Escenas de Soria (sensaciones I)



'...a la deriva, qué importa dónde, hay todo un mundo sin sentido ahí fuera para vagabundear'.
['Aegipto', John Crowley]

Llegamos a Soria poco antes del mediodía de aquél primer sábado de septiembre, cuando el sol, en su cénit, deslumbraba en el cielo como una aparición sobrenatural. Previamente, y como viene siendo habitual en nuestros desplazamientos hacia 'la cabeza de Extremadura', realizamos la habitual parada en Medinaceli -ciudad de obligada visita, tanto a nivel cultural como emocional- para desayunar y de paso, repostar.
Enclavado en lo más alto, no demasiado lejos de los restos de las antiguas murallas y el castillo, el Arco romano -siglo II a. de C.- relucía cual si hubiera sido bañado en una capa de oro fino, al ser alcanzado por los rayos del sol. Su sombra, alargándose hacia el valle -la hierba, de un verde espectacular en primavera había teñido su aspecto por un color amarillo pajizo, que pedía a gritos un trago fresco de batido de lluvia- cubría un espacio considerable de la carretera, en cuya sombra correteaban nerviosos algunos gorriones buscando su sustento entre la arenisca.
Apenas recién levantada de la resaca festiva del viernes por la noche, la Ocilis celtíbera saludaba a la mañana con esa clase de maravillosa parsimonia que hace pensar en una providencial ligereza de ataduras -toda una cuestión, me consta, de proporción y medida- y que, en cuanto a la hostelería en concreto se refiere, en ocasiones impacta con fuerza contra la prisa costumbrista del viajero de las grandes capitales, que tiende siempre a convertir la palabra 'instantáneo' en un derecho fundamental que, en realidad, no siempre tiene.
Es algo que se aprende con el tiempo: las cosas deben hacerse a un ritmo adecuado; las prisas nunca son buenas y la paciencia, además de ser una virtud, es también una seña inequívoca de educación.
Tan envidiable disposición de ánimo, puede chocar en un principio. Pero una persona observadora, enseguida se percata de que no existe animadversión, en absoluto, ni tampoco indiferencia hacia el forastero. Es simplemente una forma de vida: sin prisa, pero sin pausa.
Es muy posible que por ese motivo, tan feliz placidez produzca en el visitante la extraordinaria sensación de que un factor tan relativo como el tiempo, en Soria carezca apenas de importancia. Albert Einstein, sin duda, se hubiera sentido a gusto viviendo allí. Al menos, esa fue mi primera impresión cuando, dejando el coche en las cercanías de la Concatedral de San Pedro, subimos paseando por la calle de Santo Tomé en dirección a la iglesia de Santo Domingo.
Siendo Soria una ciudad donde lo antiguo y lo moderno alternan con frecuencia -aunque no siempre como buenos amigos- no tardamos en toparnos con la que en tiempos fuera residencia de Fray Gabriel Téllez, más conocido, popular y universalmente, como Tirso de Molina:
'En esta santa casa vivió el maestro Fray Gabriel Téllez, Presentado y Comendador de la Orden de Nuestra Señora de la Merced. Predicador, teólogo y poeta, siempre grande con el nombre de Tirso de Molina, escribió muchas comedias notabilísimas. En el III Centenario de su fallecimiento, la Excelentísima Diputación Provincial de Soria mandó grabar esta inscripción'.
Algunos metros más arriba, cualquier diría que dorándose al sol como un turista alemán en una playa de Levante, la iglesia de Santo Domingo -'una de las más representativas del románico francés'- guiña un ojo coqueta a todo aquél que deambula por las inmediaciones, invitándole a detenerse el tiempo suficiente para intentar leer el libro abierto que es su fachada, rosetón incluido.
Dispuestas en forma radial -una de las características del románico francés- en las figuras de sus tres primeras arquivoltas podemos asistir a varios actos del Génesis, el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Podemos apreciar, por ejemplo, a los Ancianos del Apocalipsis; la Matanza de los Inocentes; escenas relacionadas con el nacimiento de Cristo; la Anunciación; la Visitación, así como la Adoración de los pastores y de los Reyes Magos.
En la cuarta arquivolta, el tema elegido por el escultor, no es otro que el referido a la Pasión de Cristo.
La imagen de Dios Padre, rodeado de una mandorla con el tetramorfos, preside, como no podía ser menos, el tímpano; y por encima de éste, como si se tratara de un pequeño satélite, el rosetón, evidenciando en sus arcos y su decoración -vegetación y animales fantásticos- una clara influencia de origen árabe.


[En construcción]









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