Soria vista desde el Mirón
'Recurso: en derecho, meter los dados en el cubilete para una nueva tirada'.
[Ambrose Bierce]
Lejos
de sentirme como los legionarios romanos que se jugaron a los dados la túnica
de Jesucristo, acepto el recurso de Ambrose Bierce, moviendo el cubilete y
lanzando los míos, con la sensación de que, sea cual sea el número que obtenga
en la jugada, constituirá, no obstante, un avance en ese misterioso juego de la
oca, donde, quizás caído en la cárcel y esperando que otro jugador venga a
sustituirme, el recuerdo sea, después de todo, el mejor y más solidario de los
alivios. Dicen que los templarios recluidos en los calabozos del castillo de
Chinon, empleaban parte del tiempo en el que no estaban horriblemente sometidos
a tortura, en rellenar las frías paredes de su prisión con una profusión de
símbolos y graffitis, cuyo significado lejos está de haber sido debidamente
aclarado por los historiadores modernos. Hablar de un lugar tan especial como
éste, me trae muchos y gratos recuerdos y el haber traído a colación esa,
digamos, en teoría, pasión que aparentemente sentían los templarios por el
simbolismo, me sirve de licencia literaria para comenzar a desenredar esta
madeja de recuerdos, cuyo hilo -sírvame también Ariadna de inspiración-, ha de
llevarme, necesariamente, a hablar de una de las mayores curiosidades de tan
mágico laberinto, como es la capital soriana. Pero antes de eso, amigo lector,
es necesario que te pongas cómodo, dejes tu mente en blanco durante unos
minutos y confiando en el poder de la imaginación, pienses que puedes realizar
un pequeño salto en el tiempo, hasta situarte en ese oscuro pero a la vez
fascinante periodo histórico, que se conoce como la Edad Media. Supón,
entonces, que estás en el siglo XIII; y para no pecar de dióscuro o extremista,
permites, ambiguamente, que sea a mediados. Sabes, porque así te lo confirmo,
que estás situado en uno de los lugares más altos y que al pie de la depresión,
ves discurrir, con parsimoniosa lentitud, una esbelta serpiente, cuyas escamas
parecen campanillas de plata al ser acariciadas por los rayos del sol: es el
Duero, el viejo río que reparte dones y suerte a ambos lados de la ribera y
desaparece en la distancia, haciendo una curva
de ballesta -como dijera el gran poeta Don Antonio Machado-, sobre el
promontorio rocoso en el que se levanta la emita de planta octogonal del saturniano Patrón de Soria. Verás, así
mismo, con sólo girar levemente la vista a la derecha, un viejo puente de
piedra, que lejos de tener un aburrido aspecto de cíclope, luce varios ojos,
metafóricos, por supuesto, que agradecen la útil eficacia del arco romano. Y ya
puestos a imaginar, imagina que en esa vertiente del puente, a uno y otro lado,
ves las figuras de misteriosos porteros: a la izquierda, los caballeros
hospitalarios, con su hábito negro y cruz blanca en el pecho, custodios de la
mediática belleza de los arcos de su monasterio de San Juan; a la derecha, los
caballeros templarios, con hábito blanco y la cruz roja a la altura del
corazón, celosos guardianes, desde el monasterio de San Polo, no sólo de
fructíferos huertos y extensos terrenos propicios para esa caza que tanto
envidiaban los nobles de la ciudad –Bécquer dixit-,
sino también del camino que conduce a esa entrada simbólica a los infiernos,
que es, después de todo y simbólicamente hablando, la ermita de San Saturio.
Medita, antes de continuar ejerciendo ese fascinante poder de seducción que
tiene la imaginación, sobre los nombres de los montes, que cual comparativas ubres de Diana, se elevan sobre uno y
otro monasterio: el de las Ánimas,
sobre el de San Juan y su nevero y el de Santa
Ana –vocablo que viene a significar Agua
y también Madre, no lo olvides-,
sobre el de San Polo y piensa que por ese camino y dejando parte de su polvo y
su sudor sobre ese viejo puente, llegaban oleadas de peregrinos procedentes de
Aragón, no sin antes pasar por Almenar -en cuyo castillo naciera Leonor, la
primera mujer de Machado- donde recogían como amuleto, una astilla del arcón de
la milagrosa leyenda del cautivo de
Peroniel, que junto con las cadenas a las que le tenía sometido el moro,
conforman dos de las reliquias más veneradas que se custodian en el Santuario de la Virgen de la Llana.
Porque
de apariciones marianas, de lugares estratégicos, telúricos, antiguos y milagrosos,
entenderás pronto que va la cosa, una vez que te sitúes a esta otra parte de la
ribera e imagines ahora las sólidas murallas que circundaban en aquél tiempo esta
ciudad -que vio celebrar sus nupcias al rey Alfonso VIII en la iglesia de Santo
Domingo-, pegada a las cuales, había una iglesuela, cuyo nombre, cristianizado per secula seculorum, ha de ponerte en
guardia sobre esas curiosas criaturas orientales, los jinas, generalmente representadas con cuerpo humano y cola de
serpiente, cuyo poder y sabiduría ha llegado hasta nosotros, en forma de
hermosos mitos y leyendas: San Ginés. Date ahora media vuelta, e imagina, desde
ese mismo lugar en el que te encuentras, una pequeña casita, poco menos que una
choza, situada al lado de un campo que un humilde campesino intenta labrar con
una pareja de bueyes que, llegados a cierto punto, se niegan, con severa
obstinación, a seguir avanzando. A continuación, intenta ver una luz blanca,
intensa y sobrenatural, en cuyo interior el desconcertado labriego ve un
hermoso aunque severo rostro, que le dice que es la Virgen y que su deseo es
que se le haga una ermita en ese lugar, dejando como prueba, precisamente ahí,
en el sitio donde los bueyes se negaban a avanzar, una curiosa talla mariana, que
pasaría a ser conocida desde entonces, como la Virgen del Mirón.
Poco o nada
queda de la primitiva ermita, aunque sí un edificio muy remodelado con el paso
de los tiempos y los gustos arquitectónicos, en cuyo interior, se conservan
cosas, desde luego que interesantes. No sólo cuadros de época que detallan los
milagros realizados por la Virgen desde el momento de su aparición hasta épocas
más o menos actuales, sino también, una auténtica reliquia cultural, que se
transmitía oralmente de pueblo en pueblo, como son los romances mudos y al
menos una persona, Iluminada Mozas, posiblemente la última persona capaz
de interpretar ese ameno conjunto de símbolos que lo conforman y a quien os
animo a escuchar en directo –por aquél entonces, mi equipo videográfico no era
gran cosa-, como testimonio de esa España mágica que aunque bosteza con
cansancio, todavía se niega a dormir el más eterno de los sueños. Hay, también,
otra curiosidad añadida en esta iglesia: una de las pocas, casi exclusivas
imágenes que muestran a San Saturio de cuerpo entero. Barroco, como la mayor
parte de la remodelada iglesia, un rollo que hay en el prado, enfrente de la
iglesia, muestra, no obstante, el busto de San Saturio.
La última vez que
estuve –días antes del solsticio de invierno y por cierto, comiendo en el
antiguo Parador, que lleva por nombre Leonor-, pude percatarme de un detalle,
cuando menos curioso: San Saturio, impasible y casi diríase que nostálgico,
mira hacia el Oeste; hacia ese lugar, situado en los confines de la tierra
donde muere el sol todas las tardes, para volver a nacer, rejuvenecido, todos
los amaneceres. Muerte y resurrección, pues, como todo buen descenso ad ínferos.
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