jueves, 26 de julio de 2007

La Ciudad del Cielo: Medinaceli


Orgullosa y apacible desde su posición, dominando los valles del Jalón y del Arbujuelo, la Occilis celtíbera, la madinat al salim árabe, nuestra Medinaceli, bosteza perezosa, despertando lentamente cuando los primeros rayos del sol comienzan a colarse a través de los cristales de las ventanas. Las sombras van retirándose poco a poco, con desgana, frente al incontenible avance de la mañana y sus calles -estrechas y medievales- sustituyen la tenebrosidad de su camisón nocturno esperando al visitante que, cámara en mano, las recorrerá encantado, deteniéndose a contemplar curioso los numerosos escudos que dan suficiente testimonio de su nobleza y condición.
Todavía es pronto para tomar un café reponedor, aunque no lo es para contemplar la extraordinaria metamorfosis que los rayos del sol producen sobre la dura superficie de la milenaria piedra del Arco Romano -siglos II a III a. de C.- dotándola de connotaciones áureas. Enfrente del Arco, a media altura sobre la fachada de una casa, un humilde poema -grabado en letras rojas y negras sobre el esmalte de los azulejos que le sirven de soporte- recuerda a un poeta muy apreciado en la provincia: Antonio Machado.
No muy lejos de allí, aunque pegado a la carretera en un apartado con forma de media luna, grabada también sobre la humilde superficie esmerilada de los azulejos, hay una inscripción que recuerda a otro gran escritor español: Ramón Menendez Pidal, haciéndole saber al visitante lo mucho que en el campo del afecto representó para él Medinaceli, 'mucho más que esas grandes ciudades'.
Al pie de la carretera, en el cruce de caminos cuyas señales indican las direcciones de Soria, Miño de Medinaceli y Ambrona, una humilde ermita, cerrada a cal y canto y tomada al asalto por palomas y otras aves, languidece en solitario, perdida en el tiempo, sin otra companía que el musguillo que se adhiere a sus piedras y los hierbajos que la circundan: se trata de la ermita gótica del Humilladero.
Hállase ésta custodiada, desde lo alto del cerro y a algunos metros por encima de lo que en su día constituyó la Puerta de Coz y las murallas de la ciudad, por el castillo medieval que fuera residencia de los duques de Medinaceli, y en la actualidad y momento presente, habitado por esas elegantes aves cuyo plumaje negro semeja un frac, y que todos conocemos con el nombre de golondrinas. Según la tradición, fueron éstas quienes liberaron de la corona de espinos la castigada frente de Nuestro Señor y por ese motivo suelen ser consideradas como sagradas. Tal vez sólo se trate de una leyenda; hermosa y solidaria, pero leyenda al fin y al cabo. Pero de una u otra forma, es conveniente no olvidar que nos hallamos en una tierra 'mágica'; una tierra, para más señas, que fue frontera entre los reinos moros y cristianos, de cuyas fuentes bebió con prodigalidad hasta saciarse.
Tiene fama Medinaceli de ser considerada como el lugar a donde vino a morir el gran caudillo árabe, azote de los reinos cristianos y destructor del santuario del apóstol Santiago en Compostela, en el año 997, Al-Mansur -su auténtico nombre, al parecer, era Muhammad Ibn Abi Amir-, más conocido con el nombre latinizado de Almanzor.
Aseveran los historiadores que Almanzor resultó mortalmente herido en la batalla de Calatañazor, acaecida en el año 1002, aunque hay quien opina que no fue una batalla en realidad, sino una escaramuza entre la retaguardia musulmana -venía obligado por una enfermedad, después de saquear La Rioja- y las avanzadillas cristianas al mando de Sancho García de Castilla. Sea como fuere, Almanzor muere en Medinaceli unos días más tarde, el 10 de agosto. Según cuentan algunos historiadores árabes, su cuerpo es envuelto en una mortaja que siempre llevaba consigo y había sido cosida por sus hijas, siendo cubierto con el polvo que recogía de sus vestidos en todas las expediciones que realizaba e iba guardando en un cofre preparado para tal acontecimiento.
Si hemos de seguir haciendo caso a las fuentes árabes, Almanzor es enterrado en Medinaceli -demasiado imprecisamente se habla de 'una cuarta colina'-, quedando grabada en su tumba la siguiente inscripción:
'Las huellas que has dejado en la tierra te enseñarán su historia como si lo vieras con tus mismos ojos. Por Alá, que jamás los tiempos traerán otro que se le parezca, ni que como él defienda nuestras fronteras'.
Asegura también otra tradición -comentada por Juan García Atienza (1)- que en Medinaceli reposa, enterrado en algún lugar desconocido, como la tumba y el tesoro de Almanzor, un fragmento de la Mesa Esmeralda del rey Salomón, el cuál fue oportunamente sacado de la ciudad de Toledo antes de la llegada de los sarracenos.
Pero, ¡chist!, hay que ser prudentes a la hora de manejar la información. Aunque los barcos de Odyssey han partido de aguas españolas, siempre hay alguien ávido de pistas para expoliar nuestra historia y patrimonio, aumentando los beneficios de su cuenta corriente.
Sentado en la Plazuela de la Iglesia, frente a la Colegiata de Santa María la Mayor (siglo XVI), mi mente no deja de divagar sobre Almanzor, su tesoro, así como esos supuestos huesos de gigante descubiertos por un pastor en una cueva hacia el año 1753. Y es que, siempre que se habla de gigantes, sale a relucir el nombre de Medinaceli, aunque nadie se haya puesto a indagar si verdaderamente pertenecían a seres humanos de gigantescas proporciones -que 'habélos, hubo'- o se trataban de los restos de algún pariente de los elefantes prehistóricos cuyos huesos están expuestos en el cercano Museo Antropológico de Ambrona.
Cuando se abre la puerta de la Colegiata, contemplo con profundo interés las nervaduras de la bóveda; las pilas bautismales de origen románico expuestas detrás de una verja cuyo acceso impide la entrada del público; los retablos y la ornamentación; el órgano del coro...Una vez acostumbrado a la semipenumbra, mis ojos se encuentran con los ojos de una figura ataviada con un largo manto de color violeta, situada unos metros por delante del altar. Es el Cristo de Medinaceli, ese mismo Cristo que tanta devoción despierta en Madrid, y al que nunca me había podido acercar tanto por las enormes colas de gente que siempre hay esperando. Me acerco, al menos lo suficiente para grabarlo en vídeo a través de la reja, y en silencio, movido por una súbita emoción -siempre había dado por hecho que no era lo suficientemente religioso como para hacer cosas así- le pido un deseo.
Una vez fuera de la Colegiata, con el sol a pleno rendimiento, sigo recorriendo las calles de esta ciudad tranquila cuyos habitantes, así como numerosos turistas, comienzan a dejarse ver. De tanto en tanto, observo en los muros fragmentos del Cantar de Mío Cid, ese paladín que sirvió a moros y cristianos y cuya fama le hizo entrar en la leyenda tras su muerte, acaecida poco después de la toma de Valencia.
Dando un pequeño rodeo, llego hasta la Plaza del Obispo Minguela, donde me topo con un monumento dedicado al poeta norteamericano Ezra Pound y una placa en la que se lee, textualmente, lo siguiente:
'A Ezra Pound, aún cantan los gallos al amanecer en Medinaceli'
Y es que, según la leyenda, Ezra Pound escribió estos versos cuando a principios de siglo, provisto de una beca, decidió recorrer a pie Italia, Francia y España, durmiendo en un pajar de Medinaceli.
Algunos minutos después, camino de las 'tierras de Berlanga', no pude por menos que repetirme a mí mismo:
- Sí, aún cantan los gallos al amanecer en Medinaceli.
(1): Juan García Atienza: 'La rebelión del Grial', Editorial Martínez Roca, 1985, página 151