Tiermes en primavera

'La mente humana se halla prisionera de un código secreto que se encuentra encerrado en su inconsciente y que concuerda muy poco con la realidad consciente. Al igual que existe un orden físico preestablecido que se refleja en el comportamiento del átomo y en la órbita de las estrellas, debe existir también un orden dentro de la mente del hombre'.
[Levi-Strauss, antropólogo (1)]

Tal vez no fuera el mejor día para la aventura, pero ésta dejaría de serlo, si no se afrontaran ciertos riesgos y uno se dejara tentar por el ambiente confortable del hogar por temor a mojarse. ¿Locura?. ¡Quizás!. Pero hermosa, al fin y al cabo, y en el fondo muy instructiva. Como creo que no existe mejor música que aquélla que genera la sabia Naturaleza, he decidido no ambientar el vídeo que se presenta, como tengo por costumbre, con música sugestiva, tipo Enya o Lorena McKennit. Esto, bajo mi punto de vista, hará que el lector se familiarice, quizás, un poco más con las afirmaciones que se desarrollarán a lo largo de la presente crónica, ofreciendo, a aquéllos que no lo conozcan, la oportunidad de hacerse una idea de cómo es Tiermes, sobre todo en una época tan esplendorosa y sublime como es la primavera.
Comienzo la crónica, pues, diciendo que apenas pasaban unos minutos de las nueve de la mañana de ayer sábado, 31 de éste inusual mes de mayo -que seguramente revalide el viejo refrán popular referente a lo de quitarse el sayo, cuando no, al caprichoso veranillo de San Martín- cuando un auténtico diluvio se centró sobre Montejo de Tiermes. Si hubiera sido una persona aprehensiva o supersticiosa, hubiera pensado que el zorro que me encontré muerto en la carretera y aquéllos nubarrones, negros como la pez, eran auténticos presagios de mala suerte que, como una desafortunada tirada de cartas del Tarot, me instaban a dar media vuelta y volver por donde había venido sin pérdida de tiempo.
Continué, sin embargo mi camino, intuyendo más que viendo realmente una carretera anegada en agua. Aproximadamente tres kilómetros más adelante, a la derecha, tuve oportunidad de ver varios coches aparcados en el estacionamiento de La Venta de Tiermes, y supuse que sus ocupantes estarían bajo cubierto, disfrutando de un opíparo desayuno, en espera de que el tiempo mejorara; al menos lo suficiente, como para atreverse a acercarse hasta el yacimiento y dar un paseo al aire libre.
Bajo un punto de vista eminentemente personal y avaro, aquélla circunstancia me alegraba lo suficiente como para preveer evitar una incómoda multitud que no me permitiera disfrutar de la visita con la intimidad que la ocasión requería y que la cámara de vídeo agradecería, al no tener que grabar otro tipo de sonidos que los que realmente quería que aparecieran en la película.
Trescientos metros más adelante, aunque en ésta ocasión hacia la izquierda, con excepción de un Peugeot 206 de color gris -que probablemente perteneciera al encargado- frente a la puerta del Centro de Interpretación y Museo, no se apreciaba indicio alguno de visitantes. Ya se veía en la distancia, situada como un faro en lo alto de la colina, la estructura, románica, arcana y de gran belleza, de la iglesia de Nª Sª de Santa María. Según me acercaba al aparcamiento, un coche descendía por el camino en dirección contraria; ese fue, de momento, el único rastro humano con el que me crucé, antes de iniciar en solitario mi recorrido.
Para un amante del Arte en general, y del románico en particular, hubiera sido un verdadero sacrilegio pasar de largo y no detenerse unos minutos a repasar las características exteriores de una construcción que ya tuviera oportunidad de conocer en mi anterior visita, producida en el mes de febrero.
¿Cómo no detenerme a contemplar una segunda vez, la curiosa simbología pétrea desplegada, por ejemplo, en esa flor de seis pétalos -o 'flor de la vida'- grabada, bien visible, en el pórtico de entrada?. ¿Cómo, continuar mi camino, evitando el hechizo de las figuras representativas de sus numerosos capiteles?.
Mientras el eco de mis pasos resonaba en el empedrado de la galería -en el exterior, la lluvia, menos arrolladora, dejaba oir una sinfonía menos románica y completamente fascinante en su naturalidad- no podía dejar de pensar mientras los contemplaba, y hablando de sinfonías, en las curiosas investigaciones realizadas en el Monasterio de Ripoll, por cierto profesor alemán -de nombre Marius y apellido Schneider- y sus portentosas teorías encaminadas a demostrar que los animales representados en los capiteles de los claustros románicos eran la representación simbólica -valga la redundancia- de notas musicales.
¿Qué extraña, evocadora música -me preguntaba, sumamente intrigado- no representarían esos centauros-sagitario, unidos en el mismo capitel, a las arpías con rostro humano?. ¿Qué nota ocultaban, por ejemplo, esos caballos alados, o quizás grifos, que intentaban levantar el vuelo en otro capitel?. ¿Tendría cabida en la partitura oculta, la famosa escena de la Resurrección de los muertos?. ¿O el enfrentamiento, lanza en ristre, de los dos osados caballeros?. ¿Habría una continuidad musical, por ejemplo, en ese canecillo del ábside, que representaba a un ave, en cuyo pico, atrapada, se debatía una serpiente?. ¡Cuánta sabiduría oculta y perdida!.
Sumido en tales pensamientos, con la capucha del anorak echada sobre la cabeza, abandoné el refugio proporcionado por la galería de la iglesia de Nª Sª de Santa María, descendiendo a paso ligero el camino que lleva al yacimiento.
La soledad, a medida que me acercaba a la Puerta del Sol y los restos de lo que se considera -al menos oficialmente- corresponden a lo que en tiempos fuera un antiguo circo o un anfiteatro, era absoluta, a excepción del trino de los pájaros. Las gotas de lluvia golpeaban rítmicamente contra la dura piedra labrada de lo que se cree fueron sus graderíos, y mientras tomaba planos con la cámara, poco me costaba imaginármelos repletos de la flor y nata de la sociedad termense, vestida de gala, asistiendo entusiasmada a un espectáculo social, fuera éste de la índole que fuera.
Cerca de las denominadas termas, atisbé por la oscura abertura de la Casa de las Hornacinas, inducido, sin duda, por la curiosidad de contemplar un hogar rústico, troglodita y netamente matricense. Observando los huecos labrados en la pared del habitáculo -posiblemente de ahí la derivación añadida 'de las hornacinas'- me preguntaba, curioso, qué lares no presidirían ese hogar, al menos en las primeras épocas, y por qué esa pared de ladrillos que impedía atisbar aún más en su interior.
A medida que avanzaba en mi exploración, recorriendo el yacimiento por los senderos marcados, en dirección al impresionante desfiladero rocoso donde se perfilaba lo que en tiempos fuera la Puerta del Oeste, el viento que se colaba a través de las imnumerables aberturas y pasadizos practicados en la roca, se me antojó como un extraño lamento. Para entonces, la soledad, aún más pronunciada y absoluta que al principio, parecía etéreamente cargada de recuerdos; de ecos y reverberancias de un pasado que se negaba a desaparecer, y que, plantándome cara desde la característica rosada de su pétrea constitución -que, comparativamente hablando, recuerda el color rosado de la carne-, me retaba, susurrándome al oído: 'mirarás y volverás a mirar; te marcharás y regresarás; pero nunca, nunca descubrirás mi secreto...'.
Recordando las leyendas, así como el inigualable poema de Mío Cid -posiblemente más apreciado en el extranjero que en nuestro propio país-, llegó un momento en el que -sin duda influenciado por la soledad que imperaba en kilómetros y kilómetros a la redonda- creí percibir, támbién, el sonido perturbado de la respiración de la pérfida Elpha, la mitológica mujer serpiente -vencida por el héroe Álamos-Hércules- que oculta en su laberíntica guarida subterránea -recordemos las connotaciones simbólicas del laberinto en numerosos pueblos de la antigüedad-, sueña, posiblemente, con el momento de despertar de su profundo letargo y volver a imponer, como en el pasado, su reinado de terror.
Mito, leyenda, tradición...un auténtico conjuro de elementos cuya simbología, a falta de su clave correspondiente -como la clave perdida de los maestros constructores medievales-, perderá para siempre los restos antediluvianos de una más que probable verdad.
No ocurría lo mismo con las conducciones y canales que, excavados titánicamente en la roca, continuaban cumpliendo, eterna e impertubablemente, la misión vital para la que habían sido concebidos. En efecto, el agua corría a través de ellos alegre, impetuosamente, sin temor a que dicho ímpetu reventrara ninguna cañería, con el consiguiente desperdicio del primordial líquido, como ocurre tan a menudo hoy en día.
La lluvia, más intensa cuando ascendía los escalones de ésta colosal Puerta del Oeste, no impedía, sin embargo, que echando un vistazo hacia atrás, tuviera una visión magistral de la campiña que se extendía a mi alrededor.
Poco menos que extasiado frente a aquélla reverberancia de la naturaleza en plena expansión y creatividad -tuve un atisbo de comprensión, referente a la importancia que ésta tenía en la obra de Van Gogh, o 'el loco del pelo rojo', como también es conocido- pisé sin darme cuenta algo que, cuando crujió, me produjo un leve respingo.
Bajo la suela de mis zapatillas, los restos de un drama: la mitad de un pequeño cráneo de conejo y algunos huesillos en los que se apreciaban todavía residuos de piel blanqui-gris, denotaban que allí alguien -posiblemente un águila o un buitre- se había dado un auténtico festín.
La vida, pues, siguiendo inexorable su curso; mostrando varias de sus múltiples facetas; lo hermoso y lo trágico; fortaleza contra debilidad; nacimiento y muerte; en definitiva, supervivencia y evolución.
Hubo un ligero amago de tregua por parte de la nubes, cuando, totalmente chorreando e instalado otra vez en el confortable habitáculo del coche, dejé atrás el yacimiento de Tiermes y la iglesia románica de Nª Sª de Santa María, con un agridulce sabor de boca, pensando que allí, detrás de mi, quedaba el mudo aunque sólido testimonio de un mundo perdido cuyos secretos, lejos aún de manifestarse a la luz del sol, permanecían inexpugnablemente ocultos, posiblemente en esos lugares de imposible acceso, donde las leyendas sitúan los auténticos tesoros de Tiermes.
Descendiendo a pie por la ladera, un grupo de peregrinos caminaba hacia el yacimiento con paso desenfadado, y aunque las gotas de agua resbalaban copiosamente por sus rostros, en la determinación de su mirada creí percibir parte de esa fuerza interior que induce al alma a negarse a yacer tumbada, empujándola a continuar. Tiermes, pues, en el fondo, y mientras haya peregrinos, no estará nunca completamente solo.

(1): Extracto sacado del artículo de Concha Palacios, 'Cuando los capiteles se ponen a cantar', publicado en el número 64 (octubre de 1981) de la desaparecida revista Mundo Desconocido.

Comentarios

Ermengardo II ha dicho que…
Sin desmerecer a nadie: mucho mejor esto que Enya.
¿A ti que te sugiere el graderío de Tiermes?
Saludos
Anónimo ha dicho que…
gracias, juancarlos, por haberme acercado una mañana más la brisa de mi pueblo y las ruinas vecinas. corroboro las palabras de koborron, yo también he preferido la banda sonora de la lluvia y la de los pájaros anunciando la mañana.
hoy me siento un poco galego, por lo de la morriña...

el de tiermes
juancar347 ha dicho que…
De acuerdo con respecto a la música ambiental. En este caso, JK, y mientras no aparezcan otras interpretaciones más verosímiles, tendré que 'aceptar' la versión oficial acerca de que fuera un circo o un anfiteatro. En realidad, algo no termina de encajarme, pero por el momento, y mientras no compruebe una serie de cosas, tendré que aceptar lo que hay...
juancar347 ha dicho que…
Oscar, me alegro que te haya gustado el vídeo. En realidad, me acordé de ti el sábado. Espero que esa morriña sea pasajera y no impida que continúes sorprendiéndonos con tus relatos. Un abrazo

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