Ermita de la Virgen de la Santa Cruz (aprox. s.XII)



Si alguien busca un lugar en el que detenerse durante un buen rato para ejercer su derecho individual a dejar vagar su imaginación y abstraerse, liberándose, de paso, de un buen número de toxinas, problemas y rutinas cotidianas, le recomiendo que se acerque hasta el pueblo de Miño de Medinaceli. Una vez allí, no tendrá ningún problema en encontrar un cartel que indica que en esa dirección, a una distancia aproximada de 7 kilómetros, está el pueblo de Conquezuela. Para ser sincero, he de confesar que no llegué hasta dicho pueblo. Y no lo hice, porque mi objetivo -la Cueva de la Santa Cruz- se encontraba a unos 3 kilómetros y medio antes de llegar.
Recuerdo que hace algún tiempo -mientras esperábamos a la grúa, después de quedarnos tirados camino de Alicante- un amigo me comentó jocoso: 'Tranquilo, chico: ¡la aventura es la aventura!'. Apenas tenía datos sobre este lugar, y no fue, sino por casualidad, 'buceando por la red' -es mucho mejor que hacerlo en el mar, sobre todo cuando no se sabe nadar muy bien, aunque sí guardar la ropa- como descubrí una página con ciertos datos que, además de llamarme poderosamente la atención, consiguieron que me decidiera a hacer de la aventura una aventura, propiamente hablando. Agradezco, por tanto, la información y añado a continuación la dirección de la página, por si alguien está interesado en recabar más datos:
http: //www.mundofree.com/origenes/guia/castillayleon/castillaleon.htm
La cuestión es, que como Quijote aventurero -que para eso España ha dado al mundo multitud de personajes universales-, ni corto ni perezoso, decidí comprobar con mis propios ojos aquello que tan oportunamente otros habían descrito en Internet, pretendiendo, a la vez, aportar un pequeño granito de arena del que poder sentirme satisfecho, si también servía de interés para alguien.
Conviene advertir, que si se viaja en solitario, no estaría de más llevar colgado del cuello un buen amuleto o, en su defecto, asegurarse del estado de la batería y el crédito del teléfono móvil antes de partir, pues la aventura exige atravesar carreteras comarcales tan solitarias, que frente a cualquier emergencia, a uno se le pondrían los pelos de punta a la hora de conseguir ayuda si se quedara por allí tirado. Y es que apenas te cruzas con nadie en kilómetros a la redonda -fijáos bien, digo kilómetros- mientras el paisaje, en algunas zonas, se vuelve más abrupto y desolador.
Una buena música ayuda, y mucho, aunque en éste sentido prefiero no 'mojarme', pues es de suponer que cada uno la sienta a su manera y habrá música que unos detesten y a otros les encante; que a unos motive y a otros levante dolor de cabeza. De manera, que este tema podemos dejarlo tal cuál, y que cada uno recurra a él a su gusto y discreción.
Siendo la provincia de Soria una tierra de muchos y variados contrastes, cuando inicié la aventura no me extrañó en absoluto comprobar que la primavera había explosionado como una supernova, dotando al paisaje de color y de alegría. Color y alegría, más espectacular, aún, si cabe, con los promontorios rocosos que comenzaban a divisarse a medida que el vehículo iba restándole más y más metros a la carretera.
Por la humedad que se adivinaba en el ambiente, así como por los charcos del camino -ya había tenido ocasión de comprobarlo, cuando me detuve a desayunar y repostar en Medinaceli- la madrugada había cubierto la zona con un manto de agua, estando la hierba alta, fresca y supongo que exquisitamente jugosa para el ganado ovino, con cuyos rebaños me cruzaba de vez en cuando, pues no hay que olvidar que me encontraba en las cercanías de la Cañada Real Galiana.
Es más que posible que la soledad, en ocasiones, juegue malas pasadas transmitiendo multitud de conceptos ambigüos al cerebro, y que éste, a la vez, se defienda haciendo que la vista perciba cosas que en realidad no existen. No resulta imposible, tampoco, que el que esto suscribe dejara en el maletero, junto al abrigo -una recomendación: nunca os fiéis del tiempo en Soria-, la piel de lobo que habitualmente le caracteriza, y dejando aflorar por unos minutos la ilusión de ese niño que todavía conservamos -supongo que todos- en donde quiera que se encuentre camuflado entre la maraña de piel y huesos que en el fondo somos, pretendiera ver rostros legendarios esculpidos en la piedra. No es ninguna chorrada, os lo aseguro. Hace poco leí por encima en un periódico, que cientifícos estadounidenses estaban estudiando qué mecanismo interior del cerebro humano distorniona la realidad, haciendo que algunas personas crean ver rostros en las nubes o incluso la cara de Jesucristo -no es broma- en el lomo de una pata de jamón serrano.
Distorsión o no, doy fe de que por un momento -algo mayor, por fortuna, que el tiempo de vida de una cerilla al ser prendida- tuve la sensación de que esas rocas -eternas, impasibles y obstinadamente mudas- adquirían, a medida que fijaba mi vista en ellas, rostros más o menos humanos, que me devolvían la mirada desde la insoslayable realidad de una indestructible concentración de átomos, víctimas, quizás, de una milenaria maldición, como así atestiguan varias leyendas que circulan libremente entre las gentes de esos pueblos de Dios.
Porque no hay que olvidar -y este es un dato muy importante- que me encontraba en una tierra que durante siglos había sido frontera entre los reinos cristianos del norte de la Península y el invasor árabe; una tierra, forjada en el fragor de mil batallas y en la que todavía es posible encontrar variedad de cuentos que hablan de tesoros abandonados por estos frente al empuje arrollador de los reinos cristianos en plena expansión.
Lejos de encontrarme con ningún tesoro que aliviara mis carencias a fin de mes y me asegurara el porvenir -que es, en definitiva, con lo que todos soñamos, influídos por el mundo eminentemente materialista en el que vivimos- sí me encontré con un lugar extraño, curioso y enigmático sobre el que hacerse multitud de preguntas.
Como es natural, la ermita estaba cerrada, de manera que no puedo hablar acerca del interior, aunque sí sé que se celebra una romería en el mes de agosto que puede ser, a mi juicio, lo suficientemente interesante como para dejarse caer por allí.
La cueva, de origen prehistórico, parece ser que albergó un culto a la Diosa Madre, siendo posteriormente cristianizada, como demuestra la ermita (siglo XVIII) erigida enfrente, así como el arco de estilo románico que corona la entrada.
En época de lluvia, una cascada cae hasta hacer rebosar una roca en forma de pila bautismal -ignoro si artificial, aunque no me dio esa impresión- situada un poco por encima del suelo. La gruta, que se va estrechando como un embudo a medida que se entra ella, hace poco menos que imposible una exploración más rigurosa.
Es cierto que existen grafitos en las paredes, aunque hay un símbolo rúnico -perfectamente visible en el lado derecho, junto a la entrada- que me llamó poderosamente la atención, porque aquél símbolo trajo inmediatamente a mi memoria la runa que utilizaba como escudo la 8ª División de Montaña de las SS alemanas, 'Prinz Eugen'.

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