lunes, 9 de diciembre de 2013

Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo


Recapitulando: estamos en Navidad. Una vez pasado el puente de la Constitución, el río que nos lleva, se adorna con campanas, los hogares se cubren de acebo y grandes esperanzas, y se limpia el polvo de las viejas bolas que adornarán, una vez más, ese ceniciento arbolito que, sea natural o artificial, cumplirá con el sacrificio anual en el altar familiar. Los precios se disparan. Primero ha sido la gasolina, y de la luz y el gas, mejor no hablar. Hay quien compra ya productos congelados, temiendo la previsible especulación típica de estas fechas; y no importa si estamos a varios grados bajo cero y la gripe juega a bolos con tó quisqui, como se diría en hispánico vulgatis, porque siempre brota ese milenario germen fenicio que nos acompaña desde que éramos colonia de mercachifles mediterráneos y algunos se frotan las manos pensando en un agosto que prevén comience a colarse como un siroco en sus bolsillos. Es Navidad, y esos sufridos animales que son el cordero y el lechón se convertirán en auténticos profetas en su tierra y serán buscados en olor de multitudes, porque ante la fe de la tradición, no hay crisis que valga. Del marisco también podríamos hablar. Aunque no sabría yo muy bien decir para qué. Corríjanme si me equivoco, pero con el marisco presiento que ocurre un fenómeno singular en estas fechas: y es que todos podemos ser videntes y adivinar que estará por las nubes. Supongo que también es tradición. No ya por lo que ha caído del defenestrado Monte Pindo; o lo que todavía arrastra la marea del Prestige; o ese cambio climático -que parece que vemos todos, menos los Gobiernos, faltaría más-, que está afectando a los criaderos; o quizás el moro, que lo custodia a precio de hashish; o la culpa es del francés, que vous voulez dancer avec moi, pero cuando llega Navidad, la supuesta escasez se convierte en la disculpa perfecta de la especulación y si en estos días el lechón y el cordero se convierten en reyes de la tierra, de la mar todos estos bichillos -gambas, gambones, cigalas, nécoras, centollos y langostinos- dejan en paños menores al pobre mero. Lo cierto, es que al final la magia existe, porque siempre, después de cenar, sobra de todo. Debe de ser que ya estamos acostumbrados a las temidas cuestas de enero. Pero eso sí, qué bien queda tirar la casa por la ventana. En fin amigos, que estamos en Navidad. Y qué mejor momento para brindar con todos vosotros, amenazaros con seguir calentándoos las molleras con mis pestiños y desearos, eso sí, de todo corazón, una muy Feliz Navidad y un Próspero Año 2014.
 
O mejor aún, para que nadie se sienta excluido, que en la diversidad está el gusto, como diría ese gran cínico que fue Ambrose Bierce, con respecto al día de Navidad: día distinguido y consagrado a la glotonería, las borracheras, el sentimentalismo, la recepción de regalos, el aburrimiento público y la vida doméstica.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Una pasión por la Pasión


Lo reconozco como una debilidad, pero cuando cualquier asunto requiere una visita al Museo Numantino, no puedo por menos que acercarme a esa sala de la planta baja, atestada de elementos romanos, visigodos y cristianos y detenerme unos minutos, soslayando con íntimo reconocimiento, esa maravillosa recreación de un Calvario, que contiene, según mi modo de ver, por supuesto, todos los ingredientes necesarios para considerarlo, cuando menos, un auténtico thriller histórico. Se trata de una fenomenal tabla anónima, aunque no obstante calificada por los expertos como perteneciente a esa floreciente Escuela Castellana, que allá por los siglos XV y XVI, sembró de rotundas maravillas, numerosas iglesias, catedrales y palacios de ricos hacendados, muchos de los cuales se vinieron a menos llevados por las riadas incontenibles de una Historia en expansión. La Tabla, además -y lo digo en alto con la nostalgia de muy gratos recuerdos y agradecido a unas personas que, aunque no las nombre, si algún día leen esto, sabrán perfectamente que me refiero a ellas-, procede de un pueblo cercano, Peroniel del Campo, que si bien es cierto que ha conocido épocas mejores, no es menos cierto que, a pesar de todo, todavía guarda numerosos enigmas, así como unos pendones y una entrañable tradición, que se remonta a la Edad Media y se realiza en el sagrado entorno de un auténtico santuario, como es el de la Virgen de la Llana.
La Tabla, de respetables proporciones y realizada en tres partes, cuyas junturas resultan evidentes y quizás le reste un poco de encanto, se localiza al lado de un fragmento del artesonado original y románico que, mostrando a una sanguinaria bestia apocalíptica semejante a las contenidas en cualquier Beato -y aquí me otorgo a mí mismo el derecho de la libre interpretación-, perteneció en tiempos a otro lugar, algo más alejado de la capital que Peroniel, pero que sin embargo, conserva una de las más enigmáticas construcciones románicas de la provincia, incluidas unas curiosas marcas de cantero que, comparativamente hablando, se localizan en numerosos lugares del noroeste de la Península, siendo uno de ellos, el monasterio zamorano de Santa María de Moreruela. Arpías aparte, el lugar no es otro que la iglesia de San Miguel Arcángel, en Caltójar. Y este resto, prácticamente, es lo único que se conserva de una obra de Arte, que si hubiera sobrevivido entera a los avatares del tiempo y la más que probable estupidez humana, hubiera constituido una joya de excepcional valor. Aunque claro, quizás hubiera terminado, como tantas otras, en un museo de Nueva York.
Lejos de tan ingrato destino, en el Calvario, y a juzgar por los personajes que acompañan a un Cristo que muestra ya en su rostro la paz de la expiación, me siento incapaz, quizás dejándome llevar por ese afán incontenible de verdad que acompaña siempre a toda búsqueda, de no pensar en los viejos mitos, en las viejas historias que incitan a la especulación, observándote con la mirada fría de las cosas aparentemente inanimadas, pero cuya alma se presiente, en este caso escondida en lo más profundo de la materia que la contiene. La Madre, con la cabeza gacha, los ojos cerrados y las manos apretadas, conteniendo la rabia, así como un grito de dolor, lacerante como un latigazo en el alma, y los colores de pureza en el hábito. La apócrifa heroína gnóstica, quizás aquella temprana mujer que soportó los primeros rigores de un machismo que la hizo acreedora, simplemente por amar y ser correspondida, al desprecio y a la infamia, arrodillada con humildad a los pies del crucificado, preparados los lienzos para la honra y unción del sagrado cuerpo. En contra de otras representaciones y tradiciones, lleva su cabello recogido, pero en los colores de su vestido, quizás el artista jugó también con la alquimia del simbolismo, pensando en el rojo del pecado, el verde de la esperanza y la pasión, y el azul del cielo y el perdón. Por otra parte, quién sabe lo que pasó por la mente de éste cuando imaginó, al otro lado de la cruz, a un Evangelista de gesto indefinible y aspavientos comparables, quizás, con la mística incomprensible de los locos sagrados de las historias del Grial.
Quién sabe, si en el fondo, el anónimo artista no habló, a través de los colores de sus pinceles, más de lo que en principio aparenta la representación. Pero de lo que no cabe duda, es de que muchas veces, a través del Arte, se hace buena la aquélla frase de Hamlet, dicha a modo de buen cubero, de que hay más cosas en el cielo y en la tierra, de las que nos podemos imaginar.
En mi caso, una pasión por la Pasión.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

Morón de Almazán, visitando los interiores de la ermita de Nª Sª de los Santos



Si de puertas abiertas se trata, sería imperdonable abandonar un pueblo como Morón de Almazán, sin aprovechar la oportunidad de visitar esa curiosa ermita, denominada de Nª Sª de los Santos o de los Santos Nuevos, que las canciones del pueblo –ese maravilloso correveydile tradicional, que brota del alma de los siglos- insisten en considerar –o al menos así lo hacían, en un pasado que están dejando escapar las nuevas generaciones que imprudentemente pasan de los cuentos de la abuela-, como un antiguo y venerable convento de templarios. Si lo fue o no en el pasado, lo cierto es que actualmente, y en referencia a su fábrica primigenia, quedan tan escasos restos, o mejor aún, no queda prácticamente nada, que ni siquiera el recurso de las comparaciones, por muy odioso que resulte, puede convertirse en el de un remedio inefable y eficaz, cuando menos para conformar los pilares de una historia. Tampoco es la intención del que suscribe la presente entrada, llamar a rebato y reivindicar contra viento y marea una templaria dimensión, de la que, por otra parte, sí hay indicios más que suficientes en la provincia. No es el territorio apropiado para ello ni hay, por tanto, banderas que plantar; aunque bien que lamento, no obstante, no haber llegado a tiempo de contemplar ese pendón o estandarte arrebatado a la morisma –que no sólo en el monasterio de las Huelgas de Burgos, han existido reliquias del tiempo en el que los miramamolines almohades eran el coco que asustaba a los infantes cristianos-, desaparecido, como muchas otras reliquias –como por ejemplo, supuestamente el dedo o parte de un dedo, de San Bernabé, en la parroquial de Fuentelsaz-, en misteriosas circunstancias. De manera que, dicho lo dicho y continuando con ese reflejo de la historia que en ocasiones puede ser la especulación, sí se recomienda, antes de entrar en el interior de esta irreconocible en su románico origen pero interesante ermita, echar un vistazo y observar el Calvario y la Virgen de piedra que sobresalen de los muros de la zona oeste, semejando un típico crucero gallego empotrado en la pared. Sorprende, sobre todo, la imagen de piedra de la Virgen, entronizada y hierática, con el Niño en la rodilla, esculpida, no obstante, con todo lujo de detalles e inserta en una hornacina en la que se aprecian arcos y capiteles de índole románica, quedando el conjunto enmarcado en una formidable concha marina, ofreciendo una recatada imagen de lo que posteriormente el Renacimiento –sobre todo en la figura de Bottichelli- volvería a recordar con la voluptuosidad de Venus y el culto a la perfección del cuerpo.
Del interior de la nave, de forma rectangular y austera no sólo en detalles, sino también en ornamentos –al menos de época-, destaca, qué duda cabe, el soberbio entarimado de madera del coro. Un entarimado que, a pesar del tiempo y cierto grado de abandono, denota una meritoria maestría, recordando, de paso, esa España de toda la vida, ajena a la manufactura a destajo tipo Ikea, en la que existía una figura imprescindible, mantenedora de la tradición de los antiguos gremios y negligentemente condenada a desaparecer: el maestro artesano. En un mundo, como digo, abocado al destajo y al consumo desmesurado, asistimos, en algunos casos nostálgicos, a la desaparición de las maestrías y los oficios, cuyo arte estaba encaminado a realizar obras de calidad destinadas a perdurar; lo que, después de todo, suponía un ahorro para las familias y un respeto también por el medio ambiente. Por eso, cuando se observan éstas genuinas obras artesanas, independientemente de su estado de conservación, no es difícil llegar a la conclusión de que se está frente a un detalle artístico digno de ser respetado y valorado. En este caso, el maderamen del coro de la ermita de Nª Sª de los Santos ofrece, en sus motivos principales, elementos que en modo alguno son ajenos a la antigua tradición: motivos vegetales, crucíferos y solares que, de algún modo, mantienen la continuidad de una tradición simbólica que se remonta al alba de los tiempos.

El arte popular, aunque moderno, juega aquí también un interesante protagonismo sociológico, mostrando, y a la vez conservando, en algunas de sus representaciones pictóricas, esas viejas tradiciones de veneración y respeto debidas a deidades, como la Virgen de los Santos o la Virgen de la Muela (1) que, por sus características, conserva la entronización, el hieratismo y los atributos de las antiguas y venerables Vírgenes Negras. Por eso, no es de extrañar que, por ejemplo, en el cuadro de Ofelia Peña Hernández (2), que se encuentra a un lado del retablo mayor y lleva por título Ofrenda Floral a la Virgen de los Santos, la autora recuerde la devoción con la que las gentes acuden en agosto –o al menos, lo hacían en el pasado- a la romería, descendiendo desde la iglesia de la Asunción, cuya torre y parte de la nave se ve en el centro superior del cuadro, a la ermita, tal y como se venía haciendo desde tiempos medievales. Curiosa resulta, así mismo, la representación de la Anunciación, donde el artista –siento decir en este caso que anónimo, pues no recuerdo que hubiera nombre o placas en el cuadro o quizás se me escapó ese detalle- ofrece una visión curiosa, donde al ángel Gabriel –figura que se localiza en varios de los episodios afines a la Sagrada Familia, como podría ser también en la huida a Egipto- y la Virgen ocupan la parte principal de una escena donde se aprecia una rueda –elemento mistérico asociado a la figura de Santa Catalina, así como también uno de los Arcanos Mayores del Tarot- y una curiosa iglesia, con ábside románico que, por las características de la torre, tal vez pudiera tratarse de una visión personalizada de la iglesia de la Asunción.
En definitiva, cualquier lugar puede depararnos interesantes detalles, si no nos dejamos llevar por los prejuicios relativos a la brillantez de su aspecto y ponemos en práctica, cuando menos, ese poder que siempre debería acompañarnos cuando visitamos cualquier entorno nuevo: el de la observación. Y después de todo, del aspecto, de los cambios sufridos a lo largo de la Historia, la ermita de Nª Sª de los Santos, situada a escasos cien o doscientos metros del casco urbano de Morón, siempre ha de ofrecernos algún detalle de interés.


 
(1) Relacionada con una de ellas y un hecho milagroso, se conserva en la iglesia de la Asunción de Morón una piedra de la Virgen.
(2) Me es grato afirmar que durante los últimos años, se están fomentando las actividades culturales en la provincia, entre las que destacan aquéllas dedicadas a taller de pintura; y a este respecto,  pongo por ejemplo el Taller de Pintura de Jaime del Huerto, entre cuyas integrantes figura una excelente persona y amiga, como es Edelia García. Quiero pensar, que en Morón, y dadas las obras mencionadas, existe otro similar.
 

miércoles, 23 de octubre de 2013

Morón de Almazán: iglesia de Nª Sª de la Asunción


En las proximidades de Almazán, el Arte, la Belleza y el Misterio también incluyen a otras poblaciones que, no por mucho pasearlas, se cansa uno de verlas. Una de ellas, qué duda cabe, no es otra que Morón de Almazán. Morón, dicho sea de paso, tiene galanura más que suficiente para presumir; no en vano, constan en su haber de beldades su famoso gallo, su presumida Plaza y su monumental iglesia de Nª Sª de la Asunción, donde, paradójicamente, se venera una imagen cuando menos gótica, cuyo nombre –de la Muela-, ya advierte al visitante de unas longevas raíces de inequívoco caldo celtíbero. Feudo, como fue, de aquél conocido mercenario francés –Bertrand du Guesclin, cuya famosa frase de ni quito ni pongo rey, tan sólo sirvo a mi señor, pasó a la Historia como lema del cinismo servil-, en el silencio de sus calles todavía vagan presencias inquietantes y de oscuros antecedentes, que reclaman, aún hechas añicos, una oportunidad de recuerdo. Tal sería el caso, por ejemplo, de algún símbolo de posible filiación templaria, sobreviviente sobre casonas que se caen de puro viejo; o esa oscura magia que todavía desprenden los símbolos y grabados en la fachada de la casona del marqués de Camarasa, hoy día reconvertida en sucursal de Caja Duero. Y puestos a pensar, no sería descabellado suponer que algo de las inquietudes de este señor debieron de heredar los canteros que dedicaron buena parte de su vida a levantar esa impertérrita conjunción de sagradas geometrías, que es la parroquial de la Asunción.
Se intuye no sólo en sus formas, anchas de planta y tallos apuntando indolentemente al firmamento, herencia de ese estilo gótico que rompió moldes huyendo de las oscuridades del románico, sino también en los símbolos, que hablan de esos maravillosos sueños medievales de virtud e inmortalidad, de griales y búsquedas de vida eterna, sufragados en gran medida, por algún miembro de la influyente y poderoso familia de los Mendoza, cuyo sepulcro, situado a la vera de la cabecera nos habla de otra forma elaborada de entender el Arte, transpondiendo la piedra al estado de inmortal biografía del poderoso difunto.
Custodios en sus trajes relicarios de madera, innumerables tallas de santos, de diferentes estilos y épocas, despliegan la magia particular de sus símbolos determinativos, lanzando un reto a la interpretación. De tal manera que, bajo la grotesca presentación de unos ojos en un plato o bandeja, Santa Lucía, lejos de ser heralda del literalismo, nos induce a pensar, por el contrario, en esa visión interior que iluminó a los grandes místicos y místicas de nuestro olvidado Siglo de Oro y que, comparativamente hablando, podría equipararse con esa visión trascendental, cuando no supranatural, a la que los orientales se refieren, desde el alba de los tiempos, como el Tercer Ojo; ese mismo que quizás inspirara, en fecha tan temprana como 1163, las maravillosas visiones de místicas extranjeras como Hildegarda de Binden, las cuales han llegado hasta nosotros consignadas en su Liber Divinorum Operum. La Visión del Espíritu, pues, común a todos los grandes Maestros de la Mística Universal, y que sin duda, abonó providencialmente los sueños artísticos del hombre a lo largo de los avatares de su fragmentaria Historia. Sueños y Mística que aquí, en Morón, constituyen una notable herencia, basada, cuando menos, en sus singulares retablos de los siglos XV y XVI, en cuyo coste también participaron cofradías del pueblo –como la de Nª Sª del Rosario, que costeó uno de los espléndidos retablos, fechado en 1649- con un sacrificado tributo en pro de una fe que ya comenzaba a vislumbrar ideas humanistas en el horizonte.

 
Penetrar, pues, en este sacro recinto, significa embarcarse en un viaje espiritual en el que difícil resulta no rendirse ante la evidencia de las lecciones simbólicas contenidas en el polvo de oro que recubre algunas de las principales figuras de este reducido museo. De tal manera, que vemos a un Evangelista pletórico en su óptima juventud, acompañado de todos sus extraordinarios atributos simbólicos: el águila, indiscutible rey de los Cielos, que lo representa; la Copa o Grial, alimento de vida eterna y el Libro, cuyo críptico Apocalipsis le convierte, de facto en el más hermético de los evangelistas. Y no lejos de él, San Francisco de Asís, que aún no muestra los estigmas de la Pasión en sus manos, pero que, portando una calavera, cual dubitativo Hamlet medieval, nos recuerda ese Tempus Fugit, que nos acerca cada día más a las visiones de San Juan. Piedad y Pasión, se desbordan a raudales en las facciones y gestos de una Madre que asiste desesperada a la muerte del Hijo, la sangre de cuyas heridas abonan de perdón una tierra ensombrecida por la barbarie. San Roque y San Miguel, custodios a su manera de cielos y caminos, ocultan complejas personalidades, similares, comparativamente hablando, a las que se ocultan en las calabazas de los brujos mexicanos, portadoras del Mescalito: visiones que inducen inequívocas sensaciones de Luz y Oscuridad, dirimidas entre ángeles y demonios, custodios, al fin y al cabo, de un Conocimiento Superior. Conocimiento, quizás, que el cantero implicó detrás de la sonrisa burlona de las figuras leoninas de los capiteles que casi lamen el artesonado, allá, al fondo de la nave, donde el coro espera en silencio su corte de voces angélicas que alivien el sufrimiento del magnífico Cristo gótico, cerca de cuyos pies llama la atención un escudo con una cruz de ocho beatitudes. Y la Piedra de la Virgen, en retablo de enfrente, por encima de encima de la representación de un Santo Rostro de la Verónica, uno de cuyos paños -considerado como muy milagroso- se custodiaba antaño en lo que hoy es el despoblado de La Cuesta y que, según uno de los párrocos de San Pedro Manrique, hoy guarda polvo y olvido en la catedral de El Burgo de Osma. Un pequeño viaje por las Edades Espirituales del Hombre, coronado, al fondo de la nave, por una excelente pila románica, con forma también de Copa o Grial y un diseño conocido, incluso en el Norte, que recuerda parte de los modelos de una joya única del románico peninsular, como es el claustro del monasterio de San Juan de Duero. Eso por no hablar del curioso capitel que representa una rubicunda cabeza y que es conocido popularmente como el inca, y del extraño símbolo grabado en el pórtico de entrada, que algunos atribuyen a los sufridos templarios y que se localiza, aparte de en la iglesia de San Miguel de Andaluz -por citar otro precedente en la provincia- en lugares de las Cinco Villas, como la homónima iglesia de San Miguel, en Biota, e incluso en Camino de Santiago a su paso por Navarra, como sería la también iglesia de la Asunción, en Villatuerta.
Bienvenidos, pues, a Morón de Almazán y este pequeño viaje en el tiempo y el espíritu.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Al Espíritu del Otoño


'¿Mi corazón se ha dormido?
Colmenares de mis sueños,
¿ya no labráis? ¿Está seca
la noria del pensamiento,
los cangilones vacíos,
girando, de sombra llenos?.
No; mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña; mira,
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio...'.
[Antonio Machado]

Silencio. Sólo quería darle la bienvenida al Espíritu del Otoño.

martes, 1 de octubre de 2013

Saboreando el arte y el misterio de Almazán


Resulta difícil pasear por una ciudad como Almazán y no dejarse llevar por cierta soporífera ensoñación, sobre todo cuando uno se deja voluntariamente envolver por ese extraño magnetismo derivado de la pervivencia en el tiempo de detalles afines a una Historia henchida de ecos, de murmullos y de gritos, donde el choque de civilizaciones -y no pretendo hacer zapaterismo gratuito-, impulsó, después de todo, huellas de diferentes culturas y maestrías, donde incluso reyes cristianos -como Pedro I el Cruel y su hermanastro, Enrique de Trastámara- dirimieron diferencias más allá de lo que supuestamente tira la sangre, haciendo buena -o lo que viene a ser lo mismo, histórica- la frase de Bertrand du Guesclin: yo ni quito ni pongo rey, tan sólo ayudo a mi señor. Pero como la Historia, también el Arte, desgraciadamente, se torna partidario; y ese partidismo, mal utilizado, se transforma en egoísmo y tiende a saciar hasta el paladar más exquisito, hastiándolo. Reconoceré, desde luego -estaría loco, si no lo hiciera-, que si se concedieran Óscars, o Goyas, o Conchas de Oro al mejor románico provincial, la Plaza de Almazán se cubriría de alfombras y banderolas, de confeti y pompas de jabón, mientras los focos se concentrarían, todos a una, sobre la primordial geometría sacra de su iglesia estelar: San Miguel. Cumplido el rito del galanteo, con una diva que, al fin y al cabo, en absoluto desmerece, por lo que no deja de ser humanamente razonable admitir que lo merece, me gustaría que intentarais seguir el rastro de mis pisadas, imaginando que a la postre, existe un cine de segunda, encajonado y entre bambalinas, que pide a gritos un detalle de atención.
Atención llama, por otra parte, el traslado de la estatua de Don Diego Laínez, que por algún motivo parecía estorbar en su emplazamiento original, a mitad de la Plaza, atrayendo las miradas del turista con su aura de general jesuita repartiendo bendiciones, entre el Ayuntamiento y la iglesia de San Miguel y ahora, descansa como eterno sereno a un metro escaso de la casa palacio de los Mendoza. Precisamente, de aquí parte la calle Palacio que, algunos metros más adelante, nos deja directamente frente a la magnífica mole, hoy día reconvertida en museo, de la iglesia de San Vicente. En ella veremos, que entre la nave y los ábsides, destaca ese maravilloso cimborrio hexagonal, probablemente realizado por alarifes de origen mudéjar, que parece señalar, como una patente de corso, el trabajo inconmensurable de éstos en la práctica totalidad de los templos de la ciudad. No veremos apenas marcas de cantero en ésta iglesia de San Vicente, pero sí algunos curiosos graffiti de peregrino y además, plantados frente a la portada principal, quizás nos sorprendan esos extraños diseños en los capiteles, cuyas formas -comparativamente hablando- puede que nos recuerden esos curiosos e indescifrables petroglifos que inundan muchos lugares de la mágica superficie gallega.
Gallegos, quizás, una vez desandado el camino de vuelta a la Plaza y apenas adentrados en una larga y estrecha calleja que lleva el nombre del mentado general jesuita, sean los dueños de ese discreto bar, que luciendo una clásica bruja en el reclamo situado por encima de la entrada, recibe el nombre, debidamente galleguizado, de As Meigas.
Y algo de magia y encantamiento debe de tener esta calle, después de todo, porque a escasos metros de distancia, volvemos a encontrarnos con esa familiar forma hexagonal de los cimborrios, aunque en ésta ocasión, en la iglesia de San Pedro. Muy reformada, apenas queda algún rastro románico en la fachada sur. Fachada a la que no se puede acceder, pues hay una verja que seguramente fue instalada en tiempos recientes, puede que con intenciones sanitarias de evitar, en la medida de lo posible, las consecuencias escatológicas de los populares botellones. Aquí, sin embargo, en los sillares mimados por el escoplo del cantero medieval, el amante de las marcas sí encontrará una buena provisión de ellas que, si bien no tan espectaculares en su diseño como en otros lugares, tanto de dentro como de fuera de la provincia, no están exentas de interés. Por estas calles, a poco que se deje llevar por la curiosidad, mientras se dirige hacia la parte alta para echar un vistazo a la iglesia de Santa María del Campanario -muy reformada también, aunque todavía conserva su ábside románico, alguna curiosa inscripción y una preciosa cruz patada y ahí me quedo-, verá algún capitel de origen judío o musulmán reutilizado en las casas más antiguas, e incluso una hermosa delicatesen artística, como pueden ser algunos canecillos de madera que imitan -cada maestrillo a su librillo- a aquéllos otros, de piedra, que inmortalizaron los templos románicos peninsulares.
Para el goloso, y de camino a la ermita de Jesús, es recomendable pasar bajo el arco de la Puerta de la Villa, pues allí, a la sombra su arco, establecimientos como la Confitería Almarza, ofrecen una variada gama de dulces artesanos, que sería un pecado pasar de largo y no detenerse siquiera para permitir que los ojos se deleiten de placer.
Y aquí viene lo bueno, porque detenido frente a la ermita de Jesús, puede resultar más que probable, que el turista, o el viajero o simplemente aquél que haya decidido salir por la mañana a darse el gusto de un buen paseo por una ciudad agradable, piense, al ver su planta de forma hexagonal, en precedentes muy lejanos en el tiempo, como Eunate o Torres del Río. Y cuál no será su sorpresa, realmente, al enterarse que está realmente frente a un remedo bastante reciente de aquéllas viejas y maravillosas glorias. Porque, en efecto, construida en los primeros años del siglo XVIII, con trazas del Maestro Juan Antonio Pimpinela y cubierta de Domingo Carrera, tal vez ronde por su cerebro, las preguntas de quién sugirió la idea y en qué modelos se basó.
Adosada sobre el lomo del viejo puente medieval, la carretera sale de Almazán, cruzando las apacibles aguas de un Duero que, melancólico, sigue su eterno devenir hacia la tierra de los fados, dejando tras de sí, estelas de nostálgicos recuerdos.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Valtajeros



Situado a algo más de mil doscientos metros de altura y a una distancia aproximada de diez kilómetros de San Pedro Manrique, otro de los pueblecitos de las Tierras Altas por los que merece la pena darse un paseo, es Valtajeros. Teóricamente, tanto la estructura como la distribución de sus casas, no difiere en absoluto de aquellas otras con las que el viajero se va encontrando a lo largo de su recorrido por estas inmensas soledades serranas: sólidas estructuras, en las que la piedra constituye la materia prima principal. Una piedra, amiga y familiar, que se amolda al carácter de estas gentes, protegiéndoles de los rigores de los duros inviernos, y a la vez, procurándoles aislamiento y frescura en los tórridos días de verano, cuando grillos y cigarras reproducen cantos de violín, homenajeando a la calima.
Apenas recién entrado en el pueblo, el viajero se encuentra, prácticamente de frente, con el primero de los dos elementos, que muy probablemente, le llamen más la atención. Se trata de la picota, o rollo jurisdiccional, cuya visión le ofrece una idea aproximada de la importancia e independencia que el lugar tuvo en el pasado. De aspecto barroco, aunque desprovista de florituras que tiendan a hacer aún más tétrica su siniestra función como lugar de represión y ejecución de penas, la picota de Valtajeros se yergue enhiesta, cual obelisco apuntando hacia el divino cielo, a escasos metros de la puerta del club social, cuyo cartel luce, para más señas, Casa de la Villa. Si tomamos esta referencia, y continuamos la marcha hacia la derecha y hacia arriba, siguiendo una estrecha calle donde las casas están tan juntas, que apenas permiten que los rayos del sol iluminen unas sombras que tienden a ser eternas, desembocamos en la parte más alta del pueblo, allá donde la pradera todavía muestra rastros de las últimas nevadas y donde se asienta, para nuestra sorpresa y disfrute visual, una curiosa estructura de inequívoco aspecto militar: se trata de la iglesia parroquial. Quizás al viajero más experimentado, no le suponga una novedad fuera de lo común, ateniéndose a que no es el único caso de iglesia-fortaleza que se ha podido encontrar durante sus excursiones por la provincia, siendo un ejemplo interesante, quizás, la parroquial de Fuensaúco, bastante más cercana a la capital. Pero puede que sí le llame la atención, algunas afirmaciones (1), donde, a mucha menor escala, desde luego, suelen comparar este curioso templo de Valtajeros, con la iglesia-castillo de San Miguel, situada en la vecina población segoviana de Turégano. Y es que, tanto los hastiales, como los matacanes y los merlones, le confieren un sólido aspecto de pequeña fortaleza, que fue convenientemente modificada en los albores del siglo XII, cuando las hostilidades entre dos reyes –Sancho el Fuerte de Navarra y Alfonso VIII de Castilla- parecían hallarse en su punto más álgido.

Un fragmento de Historia, en un pueblo serrano que, a pesar de las instalaciones modernas, como el frontón que se localiza junto a la fuente o abrevadero, aún conserva, en su patrimonio, algunos enigmas que descifrar.


 
(1) Cayetano Enríquez de Salamanca: ‘Rutas del románico en la provincia de Soria’, Codex-Rom, 1998, páginas 56-57.

domingo, 18 de agosto de 2013

El románico perdido de San Pedro Manrique


‘Por sus circunstancias geográficas, San Pedro Manrique es, a su modo, un Finisterre de secano, donde Soria no sólo linda con otras provincias, sino con otros mundos…’ (1)
Independientemente del lado sociológico y antropológico de la fiesta, de sus mitos y de sus ritos, vertiente apasionante donde las haya, y universo cultural de primer orden, uno de esos otros mundos –el filósofo francés Paul Elouard diría que, en efecto, los hay pero están en éste- no es otro, que ese que podríamos definir como el románico perdido de San Pedro Manrique, cuyos breves, míseros despojos que yacen en la actualidad envueltos en brumas de ignorancia y de silencio, nos ofrecen, no obstante, un testimonio, siquiera aproximado, de la gran riqueza histórico-cultural que ésta hermosa villa de la serranía Soriana, tuvo en el pasado.
Sus vestigios, sus pistas, sus guiños e incluso los recuerdos tradicionales nos hablan de la excelencia de talleres artesanos, cuya habilidad y maestría apenas tenía que envidiar a aquéllos otros que dejaron obras magníficas no sólo en la provincia, sino también en cualquiera de las provincias que se integran en esta piel de toro que para algunos conforma el relieve de una Península, que no por Ibérica dejó de ser jardín florido en el que acudieron a beber y a llenarse los odres hasta la extenuación las más diversas culturas y civilizaciones.
El mundo románico, candil que apenas despejaba las sombras de un universo medieval envuelto en la incertidumbre de su destino, pero confiado en esa luz de esperanza proporcionada por el mundo del espíritu, observaba, con sencilla cuando no devota superstición, esos estados alterados que, a grosso modo, inspiraban los cinceles de los canteros, garantizando el equilibrio entre esas dos fuerzas antagónicas que imperaban sobre la conciencia del pueblo: el Bien y el Mal; Dios y el Diablo, que cual contrincantes de una universal e interminable partida de ajedrez, pugnaban por ese chispazo de materia estelar, que algunos definen como alma.
Quizás el gótico, estilo que comenzó a utilizar las alas de los ángeles, trazando tiralíneas en el espacio y expandiendo la luz más allá de las sombras chinescas de las cabeceras románicas, tuviera en la defenestrada iglesia de San Miguel –ese alegre Mercurio o Hermes o Thot, elevado posteriormente al rango de juez y ejecutor, cuando no parte- fuera el que consiguiera elevar la piedra a la categoría de bosque sagrado, dentro de cuyas lindes, el fiel encontraba consuelo en el desierto del mundo. Al menos, esa es la sensación que producen las ruinas, cercadas por el sacrosanto cementerio, cuyo bosque de columnas-palmera, poco menos que únicas, por su forma, en la provincia, nos recuerdan, comparativamente hablando, a aquéllas otras que, créase o no, todavía y pese a la brutalidad histórica, sobreviven en el que fuera castillo cátaro de Quéribus. Siguiendo en línea recta, en dirección contraria, pero si perder de vista ni un momento los lienzos mellados del castillo a un lado y las puertas, en algunos casos desmochadas que guardaban las antiguas murallas de la ciudad al otro, no se tarda en ver, cercada por un lado y casi anclada en la colina, una ermita totalmente remozada, cuyo cimborrio y cupulilla, de forma hexagonal traen olores de alarifes orientales, hechizados por el sortilegio del modelo de aquélla mezquita de Al-Aksar desde la que Mahoma –eso al menos afirman las suras coránicas- ascendió a los cielos a lomos de su yegua Burak. Se trata de la ermita de Nª Sª de la Peña –cuyo apelativo nos trae inmediatamente a la memoria, todas aquéllas otras Mari Negras que jalonan y lideran el patronazgo de numerosos lugares como Calatayud (2), Sepúlveda o Brihuega- y el cerco que se adosa a ella, como una prolongación a modo de diminuto claustro, no es otro que el famoso Recinto del Fuego, aquél en el que, todas las noches de San Juan, los sampedrinos –pido perdón, si no es el apelativo correcto- desafían la racionalidad científica con la antigua magia bárbara de su paso por el fuego.
De vuelta al casco urbano, y cercana a la plaza y al Ayuntamiento, la también renovada iglesia de San Martín, nos ofrece una inestimable sorpresa de puertas para adentro, que pocos visitantes conocen: una pila bautismal y una portada románicas, que guardan interesantes referencias en sus motivos historiados, donde no faltan las hexápetas de origen celta, curiosos personajes que, a modo de simbólicos hombres verdes, asoman las cabezas entre medias de una tupida vegetación y una curiosa inscripción -¿quizás el nombre del cantero?- grabada de forma desigual en uno de los capiteles. En esta iglesia de San Martín, también se guardan un retablo y un calvario procedentes de la iglesia de San Miguel. Con respecto a este último, y para añadir un poco de pimienta al asunto, decir que el instrumento del martirio, es una cruz de gajos; tipo de cruz, añadiría, que solía ser bastante frecuente en las capillas templarias, sirviendo como referencia el famoso Cristo Cillerero que perteneció al monasterio de San Polo y hoy día preside el altar de la iglesia de San Juan de Rabanera e incluso aquél otro que se conserva precisamente en Ágreda, en el Santuario de Nª Sª de los Milagros.
Quizá la presencia de la Orden del Temple no fuera tan descabellada aquí, en San Pedro Manrique, como demuestra el nombre de una de las calles más antiguas, que va a dar a una de las puertas de la muralla, la Rochela, nombre que recuerda, qué duda cabe, el de aquél importante puerto francés –La Rochelle- que fuera una estratégica base para las naves templarias durante la Edad Media y una de las principales bases de submarinos para la marina de guerra nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Teniendo estos datos en cuenta, quizás no nos extrañe en modo alguno, que la tradición popular –aquélla que, al contrario que los pergaminos que el tiempo destruye, el pueblo conserva- insista en que las ruinas de San Pedro el Viejo, fueran en tiempos un convento de templarios. Situadas en lo más alto de una colina, a un kilómetro, aproximadamente, del pueblo, el tiempo y la barbarie se han cebado en ellas como una segunda maldición. Ocasionalmente utilizadas, también, como refugio de pastores, su cabecera guardaba unas interesantísimas pinturas, entre las que no faltaba una lucha entre caballeros, motivo similar al que se expone en cierto lugar de la geografía francesa, llamado Cressac, y en otro interesante lugar de la geografía española, cuyo nombre, de momento, me reservo. A duras penas, aún se ven los perfiles de los caballeros, y algo más allá, hacia la izquierda, grabado con todo detalle, ese Orión ibérico con el arco apuntando al cielo, de nombre Indalo, venerado, sobre todo, en provincias como Almería. Entre las ruinas adosadas a la iglesia, destacan unas que, por su carácter, podrían haber sido muy bien el dormitorio de los monjes. Decir, por último, que su situación, solitaria y dominante del contorno, resulta típica de la estrategia militar templaria.

 
(1)    Antonio Ruiz Vega: ‘La Soria Mágica: fiestas y tradiciones populares’, Ingrabel, Colección Saas/2, 1985, página 61.
(2)    Aquí nos encontramos con otro curioso enigma: la Virgen original, se perdió en un pavoroso incendio que acabó prácticamente también con el santuario románico que la albergaba. Ahora bien, la copia que actualmente se puede ver, presidiendo el Altar Mayor, guarda un más que asombroso parecido con otra famosa Virgen Negra soriana: Nª Sª de los Milagros, localizada en Ágreda, no muy lejos del convento donde se guarda el cuerpo incorrupto de una de las místicas más relevantes del Siglo de Oro español: Sor Mª Jesús, popularmente conocida como la Dama Azul –color también interesante, que tiende a la negrura- de Ágreda, cuya vida de visiones y desdoblamientos, resulta, sencillamente, apasionante. Además, Ágreda es una población que, por si fuera poco, está situada a los pies de uno de los lugares más mágicos que conforman la frontera entre Soria y Aragón: el Moncayo. Uno podría, con todo el derecho, preguntarse si, a fin de cuentas, se tomó, de ésta Virgen agredeña el modelo para hacer la copia o si, por el contrario –que nadie se eche las manos a la cabeza, porque es sólo una especulación- hubo dos Vírgenes Negras de extraordinario parecido ,tal vez hermanas, como las del Espino de El Burgo de Osma y Barcebal

miércoles, 7 de agosto de 2013

Misterios de Oncala


Sobrecogen esas quebradas, esos montes solitarios, liberados de la selva arbórea que, según contaban los cronistas clásicos, permitían que una ardilla emprendedora y audaz, cruzara la vieja Hispania de un extremo a otro, simplemente por el placer de la aventura o quizás buscando el lugar más idóneo para asentarse y chascar a gusto sus nueces. Oncala, término que aún recuerda, en su pronunciación, el sonido seco, determinante que brotaba de las curtidas gargantas de los pelendones celtíberos, que habitaban estas inmensas infinidades. El viejo grito de guerra pelendón -quizás semejante al ijujú de los astures- agostado por la maquinaria bélica más poderosa de la Antigüedad; sustituido milenios más tarde por el familiar balido de los rebaños y el silbido de los pastores que dieron durante siglos vida, riqueza y futuro al lugar, y que hoy, apenas son un recuerdo de lo que fueron en realidad. 
Tal vez por eso, o porque precisamente de estos pagos se nutría generosamente la desesperada Numancia, de guerreros entregados voluntariamente al holocausto, hábiles en tender emboscadas a esos inflexibles explotadores del Imperio que fueron los romanos, ese gran querido amigo, Antonio Machado, con cuya poesía, los viajes por Soria han resultado siempre mucho más entrañables y placenteros, pensaba de este lugar y puerto de Oncala, como llanuras bélicas. Tierras Altas sorianas, salpicadas de pueblos, amigos de la tierra y de la piedra que, según Blas Taracena y José Tudela (1), repiten en sus nombres aquéllos otros de Madrid y su provincia, quizás como un tributo absurdo a un centralismo que apenas se acuerda de ellos.
La última vez que estuve, apenas, también, comenzaba mayo, y aún se veían por las laderas crespones de mármol níveo, deshaciéndose frente a un sol generoso que, cual águila dominando el cielo, despedía con determinante seriedad el dominio gris y plomizo de un invierno que había resultado más largo, quizás, de lo habitual. De caminos con el asfalto socavado por los rigores de éste, el pueblo de Oncala aparecía sujeto a las faldas del puerto, con esa ingenua candidez que parecen tener todos los lugares donde el tiempo, por una razón difícil de entender, induce en el alma la incierta sensación de haberse detenido. Tiempo más allá del tiempo, noche sin luna en un abismo infinito, los ojos de un viejo, sentado melancólicamente a la vera de la puerta de su casa –piedra dura, material de sueños-, semejaban tornar a la tierra, como ya cantara el admirado Poeta, hartos de mirar sin ver.
El pueblo hace una media luna sobre la ribera del río: a un lado, apiñadas sobre lo que fue el antiguo reducto, caserón o palacio del obispo, el grueso de las casas del pueblo; al otro, imponente como un halcón de ojo avizor sobre la cima de la colina, la impresionante mole de la parroquial dedicada a la figura de San Millán de la Cogolla; y en el centro, a la sombra de los pechos de nodriza del río, pequeñas huertas de frutos madurando silenciosamente al sol.
De orígenes románicos actualmente irreconocibles, la iglesia de San Millán de la Cogolla semeja, a falta de castillo, un bastión inexpugnable en cuya parte central, isla entre un abismo de ángulos rectos, la forma hexagonal de su precioso cimborrio trae al recuerdo el hechizo oriental de los alarifes mudéjares que desplegaron arte y habilidad a este lado de la frontera del Duero. Como recuerdo de aquélla cruenta época, y posiblemente perteneciente a la antigua fábrica de la iglesia, el sillar de la ventana de una casa situada en paralelo con ella, seduce la imaginación, mostrando al visitante una deliciosa cruz paté –señal, quizás, de la presencia de alguna de esas belicosas órdenes militares que brillaron en las épicas batallas de la Reconquista-, acompañada de esos arcos que caracterizan aquéllos otros, maravillosos, que conforman el espectacular claustro del monasterio sanjuanero enclavado en la capital, frente al Monte de las Ánimas, a pie mismo de la carretera que se dirige de Soria a Almajano.
Quizá por eso, éste no se extrañe en demasía cuando, una vez franqueado el umbral del templo, descubra que esos mismos arcos conforman también el dibujo –acompañado de un interesante ajedrezado (2), tipo jaqués, que en parte se ve cortado con la presencia de lo que parece un simbólico caballo- de una de las dos pilas, macizas y románicas que crían telarañas y olvido debajo del coro.
Pero el auténtico tesoro de Oncala, aquél que gratifica los sentidos y despierta pasión por su belleza y perfección, cuelga indolente en los muros laterales, retando a la imaginación del visitante con trucos malabares de fantasía. Se trata de las colecciones de magníficos tapices que dan fama al lugar, los cuales poco o nada tienen que envidiar a aquellos otros que hay, por ejemplo, en la catedral de Zamora.

 
Datados en el siglo XVII, fueron regalados por un ilustre hijo del lugar: don Francisco Giménez del Río, que fuera obispo de Segovia y posteriormente, arzobispo de Valencia. Divididos en dos colecciones, ocho representan escenas del Triunfo de la Iglesia, según los cartones realizados por Rubens. Algunos de los bocetos, se encuentran en el Museo del Prado, en Madrid, y son iguales, de hecho, a los de la misma serie que se guardan en el también convento madrileño de las Descalzas Reales. Entre ellos, cabe destacar la figuración tan realista del sacrificio de Abraham, así como un tema siempre apasionante, representado, igualmente, de manera particular, como es el transporte del Arca de la Alianza. La segunda colección, la conforman tapices algo más pequeños, que representan escenas profanas y amorosas. A partir de aquí, surge un pequeño misterio que, aunque comentado, la persona encargada de enseñar la iglesia –responsable, a su vez, del pequeño museo dedicado a los Pastores de Oncala, no supo, o mejor dicho, no pudo darnos más detalles: el cómo y el por qué, de una tercera colección de tapices, que se encuentran en Pamplona.
Por otra parte, y no menos interesante que estas magníficas colecciones de tapices, son las figuras, realizadas en un solo bloque de madera, que decoran el altar: la de San Millán de la Cogolla, que preside el Retablo Mayor; una representación, no muy frecuente, de José y el Niño, y por supuesto, por su extraordinario realismo –y si no, fíjense bien en el realismo de la herida del muslo, que hace intención de lamer con su lengua el perro- la de San Roque. Santo enigmático y muy popular que, según ciertas teorías, suele ser acompañante, cuando no guardián, de Vírgenes Negras. Teoría, que aquí vemos completamente confirmada, con la presencia de una magnífica Virgen del Espino –la cuarta de la provincia con dicha advocación, que yo sepa (3)-, tan negra como una noche y una curiosa simbología, no sólo por los colores de su vestido y manto, sino por la proliferación de todo un símbolo sobre el que se podría especular largo y tendido, como es la flor de lis.
Mención especial, merece también el museo de los Pastores, donde no sólo se puede contemplar una magnífica colección de objetos de índole antropológica de primer orden, sino donde también se puede contemplar, en los hierros de marcaje que cuelgan de las paredes, una interesante colección de iniciales y símbolos, que pueden hacernos meditar y realizar comparaciones con aquéllos otros utilizados por los canteros medievales, cuya presencia en los sillares de los templos no sólo dan constancia de su paso por el lugar, sino que a la vez, constituyen todo un fascinante enigma.
 
 
(1) Blas Taracena y José Tudela: 'Guía de Soria y su provincia', EOSGRAF, S.A., 3ª edición aumentada, 1968, página 247.
(2) Como anécdota relacionada, diré que a finales de junio, mientras visitaba la espectacular iglesia de Vilar de Donas, situada en pleno Camino Francés a su paso por la provincia de Lugo, el guardián del templo me hizo una curiosa pregunta, con respecto al origen de este tema del ajedrezado, común a muchos templos románicos, sin importar situación o provincia: ¿lombardo o musulmán?. Ahí queda otra interesante cuestión para devanarse los sesos.
(3)  El listado podría ser el siguiente: Soria capital, Nª Sª del Espino (réplica, la original se perdió en un incendio). Catedral de El Burgo de Osma y Barcebal. A éstas dos últimas, las denominan las Vírgenes Hermanas, aseverando la tradición que fueron realizadas del mismo bloque de madera de espino.
 

lunes, 8 de julio de 2013

Misterios de San Andrés de San Pedro



‘Contra el espíritu redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada más’.
[Antonio Machado (1)]
Aunque don Antonio Machado y los autores de esa temprana ‘Guía de Soria y su provincia’ no citan por ninguna parte a San Andrés de San Pedro, no me importa inmiscuirme en el mundillo surrealista de los dimes y diretes, y comenzar la presente entrada diciendo que, si bien la matriarcal y celtíbera Soria nos invita, como maestra de castellanía, a ser lo que somos y nada más, son, no obstante, sus pueblos, los que nos lanzan el guante, poniéndonos ante los ojos el anzuelo de esos antiguos misterios, que pueden hacernos pensar, de alguna forma, que cualquier tiempo pasado, si no mejor, sí fue, al menos, lo suficientemente interesante como para inducirnos a picar e intentar sacar a la luz –con más ilusión que destreza, posiblemente- algún que otro fragmento de historia perdida. Ocurre, generalmente, que los ojos incitan al error, y cual seductores Mefistófeles, generan falsas señales, cuyas características principales, de nombre apariencias, suelen inducirnos a pasar de largo muchas veces, haciéndonos, por defecto, un flaco favor. Del interés intrínseco oculto en nuestros pueblos, ya dio cumplidas referencias una mente insigne y privilegiada, como fue aquélla que se ocultaba detrás de un nombre y unos apellidos no menos ilustres: Julio Caro Baroja. Su dedicación a los aspectos fundamentales de la historia antropológica de un país de variopinta idiosincrasia, como es España, dan fe las numerosas publicaciones que lo avalan.
Muy lejos, obviamente, de intentar equipararme, cuando no emular a tan docto maestro, lo primero que hay que reseñar, sin embargo, es esa faceta, tan humanamente interesante, y referida a la constitución de nuestros pueblos, que él tan sabiamente trató en sus ensayos, dejándose llevar, en no pocas ocasiones, por un recomendable ejercicio de observación. Recurriendo, pues, a él, no ha de sorprender en demasía si, una vez situados en las sierras de las denominadas Tierras Altas sorianas, somos conscientes de su intrínseca belleza, pero también de su duras condiciones de vida y consideramos a un material como la piedra, el pilar fundamental sobre el que afrontar esa vida de rigores, basada, principalmente, en el pastoreo y la cría de ganado lanar, actividad que en tiempos constituyó el modo de vida y sustento de numerosas familias, y a la vez, una de las principales riquezas de la provincia.
Pasada, pues, la mediática dureza del puerto de Oncala, apenas son nueve los kilómetros que separan esta población de aquélla otra que, por número de habitantes y tradición, podría ser considerada como la señera de la zona: San Pedro Manrique. De hecho, en el mismo nombre que acompaña a San Andrés, ya se indica tal disposición de antigua dependencia: de San Pedro.
Ahora bien, a diferencia de muchos pueblos, San Andrés de San Pedro todavía conserva casi intacta buena parte de esa sólida arquitectura rural, basada en una utilización milimétrica, cuando no magistral de un recurso abundante, como es la piedra, donde ésta se amolda a la perfección, hasta formar generosas estructuras, capaces de contener el intenso frío de los rigurosos inviernos y mantener el frescor en los sofocantes días de calor estivales. Estructuras, cuya característica principal, es aquella en la que conforman pequeñas agrupaciones familiares, autosuficientes, donde en un mismo habitáculo las dependencias se dividen en zonas específicas, donde cada una de las cuales cumple una función determinada: hogar, corral, cuadra, desván y granero.


 
Resulta interesante, por otra parte, comprobar que muchas de estas antiguas casas, todavía conservan, en los dinteles de sus puertas, sillares de magnífica calidad, cuyas fechas, grabadas a escoplo y cincel junto a los nombres de los propietarios y algunos símbolos piadosos entre los que no faltan las significativas cruces de tipo monxoi, nos remiten a los siglos XVII-XVIII, precisamente aquellos tiempos en los que en el catastro del Marqués de la Ensenada, figuraban una cincuentena de vecinos, incluidas ocho viudas. Población, que más o menos se mantuvo estable un siglo después, cuando Pascual Madoz realizó también el suyo. De su relevancia en tiempos, aún quedan en pie las dos escuelas que había en el pueblo. Escuelas donde, por añadidura y como dato anecdótico, estudió uno de los personajes más relevantes del pensamiento y la política de los años de posguerra, no sólo a nivel provincial sino también nacional: Dionisio Ridruejo.
Por otra parte, y aunque muy transformada, la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol, saluda al visitante, apenas éste pone los pies en el pueblo, poniendo a prueba su imaginación, con los escasos testimonios de índole románica que todavía conserva. Éstos se reducen, poco más o menos, a su portada principal y parte de la nave. Soberanamente castigados por los efectos de la erosión, de la intencionalidad simbólica desplegada por los canteros medievales, todavía se pueden observar algunos detalles, que sin embargo, no dejan de resultar interesantes. Entre ellos, y por su amplitud simbólica, destaca la presencia de serpientes que, como la lengua bífida que las caracteriza, determinan una variedad de interpretaciones; interpretaciones que van, desde la alusión al pecado –en su versión católica y literal-, a una forma encubierta de referencia al conocimiento, en concordancia con el pensamiento esotérico y gnóstico. En ambos casos, el pasaje bíblico referente a Adán y Eva, contiene ambas referencias. Del cementerio medieval que debió estar adosado a la iglesia, como era la costumbre, apenas sobreviven los restos de dos estelas, una de las cuales, tiene forma de cruz y una tosca representación de crucificado en su interior y de la otra, apenas se pueden hacer conjeturas, por estar el motivo muy desgastado e incompleto.
A las afueras del pueblo, y muy cerca de la confluencia de los dos ríos –uno de ellos, el río San Juan- que se unen dentro de su término municipal –cerca de un lugar, conocido como San Miguel-, y en el paraje que lleva por nombre El Santo, aún se aprecian parte de los irreconocibles muros que conformaban una antigua ermita, de cuya advocación apenas quedan recuerdos entre los habitantes del pueblo, pero que quizás pudiera tratarse de esa iglesia de la Asunción que se menciona en algunas fuentes de internet. A tal respecto, cabe determinar, que no dejan de ser curiosos los nombres y advocaciones asociados al entorno de San Andrés. Un entorno que, aparte de sus míticas reminiscencias celtíberas, es rico en leyendas y tradiciones que hablan de gigantes, templarios y moras embrujadas, y que repiten estas mismas advocaciones, en pueblos y lugares cercanos, como sería el caso de Fuentelsaz y su Cerro de San Juan donde, al parecer, hubo en tiempo dos monasterios –de monjas y monjes, respectivamente- de cuyo recuerdo, aún se conservan algunas curiosas piezas repartidas por las casas del pueblo.
 
(1) La cita está sacada del libro de Blas Taracena y José Tudela: ‘Guía de Soria y su provincia’, EOSGRAF, S.A., 3ª edición aumentada, 1968, página 13.

martes, 21 de mayo de 2013

Villasayas: día de las Garrochas o bendición de campos



Siempre he pensado en Soria, como en una inmensa matrona que deja fluir sus sentimientos de una manera espontánea, sin tapujos, y por supuesto, sin ocultar en absoluto sus diferentes estados de ánimo. Tal vez por eso, apenas me sorprende encontrarme con una niebla tan espesa como humo de chimenea en Medinaceli; un cielo nublado, con pequeñas ráfagas de cierzo en Almazán, y un espléndido sol dorando los campos algunos kilómetros más allá, en esas tierras legendarias por las que iba y venía a su antojo el soberbio Almanzor, en el transcurso de sus innumerables expediciones de castigo contra los reinos cristianos del norte. Un sol, dicho sea de paso, acompañado de un vientecillo salsero, capaz de acariciar la piel con abrazos de siroco sahariano. Ahora bien, sea como sea, con niebla, nubes y cierzo, sol y siroco, siempre me rindo ante la evidencia de observar que, a pesar de los pesares, Soria, la Soria de siempre, vamos, la de toda la vida, todavía continúa existiendo. Y existe, en contra de lo que muchos piensan, en sus tradiciones, en el apego que aún sienten los pueblos hacia ellas, y sobre todo, en la manera tan envidiable en como sus habitantes abrazan el espíritu de la festividad, celebrando la vida más allá de la triste rutina de las penalidades cotidianas. A veces pienso, que los sorianos nacen con la fórmula suprema del Eclesiastés grabada a fuego en sus corazones: un tiempo para el dolor y otro, para la excelsa alegría.


En el fondo, hablo desde el punto de vista de un ignorante, que hasta no hace mucho, es cierto, se dejaba llevar por la corriente, haciéndose eco sólo de aquéllas festividades que, por su aparente monumentalidad, atraían la atención de la mayoría, sin apenas enterarse de esas otras corrientes, ocultas en las intimidades rurales, tan ricas, entrañables e interesantes, que no sólo dejan huella en el sentimiento particular, sino que ofrecen, a la vez, una riqueza cultural, difícil cuando no imposible de encontrar en las guías y manuales al uso. Porque ese es el gran error -y perdón si ofendo por decir lo que pienso- del turista de hoy en día: que se olvida de la aventura, o mejor dicho, del espíritu universal de la aventura y busca en las guías un Eldorado a la carta. Qué duda cabe, que la romería de San Bartolo, la Barrosa, el Toro Jubilo o el paso del Fuego y las Móndidas, por poner sólo algunos ejemplos, son fiestas de interés general, que tienen la suficiente carga lúdica como para hacer que asistir a ellas sea toda una experiencia, en muchas ocasiones inolvidable. Pero nos equivocamos, si pensamos que detrás de ellas, no hay nada más. La festividad, después de todo, responde a la necesidad que siente el pueblo, de expandir la alegría acorde a las circunstancias de precariedad o abundancia que el entorno que habita le proporciona. Son manifestaciones socio-culturales, herencias cuyas raíces se hunden en lo más profundo de la Historia, sin importar las condiciones a que han llegado en la actualidad, ni tampoco el carácter ritualístico con el que se revisten, derivado de un cambio de pensamiento o consecuencia de una renovación de carácter religioso. Porque lo ancestral, en el fondo, continúa ahí. No se trata de esoterismos ni de oscuras corrientes ocultistas, sino de formas tradicionales que han ido evolucionando acorde con los tiempos y sus circunstancias.


A este respecto, me alegra también observar que Villasayas, lejos de dejarse vencer como un junco al viento, es partícipe de esa evolución y mira con satisfacción hacia el futuro, como demuestran, no esas casas de tejados hundidos y no obstante, sillares excelentes que aún conservan en sus dinteles los nombres de sus centenarios propietarios y las fechas en que las levantaron, sino en aquéllas otras, de reciente remodelación, así como en las que también están en camino, que indican, al contrario que en muchos otros lugares de la provincia, que el lugar –cercano a Barahona y su campo de las brujas- goza de buena salud. Y lo hace, hasta el punto de tener, poco menos que recién inaugurado, uno de los mejores polideportivos de la provincia, aparte de su club social, donde todavía existe, bálsamo para aliviar las duras jornadas de labor en los campos, aquello que en el norte tuvo fama y arrastraba, con la magia de los dimes y diretes, todo un universo cultural: la tertulia o el filandón.
Yo imagino –y vuelvo a poner de manifiesto mi ignorancia- que por el nombre, la festividad de las Garrochas debió de tener en el pasado, alguna relación con la ganadería, y en especial, con la taurina, siendo de todos conocido el apego que el celtíbero sintió y siente por el mundo del toro y la ritualidad –actualmente, considerada salvaje en algunos sectores, de ahí que algunas celebraciones, como la del Toro Jubilo de Medinaceli levanten polvareda- que lo acompaña. Y lo digo, porque el término garrocha, si uno se molesta en buscarlo en el diccionario, no hace referencia sino a esa especie de pértiga larga con la que se conduce el ganado, que no es otra, por añadidura, que la que se utilizan en algunos espectáculos taurinos para realizar acrobacias y saltar con ellas por encima de los bravos. No obstante, hoy en día, y dado que no existe este tipo de ganadería en Villasayas, todo se reduce a una bendición de campos –y con esto retomo el tema de las tradiciones que, aun cambiando de aspecto, no dejan de tener el mismo sentido y finalidad que las que se celebraban en la más remota antigüedad- y a la posterior celebración, teóricamente hablando, por los dones conseguidos tras la cosecha y la recolección. Una vez celebrada la santa misa, y realizada la bendición de los campos, donde el sacerdote dirige su discurso y distribuye agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales –no olvidemos este número, pues tiene una fascinante simbología detrás- el acto se despoja de la solemnidad y discurre por senderos lúdicos de convivencia y celebración, cuyos detalles, en conjunto o por separado, son los que verdaderamente llaman la atención y constituyen el alma en sí de la fiesta.

Los detalles, en el fondo, son elementos imprescindibles para la tertulia y la discusión, porque lo que a unos les puede parecer trascendente, interesante o relevante, para otros, quizás, no pasen de ser simples vanalidades, que no conllevan ni pena ni gloria. Con pena o con gloria, trascendente o vanal –júzguelo cada uno como mejor considere- los detalles que más me llamaron la atención, e incluso me impresionaron de esta festividad de las Garrochas fueron, en el orden en el que aproximadamente se sucedieron, las fantásticas tazas de plata con las cuatro fases de la luna; el exquisito café de puchero, nacido para ser saboreado y con capacidad para alegrarle el día a un triste, y la pequeña aventura campestre hasta la Cueva del Tío Botas. Obviamente, esto no significa, en modo alguno, que el resto de los acontecimientos que se sucedieron en tan memorable jornada, no merecieran la pena; al contrario, vasta simplemente una ojeada a la enorme hoguera y a las dos increíbles parrillas repletas de jugosas chuletas de cordero, regadas posteriormente con un excelente vinillo de la tierra y una desenfada y amena conversación, para darse cuenta del estado de pequeña felicidad con el que se desarrolló el acontecimiento.
Existe cierta relación entre la bendición de campos, como he dicho, dirigiéndose la misa y el agua bendita hacia los cuatro puntos cardinales, con esa magia simbólica añadida al número cuatro –sirvan como ejemplo, los cuatro Evangelistas, de los que, si no me falla la apreciación Julián, el sacerdote, reseñó algunos pasajes de cada uno durante la misa- y con esas cuatro fases de la luna, representadas en las cuatro tazas de plata. Tazas que, según me comentaron, tienen entre doscientos y trescientos años de antigüedad, y en las que se apura de un trago el vino, tirándose lo que sobra, en señal de abundancia y buena suerte.
Evidentemente, todo aquél que haya probado el café de puchero, convendrá conmigo en que no sólo es exquisito, que sabe a gloria y que, tomado recién sacado del puchero, es capaz de hacer brincar el estómago a ritmo de merengue, devolviendo a las mejillas su color, si no azul, sí al menos grana.
El paseo hasta la Cueva del Tío Botas, tampoco tiene desperdicio. Ésta se encuentra, aproximadamente, a tres o cuatro kilómetros del lugar donde se desarrolla la fiesta y transcurre por senderos rurales, repletos de arte y de misterio. Arte, en el modo tradicional en el que se levantaban los cercados de piedra que delimitan las fincas, demostrando una maestría artesanal, capaz de lograr que éstas encajasen unas con otras como las piezas de un mecano. La magia está, muchas veces, en aprender de aquéllos que saben, y observar en qué lugares apacientan los ciervos; dónde escarban los jabalíes y el suelo de qué tipo de carrascas –o encinas, abundantes como los robles- existen muchas probabilidades de que se oculte un tesoro que vale su peso en oro: la trufa.
La Cueva del Tío Botas, si no espectacular, sí es al menos de difícil acceso y profunda. Se localiza sobre un farallón desde el que se obtiene una excelente panorámica de los campos alrededor y desde donde se observa, perfectamente, la carretera que conduce hasta otro pueblo que aún conserva algún ancestral misterio: Fuentegelmes.
Dicen los que entienden, que hubo un tiempo en que la habitó una persona que se encargaba de las labores de guarda forestal. E incluso, a los pocos metros de la entrada, a la izquierda, estaba el pequeño corral con el que este se procuraba parte de su sustento. Dicen, también, que en lo más profundo, los zorros han debido de hacerse una guarida, a juzgar por la paja y los rastrojos allí acumulados, y también –aviso a navegantes- por las numerosas pulgas que danzan a su antojo buscando huésped. Pero claro, dicen también que en todos o en casi todos los pueblos sorianos, existe una Cueva del Tío Botas. Como en tantos despoblados, que comparten la leyenda del pueblo abandonado porque todos sus habitantes murieron al beber agua envenenada. Son los chascarrillos, el entrañable folklore que, a fin de cuentas, constituye una herencia cultural que enriquece el carácter de nuestros pueblos y que, en definitiva, merece ser mimada y conservada como el inapreciable tesoro que es.


lunes, 13 de mayo de 2013

...y otra de arena: el repoblado de Valdelavilla


'¿Nací alguna vez en estos jardines colgados fuera del tiempo?'
[Fernando Sánchez Dragó (1)]

Si tuviera que definirme, mas que por la arena, sugeriría, sin duda como mas apropiada, la comparación con la mitológica Ave Fénix, pues, al contrario de lo sucedido en Torretarrancho, no es por exceso de orgullo que puedo afirmar bien alto -y de hecho, lo afirmo- que el destino me tenía reservado renacer de mis cenizas. De mis orígenes, puedo suponer que también una vez fui ayo -cuando no encubridor, dada la situación de recogimiento y la profundidad a la que me encuentro- de aguerridos pelendones que dominaron estas duras e infinitas serranías, inmolándose con orgullo en el sitio de Numancia -si tal cosa es posible- antes de perder el más preciado de sus bienes: la Libertad. No recuerdo mucho de otros periodos históricos de conquista y dominación; pero sé que, una vez conquistados estos territorios a los musulmanes, fui repoblado por gentes de la cruz, que avanzaban incontenibles hacia el sur, en aquélla cruzada que denominaban Reconquista. Hablo, por tanto, de los siglos XI y XII, que ofrecen, cuando menos y como tarjeta de presentación, un pedigrí de notable antigüedad. Con posterioridad, sé, por una ejecutoria fechada en 1550 -por entonces, era rey el todopoderoso Felipe II- que ya existía como Concejo de Valdelavilla. Doscientos años más tarde -año más, año menos, que tanto da- y según atestigua el Marqués de la Ensenada, fui tres personas en una: villa, aldea y jurisdicción. Jurisdicción de San Pedro Manrique -hasta aquí llegaba el olor de las hogueras en la noche de San Juan- aunque perteneciendo, Dios mediante, al Excelentísimo Señor Duque de Arcos. Por entonces -continúo parafraseando al Señor Marqués- la población se componía, aproximadamente, de algo más de una docena de vecinos, entre pastores y agricultores. Población que hacia los años cincuenta del siglo XX, apenas consistía en unas veinte familias, cuyos vástagos, heridos por esos curiosos deseos de futuro y prosperidad con que los Dioses -según Homero- tientan a los hombres a través del cuerno de marfil de los sueños, consiguieron que las migraciones se fueran sucediendo. Bien que lo sabe Nª Sª de la Antigua, cuya imagen románica -siempre me he preguntado si, como dice la tradición, fue tallada también por el mismísimo San Lucas- vela las soledades del museo catedralicio de la catedral de El Burgo de Osma. Porque ese fue también su destino, cuando, hacia 1968, las carrascas del camino dijeron adiós a los últimos vecinos. La soledad que vino a continuación, me resulta un recuerdo tan doloroso, como una puñalada en el bajo vientre. El ayo que había visto nacer a infinidad de generaciones, era juez y parte de un geriátrico histórico marcado por el olvido y el abandono. Ventiscas en invierno, lluvias en primavera y otoño y calor insoportable de cantos de cigarra, hendieron como martillo de Dios los tejados, cuyas vigas fueron cediendo, llevándose tras de sí las piedras que hacían robustas y gallardas unas fachadas que habían resistido con orgullo el paso de los siglos. Mi memoria, a partir de aquí, se congeló.
No me pregunten cómo ni por qué. Tan sólo sé, que después de un sueño prolongado, desperté con la cara tan limpia como la luna en su fase llena. Tardé algún tiempo en resolver el terrible enigma existencial referente a si estaba teniendo la mayor de las alucinaciones, o por el contrario, acababa de despertar al más maravilloso de los sueños. No reconocía muchas de las caras que veía, desde luego, pero el pueblo tenía lustre. Los escombros, libres de las zarzas y los nidos de lagartija, habían hecho bueno el principio universal de la energía: nada se destruye, tan sólo se transforma. Y ya lo creo que se había transformado. El pueblo, lamidas su viejas heridas y engalanado de etiqueta, se había convertido en un complejo turístico rural. Un lugar donde la vida llamaba a la vida, con los mejores ingredientes con que se pueda soñar: naturaleza, descaso y paz. Cierto, repito, que las caras no eran las mismas, aunque en algunas observaba cierta familiaridad y que algunas voces se elevaban en idiomas extranjeros, de los que luego supe, eran cursos intensivos de inglés. Cierto, también, que los carteles no eran los mismos, pero ¡qué demonios!, que orgulloso me sentí cuando vi aquél que, aunque sencillo, como la vida misma, decía:
 
'Salen de su cautiverio, viejas campanas calladas y abren sus puertas cerradas, la iglesia y el cementerio. Se llevó el viento el misterio de la triste pesadilla, con verdes prados desiertos y de una nueva semilla. Sin olvidar a sus muertos, renace Valdelavilla' (2).
 
Que venga alguien y lo supere.



(1) Fernando Sánchez Dragó: 'El camino del corazón', Editorial Planeta, S.A., 10ª edición, mayo de 1991, página 179.
(2) L. Arevaco. Hay también otro, de Artemio del Valle, que dice: 'Era un pueblo apacible, silencioso, lleno de dulce paz'.