jueves, 20 de diciembre de 2007

De camino a Berlanga: Andaluz

[En construcción]


lunes, 17 de diciembre de 2007

Breve crónica de una visita a El Burgo de Osma



A pesar de los esfuerzos del sol, que se elevaba, pálido pero con ganas de despuntar por encima del horizonte, la escarcha, obstinada, se aferraba al entorno que rodea a la catedral, con idéntica ferocidad a como una manada de lobos hambrienta lo haría sobre su presa. Tuve el primer atisbo del frío polar que hacía, cuando cruzaba por el puente que se levanta sobre el río Ucero y observé el hielo en que se había convertido el agua de ésta arteria fluvial, cuyo nacimiento se encontraba, aproximadamente, a unos 15 kilómetros de distancia, muy cerca del pueblo que lleva su nombre, y en dirección al Cañón del Río Lobos y su maravilloso entorno.


Con la cabeza llena de sueños y las cámaras convenientemente dispuestas en el hatillo, abandoné el confortable habitáculo de mi vehículo -aparcado en un estacionamiento público, situado enfrente de la carretera donde un cartel indica la dirección de Osma- y encogido de frío, crucé el puente, dirigiéndome, sin más dilación, hacia la majestuosa mole de la catedral, confiando en ir arañando, poco a poco, algunos de sus centenarios secretos.


Era demasiado temprano. De hecho, apenas se veía presencia humana por los alrededores, y las pocas personas con las que me cruzaba, caminaban con prisa inusitada, sin duda empujadas por el gélido aliento del frío en sus nucas.


Como he dicho, era demasiado temprano para telefonear a Marina -había quedado con ella, pues tenía valiosas informaciones que proporcionarme- de manera que decidí amenizar la espera examinando, lo más cuidadosamente posible, los muros de la catedral, sabedor de que no tardaría mucho en encontrar numerosos símbolos de cantería, que constituían, de por sí, todo un fascinante enigma. En efecto, flechas, cruces, pentáculos, estrellas, elementos romboidales de difícil catalogación se sucedían, al parecer sin orden ni concierto, grabados en la dura piedra a diferentes alturas y niveles. Incluso pude hallar varias cruces patadas, hábilmente disimuladas en la pared y bastante atacadas por el tiempo, que reafirmaban el testimonio de la presencia del Temple en la región y que, dicho sea de paso, desafiaban la imaginación.


Sin embargo, desprovisto de guantes, las manos no tardaron mucho en quedarse congeladas, llegando a un punto en el que ni siquiera los dedos podían apretar el botón de disparo de la máquina, estando ésta a punto de estrellarse fatalmente contra el suelo en varias ocasiones.


Entré presuroso, bufando como un toro, en el único bar que había abierto por los alrededores, y sin dejar de frotarme las manos -hasta tal punto las tenía heladas, que dolían- pedí un café con leche, deseoso de calentarlas aunque fuera cerrándolas alrededor de la humeante taza.


El remedio no tardó en surtir efecto, y poco a poco, la sangre volvió a circular por ellas, adoptando un color rosado que anunciaba una recuperación de sensibilidad en los dedos que hasta hacía pocos minutos creía imposible.


Como no tenía prisa, aunque sí mucha curiosidad, aproveché para observar el local. De pequeñas dimensiones, había, sin embargo, profusión de fotografías distribuidas a lo largo de la pared, que mostraban retazos históricos relacionados con lugares más o menos emblemáticos de la ciudad. Pronto me llamaron la atención aquellas que mostraban el desbordamiento del río Ucero, a finales de los años noventa, exhibiendo las zonas colindantes con el puente y la catedral, completamente anegadas en agua. Había, también, algunas otras que exhibían paisajes escogidos del Cañón del Río Lobos, un entorno natural de salvaje belleza, que atrae anualmente a miles de visitantes, la mayoría de ellos empujados, sin duda, por las huellas que los caballeros templarios dejaron en la fascinante ermita de San Bartolomé y en sus alrededores, algunas de cuyas evidencias son convenientemente recogidas en la pequeña exposición que se puede contemplar en el Centro de Interpretación de la Naturaleza de Ucero.


Parcialmente recuperado, abandoné la cálida placidez del lugar, en el preciso momento en el que las campanas de la catedral, con un sonido seco, semejante a un trueno, anunciaban las diez y media de la mañana, según pude comprobar, consultando mi reloj de pulsera.


Siempre buscando el sol, desanduve el camino hacia el puente, dejando atrás la plaza cuya estatua recuerda al obispo de Osma, y valiéndome del teléfono móvil, llamé a Marina, suponiendo que ya se había levantado. Reconozco que a mí no me hubiera sentado nada bien que me sacaran de la cama una fría mañana de sábado, habiéndome acostado la noche anterior con la despreocupación de no tener que ir a trabajar hasta el lunes. Pero esa es, precisamente, una de las cualidades de Marina: su extraordinaria amabilidad, la cuál, unida a una excelente disposición y a una no menos destacable actitud de colaboración, hacen de ella una persona querida y notablemente estimada.


No deja de resultar entrañable, también, esa franca sonrisa que ilumina siempre su cara a medida que se acerca hacia el lugar convenido. Sonrisa que, por otra parte, me produce siempre una curiosa sensación de sentirme como en casa, olvidando durante algún tiempo la realidad de encontrarme a cientos de kilómetros de ella. Sin apenas concederse tiempo para recuperar el aliento, y aún con las manos resguardadas en los bolsillos de su chaquetón, comentó displicente:


- Ya sé cuál es el retablo que había en 'las Magdalenas'.


Desde luego, la historia había empezado algún tiempo atrás, cuando un amigo burgense, bloguero y cronista destacado de la provincia, por más señas, había sacado la liebre de su madriguera, publicando una entrada en su blog (1) en cuyas fotografías se mostraban unas curiosas ruinas, cuya referencia -ermita de la Magdalena- me llamaron poderosamente la atención, hasta el punto de pretender reunir cualquier referencia que tuviera que ver con ellas.


Apenas acababan de abrir la puerta principal de la catedral y Paco -uno de los guardas- trajinaba afanosamente con la escoba, cuando entramos en el interior de ese templo colosal, cuya estructura y dimensiones sobrecogían, haciéndote sentir infinitamente pequeño.


Poco menos que en penumbras, y aprovechando el inciso de que posiblemente los guardas no hubieran conectado todavía las cámaras de seguridad, Marina se encaminó con paso firme y seguro hacia el lugar donde, detrás de una impresionante cancela de hierro y colgado de la pared situada en el lado izquierdo, descansaba un retablo de considerables proporciones y época y autor indeterminados. La oscuridad apenas permitía examinarlo con detalle, aunque no impedía suponer que el tema de la Crucifixión constituía el motivo principal, siendo los personajes de 'las Marías', por consiguiente, motivo secundario.


Tomé varias fotografías, pasando la cámara a través de los hierros de la verja, mientras Marina vigilaba. Fotografías que, al haber sido realizadas sin flash para no levantar sospechas, no salieron con la suficiente calidad como para vislumbrar todos los interesantes detalles que, sospecho, el autor ocultó entre pinceladas.


Con posterioridad, aunque no antes de echar un vistazo por las numerosas salas, paseamos por la calle de Santo Domingo, situada detrás de la catedral, en cuyas paredes, tuvimos ocasión de observar otra considerable cantidad de marcas de cantería, algunas tan curiosas como la letra griega beta grabada en diferentes posiciones: hacia arriba, boca abajo, señalando a la derecha, señalando a la izquierda.


Allí, mientras cargaba la máquina con una nueva tarjeta, Marina aún tuvo tiempo de sorprenderme cuando, señalando hacia lo que a simple vista parecía la tapa de una alcantarilla, comentó:


- Han querido disimularlo así, pero en realidad, aquí se descubrió un pasadizo, en el cuál, según me contó mi marido, había salas o habitaciones inundadas de agua y entre cuyos restos encontraron una pata de jamón.


Hacia mediodía, aproximadamente, y cuando la escarcha parecía rendirse por fin a las acometidas del astro rey, nos despedimos en mitad del puente, aunque en mi caso, con la punzante sensación de que apenas había comenzado a atisbar una pequeñísima parte de los secretos y misterios que, comparativamente hablando, dejarían en un juego de niños los descritos por Víctor Hugo, al hablarnos de París.