La Ribera Mágica del Duero



'He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-'.
[Antonio Machado]

'¡Manrique!. ¡Manrique!', creo escuchar las voces angustiadas de aquellos que buscan al joven enamorado, que se ahogó en las aguas del Duero persiguiendo un rayo de luna, apenas unos metros más allá de la puerta de lo que en tiempos fue el antiguo monasterio templario de San Polo y hoy es propiedad privada.
Es muy temprano y la escarcha, obstinada, se niega a desaparecer. Aún así, allá arriba, en la distancia, a mitad de camino hacia la ermita de San Saturio, creo distinguir la silueta -abrigo largo hasta las rodillas, sombrero calado hasta las orejas y las manos en los bolsillos- de don Antonio, leyendo curioso las iniciales que docenas, cientos de enamorados han dejado grabadas en las cortezas de los árboles, y el tiempo aún conserva, como un suspiro de eternidad que, de igual manera que la escarcha, se niega también a desaparecer.
Cuando arribo a las puertas del santuario, dejando el coche aparcado enfrente de la placa que recuerda al Maestro, una ligera neblina se eleva desde la ribera, y pienso que es el vaho de los suspiros del viejo y aterido Duero, que sueña con la llegada de la primavera esperando impaciente el momento de despertar con fuerza y alegría, en su eterno peregrinaje hacia el mar.
Observo complacido el octogono que se levanta orgulloso sobre la pared de roca viva, y me parece hermoso, aún a pesar de recordar los comentarios despectivos de Gustavo Adolfo Bécquer y su particular aversión a las construcciones barrocas de 'estilo churrigueresco', que se pusieron tan de moda en la época.
Hay quien asevera que en la roca, aproximadamente por la zona donde se encuentra situada 'la ventana del milagro', la piedra se ha moldeado a sí misma, reproduciendo la cara del santo, en una efigie muy parecida a la del busto que recibe al visitante desde su pedestal en la sala conocida como el Cabildo de los Heros. Fantasía o realidad, quien recorre los vericuetos anexos a San Saturio, no puede evitar pensar que allí -por increíble que parezca- cualquier cosa es posible. Incluso observar un grupo de águilas, estáticas en el cielo, formando una cruz, señal que, como esa estrella misteriosa que en su día alumbró el lugar de nacimiento de Jesús de Nazareth, sirvió como preludio a una nueva era de esperanza para la Humanidad, basada, teóricamente, en la igualdad.
El silencio, después de todo, impone, siendo a veces interrumpido por el repentino aleteo de algún pájaro desperezándose en las ramas de un árbol cercano; posiblemente en aquél donde la desconfiada ardilla tiene su casa y de donde parte y a donde regresa todas las mañanas para hacer su requisa de bayas y piñones, tan abundantes en el lugar.
Abandono San Saturio, así como la paz que se respira alrededor del santuario, con la curiosa sensación de que olvido algo; con un incomprensible sentimiento de partir para volver -como la ardilla- mientras los primeros rayos del sol tiñen de ocre las aguas del río, cuya superficie, lisa como el marco de un cristal, hace buenas las enseñanzas de Hermes Trismegisto en cuanto a la similitud entre lo que hay arriba y lo que hay abajo.
Por el camino de regreso, me cruzo con devotas que madrugan portando rogativas al santo, y por el gesto de determinación que denotan sus rostros, imagino que, de igual manera que esas vírgenes románicas que tenían fama de milagreras, y por tanto, de escuchar los ruegos de los fieles en el lugar más sagrado y profundo de su santuario, durante los siglos XII y XIII, San Saturio también las escuchará, no decepcionándolas en absoluto, porque por algo es su querido y Santo Patrón.
De regreso a la ciudad, entreveo un cartel -semioculto entre la hojarasca- que recuerda el hermanamiento de Soria con la ciudad francesa de Coullioure, lugar de exilio de don Antonio, cuyos restos mortales reposan para siempre en su pequeño cementerio, muy lejos de los álamos y las riberas del río que tanto amó.
En dirección a los Arcos de San Juan, mientras espero que el semáforo que delimita el paso del viejo puente se ponga en verde, observo con curiosidad la tienda de artesanía soriana de la esquina, cuyas paredes, de un blanco inmaculado, me traen a la memoria otros versos del Maestro, a los que un día pusiera música Joan Manuel Serrat, mientras España permanecía poco menos que aislada del resto de Europa y él le cantaba a un pueblo blanco; seguramente, a uno de los muchos por los que Mr. Marshall pasó de largo.
Cuando llego a la pequeña explanada situada junto a la entrada al monasterio, no dejo de observar el lugar -esquinado, para más señas- en el que un chopo herido laguidece como el corazón al que se referían los famosos versos de Verlaine, que sirvieron como preludio al desembarco Aliado en Normandía. A su alrededor, maullando lastimeramente, una docena de gatos esperan ansiosos la llegada del guarda y su bolsa repleta de mendrugos de pan y restos de comida, sobre los que se lanzarán con inusitada avidez. Es la eterna, cruel estrofa del mundo, capaz de romper ese débil cordón de plata que une el mundo mágico de los sueños con la realidad y te hace sentir, en el fondo, afortunado de no compartir el destino de otros muchos que, como los gatos, elevan cada día las manos al cielo solicitando el milagro de su mendrugo de pan.
Dentro del mundo de los sueños, soy de la opinión de que siempre existe un lugar para la magia; el tiempo pasa, pero la magia permanece, como lo demuestra la piedra que -independientemente de su originalidad o autenticidad histórica- permanece impasible a modo de felpudo, junto a la entrada de la tienda de artesanía soriana. Cuando te acercas, ves el simbolismo en todo su esplendor: una cruz de ocho beatitudes; dos caballeros cabalgando sobre el mismo caballo; los graffitis de Chinon...Las referencias son tan evidentes, que cuando pienso en la palabra Temple, a la magia del momento y del lugar, se añade una nueva y escurridiza circunstancia: la leyenda.
Soria es, sin duda, tierra de leyendas; de grandes gestas que han llegado hasta nosotros envueltas por el halo del misterio que marcó frontera entre dos mundos completamente opuestos -al igual que hoy en día-, pero que, curiosamente, defendían la omnipresencia de un único y verdadero Dios: el cristiano y el musulmán.
Tierra de eremitas; de cultos marianos; de grandes acontecimientos envueltos en el más impenetrable de los misterios; y cómo no, lugar de tradición y de milagros.
Sin dejar de darle vueltas a todo ello, me encamino por segunda vez consecutiva hacia el monasterio, con la sombra de la cruz paté pisándome los talones y la curiosa sensación de haber penetrado en otro mundo.
Dicen que son de estilo mudéjar y atribuyen su diseño y construcción a los caballeros de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. Pero los rayos del sol que se cuelan a través de sus arcos, me indican que, lejos de ser relevante esta cuestión, importa más qué tipo de gracia iluminó a aquellos hombres que, buscando la perfección de Dios, no cometieron la torpeza de dejar nada al azar, aunque sí dejaron grabado el testimonio de su sabiduría, en unas piedras que sus manos moldearon como si fueran barro. Tal detalle, sin duda, me trae a la memoria retazos de la leyenda mágica del Golem. Pero lejos de crear un monstruo descontrolado, los maestros canteros que levantaron el monasterio de San Juan de Duero crearon, con toda probabilidad, un vínculo indivisible entre el cielo y la tierra; una vía de comunicación, diseñada para perdurar...
La Magia, pues, es algo manifiesto a este lado de la ribera del Duero. Algo sutil, genuino y tangible, que llega a apoderarse del alma del visitante. Y tal y como describía en su excelente ensayo Mircea Eliade, uno no deja de experimentar, paseando por ella, el mito del eterno retorno.

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