Ucero, el castillo de los templarios

Entusiasmado, sin duda, por haber podido recuperar en parte un material que consideraba imprescindible para mi archivo, abandoné el pequeño y pinturesco pueblecito de Barcebal, con la reconfortante sensación que conlleva el sentirse satisfecho por un objetivo conseguido -no es de menospreciar el esfuerzo que conlleva recorrer numerosos kilómetros con tal fin-, habiendo dejado atrás lo que considero es, a partir de la fecha, un nuevo amigo. En efecto, no podía, sino elogiar la paciencia y amabilidad de Florentino, comparándolo con algunas otras personas que he tenido el privilegio de conocer durante mis viajes por la provincia, y que han conseguido que durante tales desplazamientos, me sienta como en casa. Poco o nada me importaba, en esos felices momentos, observar el ejército de negros nubarrones que se estaba concentrando sobre Ucero y el entorno del Cañón del Río Lobos, y apenas me fijé, tampoco, en las pequeñas poblaciones que iba dejando atrás: Barcebalejo, Valdemaluque...Sí lo hice, sin embargo, en el desvío que indicaba la dirección de Valdeavellano, pensando que tendría que tomarlo a la vuelta, teniendo, como tenía, la intención de acercarme hasta el 'castillo de los templarios'.
¡Templarios!. ¿Qué terrible misterio, qué magia tan poderosa y persistente hacía que, aproximadamente setecientos años después de su desaparición, continuaran estando vigentes con tanta fuerza; fascinando con tanta intensidad, y sobre todo, manteniendo aún vivo el interés general hacia ellos?.
La ocasión era propicia para verificar su presencia, también, en uno de los lugares más sobresalientes del pueblo, dada su situación de privilegio en lo más alto de éste: la iglesia parroquial de San Juan Bautista.
Hacía meses que una entrañable amiga -vecina de El Burgo de Osma, por más señas- me había comentado que aún se podía ver algún resto relacionado con ellos en una de las paredes de la iglesia; y existía, además, un dato importante a tener en cuenta: que ésta se hallaba bajo la advocación de uno de los santos predilectos del Temple, aparte del arcángel San Miguel, de San Bartolomé y de Santa Catalina 'egipcíaca', entre otros.
Es bien conocida la relación que existe entre Ucero y el Temple. Relación que los vecinos han sabido explotar -incluido el Centro de Interpretación de la Naturaleza, situado a las afueras del pueblo, a escasos dos kilómetros de la entrada al Parque Natural del Cañón-, hasta el punto de que lo primero que te encuentras al entrar en el pueblo, es el rosetón pentagonal y místico que luce el crucero de la iglesia de San Bartolomé, enclavada en pleno Cañón del Río Lobos, como elemento simbólico o reclamo, que se complementa con el aviso informativo y comercial de 'Posada los Templarios'.
Pocos metros después de pasar el mencionado cartel, y una vez cruzado el puente sobre el río Ucero, que sirve de frontera entre los dos extremos del pueblo, no resulta difícil encontrar más evidencias 'modernas' de dicho vínculo cuando, camino de la iglesia, se aprecia alguna que otra cruz bermeja o paté, en las fachadas de las casas, que induce a mirar, o cuanto menos, a sacar una foto.
Existen varios caminos para subir hasta el lugar donde se encuentra la parroquia de San Juan Bautista, siendo posible aparcar el coche en la misma puerta. Pero yo prefiero lo difícil, aparcar en la zona baja y subir andando la cuesta, porque, aunque la fatiga se convierte en una enemiga encarnizada, la impresionante vista que se puede disfrutar del pueblo y el entorno, hacen que el esfuerzo merezca la pena, y te olvides pronto de ella.
La iglesia de San Juan Bautista, es de factura moderna, con una estructura sencilla, de la que destaca, por su altura, como es de suponer, la torre del campanario. En ésta se puede apreciar, utilizando el objetivo de la cámara, una pequeña figura que, provista de báculo o bastón, posiblemente represente al Bautista. El pórtico es sencillo, también, con elementos mínimos, entre los que destacan los siguientes: encerrados en un triángulo -recordemos que una de las representaciones simbólicas del triángulo es la de 'ojo de Dios'- y ocupando la cabecera, dentro de una especie de pequeña ornacina, hay una cruz latina. Debajo de ésta, se aprecia la cabeza de un ángel alado, con sendas hojas de palma entrecruzadas -el simbolismo de la palmera es extenso e impresionante, así como el de sus hojas, asociadas, entre otras cosas, al martirio, la muerte y la resurrección- y algo más abajo, una serpiente, cuya simbología no es menos interesante y variada.
De manera anecdótica, puedo añadir que la primera vez que vi la cruz, había un pegote de barro o quizás los restos de un pequeño nido que tapaban su brazo superior, por lo que, en mi entusiasmo, la tomé por una tau. En ésta ocasión, puede comprobar que, como he afirmado unas líneas más atrás, se trata simplemente de una cruz latina, aunque el conjunto de elementos conformen un mensaje que, supongo, se puede prestar a múltiples interpretaciones, no descartándose, entre ellas, las relacionadas, supuestamente, con la masonería.
Apenas existen marcas o huellas de cantería, aunque éstas últimas, en número reducido, representan símbolos conocidos y sencillos: flechas y cruces.
Pero, en efecto, tal y como me habían comentado, aún era posible encontrar, en una de las paredes laterales de la iglesia, la mitad de una cruz templaria -paté, para más señas- reutilizada, al igual que un buen montón de piedras, es lícito suponer, procedentes del solitario castillo, de donde es más que posible que procedan las escasas que contienen también las marcas de cantería.
Castillo, por otra parte, que bien merecía ser restañado de sus cruentas heridas y rehabilitado, como un elemento patrimonial importante, que aún, con toda probabilidad, guarda celosamente el testimonio de un pasado cuyos enigmas, al fin y al cabo, continúan siendo explotados en la actualidad y generan interesantes beneficios a la región.
Para llegar hasta él, hay que desandar el camino y, como decía al principio, tomar el desvío hacia Valdeavellano, situado aproximadamente a dos kilómetros de Ucero. Trescientos o cuatrocientos metros más adelante, hay que desviarse a la izquierda y seguir una senda forestal, que asciende una empinada y pedregosa colina. Poco antes de llegar a su punto más álgido, y estrechándose a través de una de las zonas más tupidas de bosque, se abre -siempre a la izquierda- una senda que desemboca directamente en la pradera sobre la que se asienta la antigua fortaleza, desde la que, cobijados entre sus muros, los freires templarios dominaban el pueblo y la entrada al Cañón. Su situación estratétiga es, pues, superlativa. Ésta no se divisa hasta que no se dejan atrás los últimos recodos del sendero, y lo que primero aparece -tétrica y amenazadora con su iconografía fantástica de gárgolas y seres demoníacos- es la torre del homenaje que, milagrosamente, aún permanece en pie, como un enorme obelisco que hubiera enterrado sus cimientos en lo más profundo de la tierra.
El lugar posee una belleza gélida e impersonal, cuya característica más destacable, es el impresionante silencio que envuelve el lugar. Se trata, bajo mi punto de vista, de un silencio extraño, atemporal y cargado de recuerdos, que comienza a dejarse sentir a los pocos minutos de estar allí y que de alguna manera induce a rememorar los escenarios donde se desarrollaban los tétricos argumentos de esos grandes mitos del terror desarrollados por la productora británica Hammer Films en los años setenta.
Independientemente del interés histórico que pueda suscitar un lugar tan íntimamente relacionado con el Temple y su fascinante leyenda, llega un momento en el que la soledad y el silencio del que hablábamos suscita sensaciones dispares, que consiguen catapultar la imaginación a estados insospechados. Es entonces cuando se comprende el mito del aislamiento de que hacían gala estos audaces caballeros, juramentados con la espada y con la cruz.
Pronto, a medida que se asciende la ladera, y al cobijo de la sombra que proporcionan las otrora poderosas murallas exteriores, no es difícil tropezarse con varias oquedades en la tierra, que hacen suponer la existencia -no de uno, como se puede leer por ahí y que parece ser que desemboca en el río, cosa muy habitual para proveerse en secreto de agua en caso de asedio- sino de varios túneles, cuyo destino y fin, al cabo de los siglos, continúa siendo un completo misterio.
Pero aparte de los recuerdos -no tiene por qué resultar extraño que un lugar de tales características esté impregnado de ellos- el lugar no está completamente deshabitado. Águilas y buitres -emblemas indudables de la zona- conviven en relativa armonía con esos otros seres pertenecientes al bestiario medieval que, de manera inmutable y amenazadora, otean el horizonte, intentando localizar a un enemigo que hace siglos fue expulsado del país, ante el avance incontenible de los reinos cristianos.
Son éstas aves majestuosas, quienes a veces te sorprenden al levantar el vuelo sorpresivamente, haciéndote dar un respingo hacia atrás, mientras sientes que la piel se te pone de gallina. La sugestión, pues, es otro de los fenómenos que emplea la soledad del lugar para mantener a raya a los curiosos.
Aún es posible, por otra parte, encontrar supuestas huellas de los indómitos freires que una vez ocuparon ésta fortaleza que, contra todo pronóstico, se obstina en permanecer allí. Para descubrirlas, es necesario adentrarse en la torre y rezar porque ésta no se te caiga encima o, en su defecto, algún cascote no te alcance de manera fatal y fortuíta. No deja de ser un hecho cierto, que interpretar el papel de investigador de campo conlleva unos riesgos.
Situado sobre los montículos formados por lo que una vez fueron escalones y muros, aún es posible vislumbrar -no sin cierta dificultad, porque la altura a la que se encuentra no permite una mejor observación- algunos elementos que confirman su presencia y añaden un grano de mostaza al aliño general del lugar. Como, por ejemplo, ese Agnus Dei o Cordero de Dios, que permanece en el punto central en el que se cruzan los travesaños de la torre. Éstos, como los cuatro puntos cardinales, también disponen de elementos, en forma de figuras, sujetos a suspicacias.
Se trata de unas figuras atípicas, mayestáticas, extrañas; de rostros alargados, casi cónicos, y que, por la especie de túnica que visten, semejan una aparición fantasmal. Sobre todo, en uno de los lados -el único, de estas características- en el que aparecen formando un trío, número importante, simbólicamente hablando.
Aparte de estos, la pintura con el Agnus Dei -difícil de contemplar a simple vista y las gárgolas, no hay elementos decorativos sobre los que hipotetizar, a excepción de los relieves de los ventanales, en los que se puede apreciar la especie de anfisbena, o serpiente de dos cabezas, singularmente parecida a la que se localiza en los ventanales del ábside de la iglesia de San Bartolomé.
A medida que se prolonga la visita, la sensación de soledad, de terrible aislamiento se acrecienta. Las nubes que se concentran en el entorno, y que parecen repeler, por su consistencia, la luz del sol, hacen que la falta de claridad proporcione al lugar un aspecto baldío, moribundo y estéril, únicamente digno de las enredaderas y hierbajos que hace tiempo se apoderaron de la fortaleza, mezclándose con sus restos malheridos. Y aún así, y entre no pocos sobresaltos ocasionados por el vuelo repentino de las rapaces, un simple vistazo desde las murallas, regala a la vista del intrépido aventurero con un espectáculo de sobrecogedora belleza.
Es imposible no experimentar cierta sensación de orgullo, por encontrarse a pocos kilómetros de ese punto neurálgico sobre el que hace años Juan García Atienza -incansable explorador de la 'España Mágica'- sentó los arquetipos básicos de la Leyenda Dorada del Cañón del Río Lobos, situando la iglesia de San Bartolomé en el centro geográfico que delimita los dos cabos más distantes de la Península.
No es posible verla desde este lugar, pero eso no impide situarla, siquiera por aproximación, en algún punto recogido y vital de esa geografía eminentemente sagrada, formada por extensos montes de hondas quebradas y pronunciados farallones, horadados de cuevas y depresiones, que algunos insisten en explorar con avidez, buscando los fabulosos tesoros del Temple.
El lugar no es, en modo alguno recomendable cuando empieza a llover, y el sentido común induce a descender con cuidado la resbaladiza ladera, regresando por donde has venido, aunque no sin antes echar un último vistazo por el retrovisor: atrás, el castillo languidece, pero se niega a desaparecer.

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