Saboreando el arte y el misterio de Almazán


Resulta difícil pasear por una ciudad como Almazán y no dejarse llevar por cierta soporífera ensoñación, sobre todo cuando uno se deja voluntariamente envolver por ese extraño magnetismo derivado de la pervivencia en el tiempo de detalles afines a una Historia henchida de ecos, de murmullos y de gritos, donde el choque de civilizaciones -y no pretendo hacer zapaterismo gratuito-, impulsó, después de todo, huellas de diferentes culturas y maestrías, donde incluso reyes cristianos -como Pedro I el Cruel y su hermanastro, Enrique de Trastámara- dirimieron diferencias más allá de lo que supuestamente tira la sangre, haciendo buena -o lo que viene a ser lo mismo, histórica- la frase de Bertrand du Guesclin: yo ni quito ni pongo rey, tan sólo ayudo a mi señor. Pero como la Historia, también el Arte, desgraciadamente, se torna partidario; y ese partidismo, mal utilizado, se transforma en egoísmo y tiende a saciar hasta el paladar más exquisito, hastiándolo. Reconoceré, desde luego -estaría loco, si no lo hiciera-, que si se concedieran Óscars, o Goyas, o Conchas de Oro al mejor románico provincial, la Plaza de Almazán se cubriría de alfombras y banderolas, de confeti y pompas de jabón, mientras los focos se concentrarían, todos a una, sobre la primordial geometría sacra de su iglesia estelar: San Miguel. Cumplido el rito del galanteo, con una diva que, al fin y al cabo, en absoluto desmerece, por lo que no deja de ser humanamente razonable admitir que lo merece, me gustaría que intentarais seguir el rastro de mis pisadas, imaginando que a la postre, existe un cine de segunda, encajonado y entre bambalinas, que pide a gritos un detalle de atención.
Atención llama, por otra parte, el traslado de la estatua de Don Diego Laínez, que por algún motivo parecía estorbar en su emplazamiento original, a mitad de la Plaza, atrayendo las miradas del turista con su aura de general jesuita repartiendo bendiciones, entre el Ayuntamiento y la iglesia de San Miguel y ahora, descansa como eterno sereno a un metro escaso de la casa palacio de los Mendoza. Precisamente, de aquí parte la calle Palacio que, algunos metros más adelante, nos deja directamente frente a la magnífica mole, hoy día reconvertida en museo, de la iglesia de San Vicente. En ella veremos, que entre la nave y los ábsides, destaca ese maravilloso cimborrio hexagonal, probablemente realizado por alarifes de origen mudéjar, que parece señalar, como una patente de corso, el trabajo inconmensurable de éstos en la práctica totalidad de los templos de la ciudad. No veremos apenas marcas de cantero en ésta iglesia de San Vicente, pero sí algunos curiosos graffiti de peregrino y además, plantados frente a la portada principal, quizás nos sorprendan esos extraños diseños en los capiteles, cuyas formas -comparativamente hablando- puede que nos recuerden esos curiosos e indescifrables petroglifos que inundan muchos lugares de la mágica superficie gallega.
Gallegos, quizás, una vez desandado el camino de vuelta a la Plaza y apenas adentrados en una larga y estrecha calleja que lleva el nombre del mentado general jesuita, sean los dueños de ese discreto bar, que luciendo una clásica bruja en el reclamo situado por encima de la entrada, recibe el nombre, debidamente galleguizado, de As Meigas.
Y algo de magia y encantamiento debe de tener esta calle, después de todo, porque a escasos metros de distancia, volvemos a encontrarnos con esa familiar forma hexagonal de los cimborrios, aunque en ésta ocasión, en la iglesia de San Pedro. Muy reformada, apenas queda algún rastro románico en la fachada sur. Fachada a la que no se puede acceder, pues hay una verja que seguramente fue instalada en tiempos recientes, puede que con intenciones sanitarias de evitar, en la medida de lo posible, las consecuencias escatológicas de los populares botellones. Aquí, sin embargo, en los sillares mimados por el escoplo del cantero medieval, el amante de las marcas sí encontrará una buena provisión de ellas que, si bien no tan espectaculares en su diseño como en otros lugares, tanto de dentro como de fuera de la provincia, no están exentas de interés. Por estas calles, a poco que se deje llevar por la curiosidad, mientras se dirige hacia la parte alta para echar un vistazo a la iglesia de Santa María del Campanario -muy reformada también, aunque todavía conserva su ábside románico, alguna curiosa inscripción y una preciosa cruz patada y ahí me quedo-, verá algún capitel de origen judío o musulmán reutilizado en las casas más antiguas, e incluso una hermosa delicatesen artística, como pueden ser algunos canecillos de madera que imitan -cada maestrillo a su librillo- a aquéllos otros, de piedra, que inmortalizaron los templos románicos peninsulares.
Para el goloso, y de camino a la ermita de Jesús, es recomendable pasar bajo el arco de la Puerta de la Villa, pues allí, a la sombra su arco, establecimientos como la Confitería Almarza, ofrecen una variada gama de dulces artesanos, que sería un pecado pasar de largo y no detenerse siquiera para permitir que los ojos se deleiten de placer.
Y aquí viene lo bueno, porque detenido frente a la ermita de Jesús, puede resultar más que probable, que el turista, o el viajero o simplemente aquél que haya decidido salir por la mañana a darse el gusto de un buen paseo por una ciudad agradable, piense, al ver su planta de forma hexagonal, en precedentes muy lejanos en el tiempo, como Eunate o Torres del Río. Y cuál no será su sorpresa, realmente, al enterarse que está realmente frente a un remedo bastante reciente de aquéllas viejas y maravillosas glorias. Porque, en efecto, construida en los primeros años del siglo XVIII, con trazas del Maestro Juan Antonio Pimpinela y cubierta de Domingo Carrera, tal vez ronde por su cerebro, las preguntas de quién sugirió la idea y en qué modelos se basó.
Adosada sobre el lomo del viejo puente medieval, la carretera sale de Almazán, cruzando las apacibles aguas de un Duero que, melancólico, sigue su eterno devenir hacia la tierra de los fados, dejando tras de sí, estelas de nostálgicos recuerdos.

Comentarios

El Deme ha dicho que…
Almazán es una importantísima villa medieval de la historia de España. Tiene la joya románica de la iglesia de San Miguel, tres puertas en la muralla, la encantadora ermita de Jesús y los torreznos del restaurante Mateos. Le falta algo para que la visita a Almazán te llegue al corazón: tal vez ese proyecto de crear un museo donde disfrutar el famoso Tríptico atribuído a Memling en dependencias del Palacio de los Mendoza. Y al lado, pasa el Duero.
juancar347 ha dicho que…
No te falta razón, Deme; pero en honor a la verdad, me satisface observar que en Soria hay movimiento y que cada vez son más las personas que, valiéndose de los medios de comunicación, se van implicando en que toda la riqueza (cultural, artística, histórica, gastronómica, etc)se vaya conociendo mundialmente. Lo cual no es poco, aunque los poderes fácticos sigan con el bolo colgando. Almazán hay que visitarla a pecho descubierto; hay que descubrirla callejeando, dejándose sorprender por ese carácter arcano, que a veces se oculta entre bastidores. Se puede sugerir, pero al final, el triunfo del descubrimiento está en cada visitante. Un abrazo
Olaya ha dicho que…
Desde el grupo de Almazán en facebook, le queremos agradecer el espacio dedicado en su blog a la Villa adnamantina.
Para ello lo hemos publicado en el grupo, al que por cierto ya pertenece para que lo pueda ver más gente.
Un saludo
juancar347 ha dicho que…
Muchas gracias, Olaya. El agradecido soy yo por tan amable comentario y espero que, viéndolo más gente en el grupo que me comenta, Almazán continúe siendo valorado y visitado como de hecho merece una ciudad tan bonita, interesante y con tanta Historia acumulada.
Saludos cordiales.

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