Gente de la provincia: un tesoro humano que descubrir



'Hoy como ayer, mañana como hoy,

y ¡siempre igual!

Un cielo gris, un horizonte eterno,

y ¡andar...andar!'

[Gustavo Adolfo Bécquer]


Introducción
Cuando emprendo viaje por la provincia, generalmente tengo claro a dónde quiero ir y qué es lo que espero encontrar. Como buen 'cazatesoros' -el epíteto se lo debo a mi amiga Teresa- soy un rastreador de pistas, siendo éstas tan variadas, como variada e insaciable es, en el fondo, mi curiosidad. Son tantos los tesoros; tantas las maravillas por ver, descubrir, sentir y valorar que, residiendo a más de doscientos kilómetros, no tengo más remedio que lanzarme a la carretera con las primeras luces del alba, si quiero aprovechar -lo más intensamente posible- las pocas horas que me restan entre la ida y la vuelta.
Tales prisas, por supuesto, hacen que apenas tenga tiempo para 'explorar' lo que, en mi opinión, es el mayor tesoro que uno se puede encontrar en la región que visita: sus gentes.
Por eso, la presente entrada está dedicada a una de esas piedras preciosas que constituye, en su justa medida y proporción, parte de ese inmenso tesoro humano que, en nuestra ignorancia, solemos, generalmente, infravalorar; o, en su defecto, dejar pasar sin más pena ni gloria.
No sé si Restituto Martínez tendrá ocasión de ver su foto en el Blog, o incluso de llegar a saber alguna vez que alguien ha hablado de él. Posiblemente, ya no le distraiga ni la televisión, si es que alguna vez lo hizo, aunque quizás continúe siendo un incondicional de la radio, como muchas otras personas de su edad. Pero no importa: estoy seguro de que cuando nos despedimos, estrechándonos la mano en la puerta de la iglesia, supo enseguida que mis gracias fueron totalmente sinceras. Sin tener nada más que demostrar, sólo me resta añadir en la presente introducción, las siguientes palabras:
Restituto, ¡va por usted, y muchas gracias otra vez!.

1
Sábado, 17 de noviembre. Detenido junto a la puerta de la iglesia, echo un vistazo a mi alrededor. No se ve un alma. Son cerca de las diez de la mañana, y al parecer, en Fuentelcarro los vecinos todavía duermen. Abro la bolsa que, como un fiel compañero, me acompaña siempre en todos mis desplazamientos. En su interior, las herramientas de trabajo, inertes, esperan el momento de verse liberadas de su encierro y ponerse a trabajar frenéticamente. Hago un breve recuento visual, comprobando que llevo todo lo necesario: las cámaras, el cuaderno de notas, pilas, tarjetas gráficas, baterías de repuesto...Incluso un paquete de tabaco que compré temprano en Medinaceli, cuando me detuve -como de costumbre- a tomar café, estirar un poco las piernas y repostar.
Hace frío, aunque el día, claro y despejado de nubes, augura un tiempo excelente, inhabitual de un mes como noviembre. Saco de la bolsa una de las cámaras -la Nikon, excelente, llegado el caso, para interiores-, y dando una vuelta alrededor de la iglesia, tomo algunas fotografías desde diferentes ángulos.
Se trata, en mi opinión, de un edificio tosco y austero; sin arquivoltas, capiteles, canecillos o cualquier otra aparente floritura que denote una ancianidad e influencia románica que pueda ser valorada artísticamente, incluso por un amante aficionado de este estilo. Pero a juzgar por la información de que dispongo, el verdadero 'tesoro' artístico, así como histórico, se encuentra, sin ninguna duda, en su interior.
Este detalle, me trae a la memoria parte de la interesante conversación que mantuve el día anterior con Montse, una amiga cuyas inquietudes parecen estar en sintonía con las mías y que, refiriéndose a la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, me comentaba con mirada soñadora:
- Comparativamente hablando, San Baudelio es como una granada: no ves la belleza de su fruto hasta que no la abres y penetras en su interior.
Tales eran, repito, mis reflexiones, mientras rodeaba curioso la iglesia de la Virgen del Portillo, aguardando a que algún vecino asomara por la puerta de su casa, para abordarle en busca de información.
Por fortuna, el 'milagro' no tardó en producirse. Para entonces, los rayos del sol iluminaban buena parte de la fachada parroquial, y aunque comenzaba a agradecer aquélla fuente gratificante de calor, me encaminé sin dudar hacia una casa de paredes inmaculadamente blancas, que aún permanecía en la sombra, en el preciso momento en el que su propietario, cerrando despacio la puerta y escondiendo a continuación las manos en lo más profundo de los bolsillos de su pantalón, se disponía, supuse, a dar su habitual paseo matutino por los alrededores del pueblo.
2
Se trataba de un señor mayor, de aproximadamente un metro sesenta de estatura, sonrisa franca, ojos oscuros, vivaraces como los de un zorro y las nieves del tiempo alojadas -igual que esas otras que perduran durante todo el invierno en las cumbres solitarias del Moncayo- para siempre en el escaso cabello que circundaba su cabeza.
Calzaba unas confortables zapatillas de felpa, a cuadros -de 'esas de toda la vida', convencionales, pero ideales para llevar los pies abrigados- donde se entrecruzaban colores como el marrón, el negro y el gris.
- Vamos al sol, que a la sombra no hay quien pare, -recuerdo que fue lo primero que sus labios dijeron cuando me acerqué a él, y después de desearle los buenos días, le preguntara por la persona con la que tenía que hablar para poder visitar la iglesia por dentro.
- Los de esa casa tenían una llave, -dice, señalando con la mano en dirección a una casona de dos plantas, de buen aspecto y paredes pintadas de un agradable color café con leche, en uno de cuyos laterales se hallaba aparcado un Audi con matrícula de Barcelona-, pero ya no están. Les tocó la lotería el año pasado -comenta a continuación, añadiendo como si tal cosa: cien millones...
Reconozco que el hombre ni siquiera se inmutó cuando sus labios terminaron de pronunciar ésta cifra. Y no obstante, yo -apenas durante una fracción de segundo- vi estrellas de colores revoloteando a su antojo por mis pensamientos, pensando en todas las cosas que podría hacer con semejante cantidad de dinero en el Banco.
A pesar de todo, volví inmediatamente a la realidad, cuando el viejete, iniciando un movimiento en dirección a la carretera que -como la flecha de Cupido- atraviesa en dos el corazón del pueblo, exclamó:
- Mi hijo tiene otra llave. Mira, por ahí viene...
En efecto, un Seat Ibiza de color blanco acababa de girar una calle más arriba y bajaba renqueante la cuesta, dirigiéndose hacia la salida del pueblo. El viejete le hizo una seña con su mano menuda -a través de cuya delgada piel podía apreciarse el color violáceo de las venas- deteniendo el conductor el vehículo cuando llegó a nuestra altura.
Una vez puesto en antecedentes de mis deseos, el hombre paró el motor del coche y apeándose, hurgó en los bolsillos de su pantalón, sacando un manojo de llaves. No tardó en localizar la que buscaba, e indicándome que le acompañara, nos encaminos los tres hacia la puerta de la iglesia.
3
Hubo un momento, sin embargo, en el que pensé que mis deseos se verían frustrados, pues -seguramente por efecto del frío o a consecuencia de la humedad- la madera de la puerta se había quedado encajada por la parte de abajo, obstinándose en no ceder. Por fortuna, aunque no antes de considerables esfuerzos -todo hay que decirlo- ésta terminó cediendo y el rayo de luz que penetró en su interior iluminando los bancos, iluminó, también, todas y cada una de mis expectativas.
Enseguida descubrí, a poco de echar un primer vistazo, el conjunto de maravillosas figuras marianas que Teresa había localizado a través de Internet y cuyas imágenes me había remitido por correo electrónico, apenas un par de días antes.
Después de despedirme y dar las gracias al hombre que tan amablemente había accedido a abrirme la iglesia, éste se marchó, mientras yo -depositando la bolsa en uno de los bancos- me dispuse, cámara en mano, a no perder detalle alguno de todo cuanto me rodeaba, siempre bajo la supervisión del viejete, que permanecía en el umbral de la puerta, como una flor abriéndose a los rayos del sol.
4
Un detalle que enseguida me llamó la atención, fue lo curioso, limpio y organizado que estaba el interior del templo. Incluso había jarrones con flores frescas, y tanto sobre el altar, los bancos y las hornacinas, no se apreciaban rastros de polvo, o de cualquier otro elemento que sugiriese -siquiera remotamente- una idea de abandono o dejadez.
De vez en cuando, el hombre hacía algún comentario. Fue así como, aparte de su nombre -Restituto Martínez, nombre cuyo santo, según él, no parecía 'ser muy fuerte'- comencé a enterarme de algunos avatares de su vida, mientras no perdía detalle de los objetos que me habían inducido a emprender viaje.
Recuerdo que me hallaba poco menos que embelesado, observando y fotografiando el maravilloso retablo sobre el que brillaba con luz propia una no menos maravillosa talla en madera de Santa Ana, portando en sus brazos a la Virgen y al Niño -trilogía excepcional de una Sagrada Familia, compuesta de abuela, madre y nieto- cuando Restituto me comentó -como si fuera lo más natural del mundo- que el próximo día 9 de diciembre cumpliría 91 años.
Tal longevidad -pensé, admirado- constituía todo un desafío al saber estar en el mundo; máxime, cuando apenas unos segundos después, añadió, con gesto ligeramente mohíno:
- Hace poco estuve cinco días ingresado en el hospital. La única vez en mi vida que he estado en un hospital...
Reconozco que apenas supe qué decir, mientras tomaba unos primeros planos de una excelente representación de Cristo crucificado, sin dejar de observar el instrumento de su calvario que, para echar más leña a aquél conjunto de asombrosas obras de Arte, invitaba inmediatamente a la especulación simbólica por su inequívoca forma de Tau.
Incluso creí distinguir varias cruces patadas -señal inequívoca de un posible recuerdo de la presencia de los Milites Templi en la zona- coronando el marco de los pequeños retablos colocados en fila en la pared izquierda, cuando Restituto continuó diciendo:
- Mi mujer murió hace tres años...
Hubo un momento en el que me sentí ligeramente desconcertado, dudando entre continuar mi exploración del lugar, o mostrar mi faceta más humana y solidaria con aquél simpático abuelete que -por capricho, aburrimiento o porque simplemente yo también constituía una novedad para él- veía la oportunidad de desahogarse hablando, sin que le importara en absoluto hacerlo con un completo desconocido.
De alguna manera, esa aparente y espontánea confianza me hizo sentir orgulloso, e incluso más cercano con aquellas sencillas gentes, cuya humilde idiosincracia no dejaba de ser -bajo mi particular punto de vista- toda una lección de saber vivir, que deberíamos aprender los habitantes de las grandes capitales, quienes nos pasamos prácticamente toda la vida ignorándonos entre sí.
Aquél 'sentido de la vida', primordial y sencillo, como decía, me hizo recordar un antiguo axioma, que da por hecho que cada persona, sin duda, es en sí misma todo un mundo.
5
Frente a la hornacina encristalada que guarda la imagen de la Virgen del Portillo, bajo cuya advocación se encuentra la iglesia, Restituto, con toda su buena voluntad, no pudo evitar dejarse llevar por la tentación de explicarme:
- Fue un regalo que una maestra de Manresa donó al pueblo hace sesenta años.
De menor importancia histórica, desde luego, la imagen de la Virgen del Portillo, sin embargo, no dejaba de tener -en mi sincera opinión- una belleza digna de tener en cuenta también.
Pero mi objetivo, el auténtico motivo que acaparaba toda mi atención, se hallaba a un metro escaso de ésta, gloriosa, inconmensurable, resguardada bajo un manto de color blanco ribeteado de oro que conseguía resaltar aún más, si sabe, su hermosa tez morena, coronada por una impresionante corona. Frente a mí, tan cerca que podía tocarla con los dedos con sólo extender la mano, se hallaba toda una Majestad, una maravillosa virgen románica que, posiblemente y sin precisar la ayuda del carbono 14, su edad podía remontarse a los siglos XI ó XII.
6
Restituto, en su feliz ingenuidad, apenas se sorprendió cuando, excitado por la emoción, intenté explicarle el maravilloso tesoro que tenían en la iglesia. Ni siquiera conocía el nombre de aquélla Virgen. Tampoco el de otra figura de parecida influencia románica, de madera policromada, que soportaba en su brazo izquierdo la figura de un niño de extensa y leonina cabellera, que inmediatamente llamaba la atención.
Sabía, no obstante -porque así me lo confirmó Restituto- que esa figura había sido 'limpiada'; trabajo que, sin duda, no había conseguido cumplir su objetivo de disimular un color negro, cuyo rastro resultaba notablemente evidente, sobre todo, observando los dedos de su mano derecha, precisamente aquélla que quedaba libre...
Algunos minutos después, una vez convencido de que había obtenido suficiente material gráfico para hacer un estudio lo más riguroso posible sobre la influencia del románico en la región, aún permanecí algún tiempo en la puerta platicando con Restituto, a quien parecía complacer hablar acerca de él y de su entorno -los cimientos de su actual casa habían comenzado a levantarse en 1941- como lo haría con cualquier otro vecino del pueblo.
Oyéndole hablar, era imposible no hacerse una idea, siquiera aproximada, de cómo sería la vida en una población pequeña, de recursos agrícolas posiblemente limitados, pero que se aferraba con confianza a un lugar situado sobre una colina, en mitad de ninguna parte y posiblemente batido con dureza en invierno por la nieve y el viento. Un pueblo, que los martes quedaba prácticamente vacío porque todos los vecinos -a excepción de Restituto- marchaban al mercado de Almazán a vender los productos que extraían de la tierra gracias a su esfuero y laboriosidad.
A media mañana -aún tenía marcados en la agenda otros objetivos y lugares- con el sol ya alto sobre un cielo espléndido, despejado por completo de nubes, abandoné Fuentelcarro sintiendo la curiosa sensación de haberme perdido en un lugar que, por alguna curiosa circunstancia, el tiempo había decidido detener también su camino y como un peregrino más, permanecer despreocupadamente ocioso bajo el agradable calor de los rayos del sol.

Publicado en STEEMIT, el día 18 de febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/gentes-de-soria-un-tesoro-humano-que-descubrir

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola Juancar,

Espero que hayas disfrutado de nuevo por los lugares mas reconditos de la provincia soriana.

Lograste encontrar los restos de la ermita de la magdalena en El Burgo?

Saludos desde Diario de un burgense.
juancar347 ha dicho que…
Hola, amigo. La verdad es que sí, aunque me costó Dios y ayuda subir esa cuestecita con mis hernias y el humo del tabaco acumulado en los pulmones. Me intrigan mucho esas ruinas. Disfrutar, te aseguro que disfruté a tope, aunque apenas tuve tiempo de pasar por San Leonardo de Yagüe. Lo dejo para otra ocasión. Pero la mejor satisfacción del sábado, aparte del tesoro que se esconde en la iglesia, fue conocer a éste simpático abuelete. Todo un carácter a punto de cumplir 91 años. Un abrazo
Anónimo ha dicho que…
Ningún paisaje, por hermoso que sea, está completo sin su paisanaje. el espacio sobrecogedor por su inmensidad de nuestra provincia, lo es también por su despoblación. los que resisten, son como oasis en un desierto, flores de humanidad.

el de tiermes

tiermes.blogia.com
Ermengardo II ha dicho que…
Conseguiste que a Restituto se le abriese el corazón y se le soltase la lengua, lo cual no es facil porque por aqui rige eso de que "yo no digo mi canción sino a quien conmigo va" Enhorabuena. Un abrazo

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