bueno es decirlo, un desplazamiento entre ida y vuelta de aproximadamente quinientos kilómetros.
En una anotación de sus páginas recuerdo, como si la estuviera viviendo por segunda vez, mi última visita a Barca. Aconteció durante el puente del Pilar; concretamente, y para ser más exacto -que para algo el añorado cuaderno vuelve a estar conmigo- el día 10 de octubre de 2009. Ese día llegamos a Barca, poco antes de anochecer, habiéndose desarrollado la jornada por lugares tan especiales como Perdices, Morón de Almazán, Villasayas, Fuentegelmes -sólo de pasada, justo es decirlo- Bordecorex, San Baudelio de Berlanga y Caltójar.
A diferencia de ésta ocasión, en la que el sol brillaba en lo más alto, imponiendo su ley sin oposición, aquél lejano día languidecía, sin embargo, como el último suspiro de un moribundo, dotando a los campos de un color hermoso e irreal a la vez, preludio y puede que hasta protesta, de una forzosa retirada frente a la llegada del ocaso.
Previamente, recuerdo haberlo visto lamer la piedra ancestral de la galería porticada de la iglesia de Santa Cristina, envuelta en sombras siderales de arcos hacia adentro. Se desplazaba, casi inadvertidamente al principio, de izquierda a derecha, deslizándose furtivamente por la piedra maltratada de lo que conforma uno de sus atlantes o estatuas-columna que, aún descabezado pero por cierto detalle relativo a la especie de túnica que le cuelga por el hombro, me recordó en la actualidad -entonces no caí- a aquél otro enigmático y polémico ejemplar que suscita las más atrevidas hipótesis y que permanece inalterable en el pórtico de la iglesia de San Pantaleón de Losa, en las Merindades burgalesas.
Puede que motivado por esa sombría oscuridad, o porque suele ocurrir que en ocasiones uno se centra en buscar otro tipo de detalles y no advierte los que tiene al lado, tampoco me percatara entonces del enorme pico labrado primorosamente en uno de los sillares superiores de la galería interior, símbolo ineludible de un cantero o de una escuela de cantería que apenas dejó otros símbolos de su paso por el lugar, a excepción, claro está, de unos canecillos y unos capiteles demasiado castigados por la erosión y también, resulta evidente, por esa peligrosa clase de enfermos que, cuál pirómanos con la caja de cerillas, utilizan el martillo para destruir.
Y no obstante todo lo dicho, siempre me ha llamado particularmente la atención la advocación marinera de este pueblecito de interior que, no conforme con el nombre, tiene a la entrada -o a las afueras del pueblo, según se mire- un pequeño puerto marinero que, situado entre la carretera que se une a la general que desemboca en Almazán y los campos de labranza, en el que un ángel -no sabría decir si Gabriel, por su papel en la Anunciación o Miguel, por su guía y protección durante la huída de Egipto- gobierna una barquita de la que es Capitana una pequeña imagen de la Virgen del Pilar. Aquélla Virgen, chiquitita y milagrera que, según la Tradición, se apareció en Zaragoza al apóstol Santiago, en un momento de debilidad humana en el que éste, apóstol sin duda pero también ser humano, se mostraba contrito por el fracaso de su intento de evangelización en una Hispania apegada a sus costumbres ancestrales y paganas. Una barquita que, según sea la posición del espectador, parece navegar deliciosamente en un mar en calma, un mar formado por doradas espigas de trigo, refulgentes al sol, o por mares más oscuros y sombríos, formados por tierras de barbecho que esperan como agua de mayo una simiente que aún les está por llegar.
Barca, un pueblecito, en fin, con detalles de los que hablar y al que un día tendré que volver, pues de las tres ocasiones que he estado, en ninguna de ellas he conseguido entrar ni en su iglesia, ni en su Museo Etnológico tampoco.