Retortillo de Soria
Cercano a Tiermes y rodeado de campos somnolientos que maman subterráneamente la leche cristalina de los agostados pechos de la Madre Gaia, un pueblo dormita al melancólico sol otoñal, como si de un caracol se tratara: Retortillo de Soria. De su malherido y anciano caparazón, a duras penas sobreviven unos cuernos con forma de muralla, que a base de llamar la atención sobre su estado de rancio, medieval abolengo -y sólo Dios sabe en virtud de qué suerte, y no obstante merecida prebenda oficial- afrontan una cura de emergencia, según delatan unos andamios que, cual férreas mantis religiosas de metal, se aferran con obstinada determinación a la piedra. Se trata de la llamada Puerta de Sollera, que, guardando detrás de su caparazón las últimas casas del pueblo, resulta, también, el punto de partida de un caminillo rural, arbolado y en pleno proceso de restauración también, que conduce hacia una ermita solitaria, desde la que se avista una considerable extensión esteparia, que caracteriza ésta estribación norte de la Sierra de Pela; una sierra paramérica que se prolonga, a semejanza de una columna vertebral, hacia la vecina provincia de Guadalajara.
Ahora bien, hambrientos, aunque acompañados en mente, que no en espíritu, por el fantasma del chasco culinario recibido el día anterior en el Bar-Restaurante Senderos del Cid, ubicado en la señorial ciudad de Berlanga de Duero, afrontamos un nuevo pero siempre placentero reto gastronómico -del que salimos felizmente satisfechos del Restaurante-Hostal La Muralla, regentado por Aurora y Agapito-, antes de aventurarnos a recorrer unas calles, en cuyo ambiente aún se respira el penetrante olor a leña y carbón, que despiden las chimeneas de varios hogares; el valido de las ovejas en el corral y hasta el canto intempestivo y a deshoras de un gallo con instintos de barítono.
Una penetrante soledad invade estas mismas calles a la hora de la siesta. Calles de longeva edad y naturaleza, con sus casas estrechas y apiñadas y sus fachadas desiguales, donde la cal y la piedra -cuando no, llamativas macetas de irisadas flores- combaten dignamente por sus fueros y derechos. Hay en sus dinteles, grabados anónimos que recuerdan al visitante viejas historias de cultos y supersticiones, que sustituyen a los arcanos, paganos lares protectores del hogar. Pero, sin duda, sorprende el hurto consentido de su histórica picota original, sustituida en la actualidad por un extraño, desconcertante artefacto pétreo, consistente en cilindros superpuestos, que algunos, a falta de nombre mejor, denominan lámpara.
Adosado a su molde circular, se ubica en el lugar donde la persistencia de la memoria histórica se detuvo, parece que para siempre, en aquél 1 de abril de 1939, sacrificando la plaza mayor, por la Plaza del General Franco. Transversal a ella, cual flecha falangista, la calle Primo de Rivera.
Escudos y pilares, lucen rango y privilegio en casonas de rancia idiosincracia, que aunque mudos, heridos de luz y sombra, manifiestan una genealogía de fuerza y firmeza.
En definitiva, median carácter desde su universo de contemplación. Un carácter que, a pesar de todo, viene referido por unas gentes labradas a fuego lento en el crisol milenario de un entorno multicultural, cuyo referente más cercano y a la vez incierto, lo constituye el gran enigma termesino.
Ahora bien, hambrientos, aunque acompañados en mente, que no en espíritu, por el fantasma del chasco culinario recibido el día anterior en el Bar-Restaurante Senderos del Cid, ubicado en la señorial ciudad de Berlanga de Duero, afrontamos un nuevo pero siempre placentero reto gastronómico -del que salimos felizmente satisfechos del Restaurante-Hostal La Muralla, regentado por Aurora y Agapito-, antes de aventurarnos a recorrer unas calles, en cuyo ambiente aún se respira el penetrante olor a leña y carbón, que despiden las chimeneas de varios hogares; el valido de las ovejas en el corral y hasta el canto intempestivo y a deshoras de un gallo con instintos de barítono.
Una penetrante soledad invade estas mismas calles a la hora de la siesta. Calles de longeva edad y naturaleza, con sus casas estrechas y apiñadas y sus fachadas desiguales, donde la cal y la piedra -cuando no, llamativas macetas de irisadas flores- combaten dignamente por sus fueros y derechos. Hay en sus dinteles, grabados anónimos que recuerdan al visitante viejas historias de cultos y supersticiones, que sustituyen a los arcanos, paganos lares protectores del hogar. Pero, sin duda, sorprende el hurto consentido de su histórica picota original, sustituida en la actualidad por un extraño, desconcertante artefacto pétreo, consistente en cilindros superpuestos, que algunos, a falta de nombre mejor, denominan lámpara.
Adosado a su molde circular, se ubica en el lugar donde la persistencia de la memoria histórica se detuvo, parece que para siempre, en aquél 1 de abril de 1939, sacrificando la plaza mayor, por la Plaza del General Franco. Transversal a ella, cual flecha falangista, la calle Primo de Rivera.
Escudos y pilares, lucen rango y privilegio en casonas de rancia idiosincracia, que aunque mudos, heridos de luz y sombra, manifiestan una genealogía de fuerza y firmeza.
En definitiva, median carácter desde su universo de contemplación. Un carácter que, a pesar de todo, viene referido por unas gentes labradas a fuego lento en el crisol milenario de un entorno multicultural, cuyo referente más cercano y a la vez incierto, lo constituye el gran enigma termesino.
Comentarios
De memoria histórica. Y para memoria de nuestra pequeña gran historia.
Un abrazo
Gracias por tu apreciación, aunque opino que un pueblo sin memoria es un pueblo descerebrado y bárbaro en el fondo. Ahora bien, el salvaguardar una memoria histórica, no implica, bajo mi punto de vista, tener que desvirtuar otra. Las plazas mayores siempre han sido algo especial,algo genuino y muy propio de los pueblos, que merece ser respetado, de ahí mi apreciación. Espero que con esto no me ocurra lo mismo que con Taranco y el nacimiento de Castilla...
Un fuerte abrazo
Muy guapo el vídeo y el pueblo...Yo no quitaría las placas históricas,la del Paco y su "Primo" me refiero,pero vaya,es una opinión personal...
Un abrazo.
Retortillo llego a tener casi los mil habitantes y era una especie de centro comarcal, pero su posición periférica no le ayudó mucho y ha sido de los pueblos que mas ha machacado la despoblación (como en los vecinos Barcones o de Miedes)
Las placas que no las rompan. Yo las pondría en un salón del ayuntamiento como recuerdo, pero las quitaría de la calle. Además en las cartas no hace falta poner las calles porque el vecindario es tan exiguo que todos se conocen.
A buen entendedor... ni rojo ni azul, Plaza Mayor, de toda la vida, si señor.
Otrosí, lo verdaderamente importante no es aquí el nombre de sus calles, sino ese pequeño misterio del símbolo céltico en el dintel. Se trata de lo que en euskera se conoce como "lauburu", aunque no es exclusivo de dicha tierra, y que es en realidad un símbolo solar, un tetraskel, que plasma la fuerza energética, giratoria, solar. Se utilizaba como talismán protector, pues se suponía que esa energía, positiva, podía detener las influencias negativas de espíritus de la Naturaleza, o "brujas".
El "misterio" estriba, en que data de 1927. ¿Todavía estaba vigente su valor como amuleto o talismán? ¿O para el propietario de la casa, significaba otra cosa?
Salud y fraternidad.