Una anécdota de San Bartolomé




Ocurrió el pasado sábado, día 11 de agosto, en el transcurso de mi segunda visita a la ermita templaria de San Bartolomé y su entorno en el Cañón del Río Lobos. Me complace pensar que soy una persona cuidadosa, observadora, que procura poner todos sus sentidos alerta cuando el tema merece una especial atención, y sin duda, éste lo merece. Pero he de confesar que la ermita de San Bartolomé, así como el entorno en el que está situada, me desborda por completo. Cuantos más y más datos creo encontrar, más y más datos, parádójicamente, se me escurren de entre las manos como el agua de una catarata que se precipita en el vacío.


Hacía calor, aunque, afortunadamente, no tanto como durante mi primera visita, la cuál se produjo a finales de julio cuando el sol -posiblemente más 'cabreado' que de costumbre en esta época del año- estuvo a punto de hacerme pagar cara mi falta de planificación, en cuanto a proveerse de agua se refiere.


Eran aproximadamente las dos de la tarde, y de pie junto al pórtico de entrada, intentaba captar con el objetivo de mi cámara el mejor ángulo para atrapar -lo más cerca y claramente posible- las figuras que conforman los canecillos, pues mi intención era -y es- llegar a conseguir la nada desdeñable misión imposible de intentar descifrar su significado.


Las puertas de la ermita estaban abiertas, y a través del espacio llegaban hasta mis oídos los acordes de una música curiosa, cuyas palabras, cantadas en latín, me recordaron los cantos gregorianos que tan de moda se habían puesto en el mundo hacía unos años, cuando los monjes del Monasterio de Silos decidieron probar suerte en el mundillo discográfico. Al principio pensé que la persona que desde el 10 de agosto hasta el 14 de octubre está al cargo de abrir las puertas y atender a los visitantes y curiosos que se dejen caer por allí, había puesto una cinta, supose que con la intención de dotar un poquito más de carisma a un lugar lo suficientemente carismático de por sí. Más tarde supe que no fue así: sin pretenderlo y mucho menos sin esperarlo, había asistido a un pequeño concierto ofrecido por unos jóvenes músicos que deseaban hacer un experimento de acústica en el interior de la ermita. Experimento, por otra parte, que supongo que debió de ser todo un éxito, a juzgar por lo hermoso que su canto parecía desde el exterior.


Durante buena parte de la mañana, había asistido a la llegada de numerosas personas que compartían unas inquietudes similares a las mías, entre las que no descartaba, desde luego, la contemplación de un lugar tan espectacular y especial como es, en mi modesta opinión, el Cañón del Río Lobos y su entorno. De manera, que apenas dí mayor importancia a ese matrimonio que, en compañía de dos muchachos que no pasarían, a mi juicio, de los catorce o quince años, se acercaban en rumbo de colisión -como se diría en términos marítimos- hacia las puertas de la ermita.


Los muchachos, sin duda, venían entusiasmados. Por lo que pude aprehender de su conversación -no me considero 'cotilla', pero a veces uno no puede simplemente volverse sordo para no oír lo que se está diciendo al lado suyo- habían oído o leído en alguna parte, que entre las figuras que conforman los canecillos de la ermita de San Bartolomé, había una que representaba a un marciano. Reconozco que en aquéllos momentos sonreí para mis adentros, pensando en Von Däniken y en sus viejas historias de astronautas antiguos, y no me costó mucho llegar a suponer que aquellos muchachos se habían dejado llevar por el exceso de entusiasmo de cualquier otro emulador de las elucubraciones del sensacionalista autor de origen suizo, ayudando, más que nada, a confundir a la gente con historias fantásticas y sin fundamento alguno.

Evidentemente, ahí empezó y terminó su entusiasmo porque, después de mirar, buscar y volver a remirar por los cuatro costados de la ermita, no hallaron el menor rastro de ese elemento que tan afanosamente buscaban, y que resultaba muchísimo más increíble e inverosímil, aún, que el derroche de fantasía y simbolismo oculto desarrollado por los maestros canteros en su obra.

Por supuesto, la decepción de ambos jóvenes fue superlativa, al igual -lo confieso- que la mía, considerando el punto de vista de llegar algún día a arrebatarle a la ermita de San Bartolomé, si no todos, al menos algunos de los secretos más importantes de los que es celosa guardiana que, no me cabe duda, no son, precisamente, pocos.

Y es que no hay marcianos en la ermita de San Bartolomé; ni tampoco ningún elemento que remotamente se le parezca. Ahora bien, si echamos un vistazo a su entorno y nos imaginamos cómo deben de parecer sus farallones vistos a la luz del crepúsculo, un amante de la ciencia-ficción no encontraría dificultad alguna en compararlos con alguno de los escenarios del planeta extrasolar donde comienza el drama del film 'Alien, el 8º pasajero', todo un clásico en su género. Y una vez encontrado el escenario, faltaría encontrar la nave extraterrestre naufragada con el esqueleto de uno de sus ocupantes en el interior.

Tal vez el tiempo haya borrado definitivamente todo vestigio de esa nave, aunque no de su ocupante, obligado a refugiarse en el entorno de un planeta que le era hostil. ¿Y qué mejor sitio para buscar refugio que una cueva?. El argumento no sería nuevo, evidentemente -recordemos a los dhropa del Tíbet y los discos de piedra de Baian Kara Ula- pero podría servir para adornar esta historia.

En la ribera derecha del río Lobos, y antes de cruzar el puente de madera que desemboca en la pradera de la ermita, según nos dirigimos hacia ella, existe una pequeña cueva, bien visible a medida que nos vamos acercarndo. Apenas ofrece nada de interés -aunque los restos de hogueras en su suelo y los grafitis en sus paredes dicen mucho del poco respeto que algunas personas tienen para con el medioambiente- si exceptuamos una forma ovalada, que parece artificial, dado lo perfectamente lisa de su superficie. A simple vista, no recuerda forma antropomorfa alguna. Ahora bien, vista a través del objetivo de la cámara, la cosa cambia: si observamos la fotografía ampliada, ¿costaría mucho imaginarse la silueta de enorme cráneo y parte del cuerpo de una de esas entidades biológicas extraterrestres descritas en multitud de publicaciones sensacionalistas afines al tema OVNI?. Yo creo que no.

Por eso me he decidido a escribir este pequeño artículo, por si la casualidad quiere que esos dos muchachos puedan leerlo y ver la foto y no se sientan demasiado defraudados. Al fin y al cabo, soy de la opinión de que si de verdad queremos 'ver algo', sólo hay que buscar el lugar adecuado...y echarle un poco de imaginación.

Ah, una pequeña recomendación para aquellos que quieran profundizar un poco más en los 'misterios' de San Bartolomé y su entorno: no sólo la Naturaleza juega con la perspectiva de su imaginación; ¡también los maestros canteros lo hicieron!.

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