lunes, 8 de julio de 2013

Misterios de San Andrés de San Pedro



‘Contra el espíritu redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada más’.
[Antonio Machado (1)]
Aunque don Antonio Machado y los autores de esa temprana ‘Guía de Soria y su provincia’ no citan por ninguna parte a San Andrés de San Pedro, no me importa inmiscuirme en el mundillo surrealista de los dimes y diretes, y comenzar la presente entrada diciendo que, si bien la matriarcal y celtíbera Soria nos invita, como maestra de castellanía, a ser lo que somos y nada más, son, no obstante, sus pueblos, los que nos lanzan el guante, poniéndonos ante los ojos el anzuelo de esos antiguos misterios, que pueden hacernos pensar, de alguna forma, que cualquier tiempo pasado, si no mejor, sí fue, al menos, lo suficientemente interesante como para inducirnos a picar e intentar sacar a la luz –con más ilusión que destreza, posiblemente- algún que otro fragmento de historia perdida. Ocurre, generalmente, que los ojos incitan al error, y cual seductores Mefistófeles, generan falsas señales, cuyas características principales, de nombre apariencias, suelen inducirnos a pasar de largo muchas veces, haciéndonos, por defecto, un flaco favor. Del interés intrínseco oculto en nuestros pueblos, ya dio cumplidas referencias una mente insigne y privilegiada, como fue aquélla que se ocultaba detrás de un nombre y unos apellidos no menos ilustres: Julio Caro Baroja. Su dedicación a los aspectos fundamentales de la historia antropológica de un país de variopinta idiosincrasia, como es España, dan fe las numerosas publicaciones que lo avalan.
Muy lejos, obviamente, de intentar equipararme, cuando no emular a tan docto maestro, lo primero que hay que reseñar, sin embargo, es esa faceta, tan humanamente interesante, y referida a la constitución de nuestros pueblos, que él tan sabiamente trató en sus ensayos, dejándose llevar, en no pocas ocasiones, por un recomendable ejercicio de observación. Recurriendo, pues, a él, no ha de sorprender en demasía si, una vez situados en las sierras de las denominadas Tierras Altas sorianas, somos conscientes de su intrínseca belleza, pero también de su duras condiciones de vida y consideramos a un material como la piedra, el pilar fundamental sobre el que afrontar esa vida de rigores, basada, principalmente, en el pastoreo y la cría de ganado lanar, actividad que en tiempos constituyó el modo de vida y sustento de numerosas familias, y a la vez, una de las principales riquezas de la provincia.
Pasada, pues, la mediática dureza del puerto de Oncala, apenas son nueve los kilómetros que separan esta población de aquélla otra que, por número de habitantes y tradición, podría ser considerada como la señera de la zona: San Pedro Manrique. De hecho, en el mismo nombre que acompaña a San Andrés, ya se indica tal disposición de antigua dependencia: de San Pedro.
Ahora bien, a diferencia de muchos pueblos, San Andrés de San Pedro todavía conserva casi intacta buena parte de esa sólida arquitectura rural, basada en una utilización milimétrica, cuando no magistral de un recurso abundante, como es la piedra, donde ésta se amolda a la perfección, hasta formar generosas estructuras, capaces de contener el intenso frío de los rigurosos inviernos y mantener el frescor en los sofocantes días de calor estivales. Estructuras, cuya característica principal, es aquella en la que conforman pequeñas agrupaciones familiares, autosuficientes, donde en un mismo habitáculo las dependencias se dividen en zonas específicas, donde cada una de las cuales cumple una función determinada: hogar, corral, cuadra, desván y granero.


 
Resulta interesante, por otra parte, comprobar que muchas de estas antiguas casas, todavía conservan, en los dinteles de sus puertas, sillares de magnífica calidad, cuyas fechas, grabadas a escoplo y cincel junto a los nombres de los propietarios y algunos símbolos piadosos entre los que no faltan las significativas cruces de tipo monxoi, nos remiten a los siglos XVII-XVIII, precisamente aquellos tiempos en los que en el catastro del Marqués de la Ensenada, figuraban una cincuentena de vecinos, incluidas ocho viudas. Población, que más o menos se mantuvo estable un siglo después, cuando Pascual Madoz realizó también el suyo. De su relevancia en tiempos, aún quedan en pie las dos escuelas que había en el pueblo. Escuelas donde, por añadidura y como dato anecdótico, estudió uno de los personajes más relevantes del pensamiento y la política de los años de posguerra, no sólo a nivel provincial sino también nacional: Dionisio Ridruejo.
Por otra parte, y aunque muy transformada, la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol, saluda al visitante, apenas éste pone los pies en el pueblo, poniendo a prueba su imaginación, con los escasos testimonios de índole románica que todavía conserva. Éstos se reducen, poco más o menos, a su portada principal y parte de la nave. Soberanamente castigados por los efectos de la erosión, de la intencionalidad simbólica desplegada por los canteros medievales, todavía se pueden observar algunos detalles, que sin embargo, no dejan de resultar interesantes. Entre ellos, y por su amplitud simbólica, destaca la presencia de serpientes que, como la lengua bífida que las caracteriza, determinan una variedad de interpretaciones; interpretaciones que van, desde la alusión al pecado –en su versión católica y literal-, a una forma encubierta de referencia al conocimiento, en concordancia con el pensamiento esotérico y gnóstico. En ambos casos, el pasaje bíblico referente a Adán y Eva, contiene ambas referencias. Del cementerio medieval que debió estar adosado a la iglesia, como era la costumbre, apenas sobreviven los restos de dos estelas, una de las cuales, tiene forma de cruz y una tosca representación de crucificado en su interior y de la otra, apenas se pueden hacer conjeturas, por estar el motivo muy desgastado e incompleto.
A las afueras del pueblo, y muy cerca de la confluencia de los dos ríos –uno de ellos, el río San Juan- que se unen dentro de su término municipal –cerca de un lugar, conocido como San Miguel-, y en el paraje que lleva por nombre El Santo, aún se aprecian parte de los irreconocibles muros que conformaban una antigua ermita, de cuya advocación apenas quedan recuerdos entre los habitantes del pueblo, pero que quizás pudiera tratarse de esa iglesia de la Asunción que se menciona en algunas fuentes de internet. A tal respecto, cabe determinar, que no dejan de ser curiosos los nombres y advocaciones asociados al entorno de San Andrés. Un entorno que, aparte de sus míticas reminiscencias celtíberas, es rico en leyendas y tradiciones que hablan de gigantes, templarios y moras embrujadas, y que repiten estas mismas advocaciones, en pueblos y lugares cercanos, como sería el caso de Fuentelsaz y su Cerro de San Juan donde, al parecer, hubo en tiempo dos monasterios –de monjas y monjes, respectivamente- de cuyo recuerdo, aún se conservan algunas curiosas piezas repartidas por las casas del pueblo.
 
(1) La cita está sacada del libro de Blas Taracena y José Tudela: ‘Guía de Soria y su provincia’, EOSGRAF, S.A., 3ª edición aumentada, 1968, página 13.