sábado, 23 de abril de 2011

Montenegro de Cameros

'Nunca la vida se puede saber toda; hay los secretos del hombre, y los del cielo, y los del mar, y los de la montaña. Uno no sabe por dónde empezar si no se le abre misteriosamente alguna puerta...'.

[Noel Clarasó (1)]



En realidad, esto no es un cuento, aunque podría serlo, y mucho menos de terror. Tampoco la historia de Clarasó me pareció una historia de terror cuando la leí por primera vez, a finales de octubre de 1984, cuando compré éste tercer volumen de la antología -en el que aparecen algunos de los mejores autores del género, como Arthur Machen, Algernon Blackwood y Howard Phillips Lovecrat- en la Casa del Libro de Madrid, situada en la céntrica calle de Gran Vía, a escasos metros de la Plaza de Callao. Tampoco es mi intención, por supuesto, hacer alarde de una memoria prodigiosa, que en honor a la verdad, he de afirmar, rotundamente, que no poseo. No hay aquí más enigma, que una excéntrica costumbre de juventud, que me impelía a fechar en la primera página los libros que compraba. A falta de ex-libris, buenas son fechas, podría decir, por no decir -y perdón por la redundancia- que a falta de pan, buenas son tortas.

Ocurre, también, que hay ocasiones en que los lugares que visito, me recuerdan, por alguna razón que no sabría explicar -al menos, de manera racional- escenarios imaginados en alguna de mis lecturas. Nunca he estado en Artíes, pueblecito del pirineo leridano, si mal no recuerdo, que es el lugar, precisamente, donde Clarasó sitúa su extraordinaria historia. No conozco Artíes, repito, pero sí tengo algunas fotos de Artíes -si tuviera que echar mano de los cuentos, diría que me las envió una bruja- que me recuerdan un entorno similar. Un entorno y un viaje, que comienzan en Vinuesa, Villa y Corte de Pinares, y abarca una distancia de 28 kilómetros. Distancia que se recorre, gratificados los ojos, atravesando extensas zonas de pinares cuyas ramas -ensoñadoramente hablando- parecen apuntar siempre hacia el centro magnético conformado por los Picos de Urbión. Porque, en efecto, ésta carretera que parte de Vinuesa, es la misma que, a mitad de distancia de Montenegro de Cameros, aproximadamente, conduce a una joya indiscutible de excepcional belleza: la Laguna Negra.

Desde luego, el recorrido sería idílicamente placentero, si no fuera por el detalle -común a numerosos lugares de la provincia- de que la carretera, llegados a las estribaciones del Puerto de Santa Inés (1793 metros de altitud), se convierte, poco más o menos que en una senda tortuosa que reclama con urgencia un asfaltado nuevo en éste tramo final, que se prolonga durante 8 ó 10 kilómetros, culebreando entre bajadas, cerradas curvas y ascensos, evitando el disfrute total de un paisaje espectacular, al tener que mantener la atención obstinadamente atenta a sortear los numerosos baches.

Aún quedaba nieve, no sólo en las cimas más altas del puerto, sino también en cotas más bajas, situadas a pie de carretera y la visión de los puntos de nieve, no hacía sino espolear la imaginación, intensificando aún más si cabe, la imagen mental de la dureza de las precipitaciones en invierno y la sensación de que posiblemente Montenegro de Cameros sepa lo que es quedarse alguna temporada aislado. Frente a esta contingencia, no es de extrañar, que apenas atravesado el puente que sorteo el río y llegados al pueblo, una de las visiones más repetitivas no sea otra que la de contemplar grandes reservas de leña junto a la puerta de numerosos hogares. Unos hogares que, en su conjunto, agrada ver, porque aún conservan ese sabor tradicional de una arquitectura típica, rural y montañesa, que constituye siempre un grato placer a la vista y que actualmente, por desgracia, se está perdiendo en numerosos lugares.





Otro de los atractivos que hace de Montenegro de Cameros uno de los lugares más pinturesocs de la provincia, es el de observar las evoluciones del ganado -equino y bovino, principalmente- desperdigados no sólo en los jugosos prados ribereños que conforman la parte baja del pueblo, sino también manteniendo un curioso equilibrio en sus empinadas e incluso abruptas laderas. Equilibrio, que de hecho se extiende a la propia estructura del pueblo, cuyas casas se distribuyen escalonadamente, como si constituyeran un ziggurat urbano, hasta verse coronadas por la figura de su iglesia parroquial, en la que destaca, como no podía ser de otra manera, la torre.

Algunas de las casas, por otra parte, aún conservan parte de su aspecto medieval, como demuestran las portadas góticas que lucen algunas de ellas. Hay, también, algún que otro escudo y no deja de ser una curiosidad más, en tierra celtíbera, encontrarse, aunque sea de forma menor y casi inadvertida, con ese símbolo solar y forma de esvástica, que en Navarra y el País Vasco denominan lauburu. Induce también a pensar en el posible origen de los primeros repobladores. En fin, la visita no fue completa, desde luego -el cansancio de un largo viaje, que se prolongó desde las seis de la mañana me pasó factura-, pero sí lo suficientemente interesante como para dedicarse una excusa a sí mismo para volver. Y de paso, recomendar un lugar que, aunque fuera de los itinerarios turísticos tradicionales -como dice una pequeña guía que poseo, del año 2000- no dejará a nadie indiferente por su añejo sabor y la belleza de su entorno. Y quién sabe qué maravillas puede ocultar su iglesia de la Asunción y su ermita de San Mamés, para todos aquellos que, como yo, se dejan llevar por el Arte y la Tradición.


(1) 'Antología de cuentos de terror, 3', Noel Clarasó: 'El jardín del Montarto', Alianza Editorial, S.A., 1982, página 337.



No hay comentarios: