Rutas del Temple 2: antiguo monasterio de San Polo


'Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y obscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas...'.
[Gustavo Adolfo Bécquer: 'El rayo de Luna']


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Tal y como nos avisa Gustavo Adolfo Bécquer al principio de la leyenda, hacía muchos años -posiblemente siglos- que el grito de guerra de los templarios, unido a los colores blanco y negro de su estandarte, o 'Baussant', se habían extinguido en aquella parte de la ribera del Duero, que habían ocupado y defendido bravamente, en tiempos en los que -si hemos de hacer caso a la Historia- se libraban sangrientos combates para expulsar al invasor sarraceno, que tantos siglos llevaba asentado en la Península Ibérica.
De aquellos tiempos, así como de las hazañas de tan legendaria Orden, sólo existen espesas brumas flotando a algunos centímetros por encima de lagunas difíciles de sortear. No ocurre lo mismo con la tradición, en la que se apoyan -firmes como una roca- una sencilla puerta abovedada y parte de un antiguo monasterio administrado por los aguerridos freires guerreros, que a pesar del tiempo transcurrido y de los numerosos cambios internos realizados por sus actuales propietarios, continúa conservando su nombre original: San Polo.
No parecen haberse producido, sin embargo, cambios irreparables en el terreno que lo circunda, pues, a pesar de que existen verjas de hierro, así como avisos de 'prohibido el paso, propiedad privada', la tierra de los huertos parece igual de fértil a como lo era en los tiempos en que los templarios se encargaban de su cultivo y explotación.
Sabemos, también, que aparte de la trágica leyenda consignada por Bécquer -hasta tal punto puede llegar a hechizar el lugar, incluso visto a la luz de la luna- existe otra leyenda relacionada, transmitida de generación en generación, que recuperó hace algunos años un especialista en temas del Temple, llamado Rafael Alarcón Herrera: la leyenda del Santo Cristo del Olvido o el Cristo Cillerero.
Para corroborar, al menos en parte, ésta auténtica joya tradicional, tenemos la fortuna de que se haya conservado intacta hasta nuestros días, la imagen del Cristo en cuestión.
En efecto, relativamente cerca de su emplazamiento original en el monasterio de San Polo, y situada enfrente de la Diputación Provincial, la iglesia románica de San Juan de Rabanera le sirve actualmente de cobijo. Fieles y curiosos pueden verlo en el ábside, detrás del altar principal, con su faldón negro hasta las rodillas que, curiosamente, se aplica también a otros dos Cristos considerados templarios: el del Santuario de Nª Sª de los Milagros de Ágreda, y el que estaba en el antiguo castillo de Ucero y hoy se encuentra en la capilla de la iglesia parroquial de San Juan Bautista.
Puede que aún queden otros restos que evidencien la presencia de la Orden en el lugar, pues se sabe que en los jardines anexos a San Polo, no muy lejos del punto donde Bécquer situó la leyenda de el rayo de luna -se puede ver una cruceta de piedra a través de la verja- hace tiempo que se documentó la existencia de algunas losas sepulcrales, entre cuyos grabados no faltan, desde luego, ese peculiar tipo de cruces de brazos redondeados o cruces patés, tan características del Temple. Pero su acceso está vedado, pues como hemos dicho anteriormente, tanto lo que queda del antiguo monasterio, como el terreno circundante, son propiedad privada.
Con privacidad o sin ella, sí resulta toda una experiencia atravesar esa antigua puerta que se levanta en mitad de lo que en su día fue el cuerpo central del monasterio -la mayor parte de sus milenarias paredes cubiertas de hiedra y enredaderas- y recorrer ese camino hacia la ermita de San Saturio que, siempre a la vera del Duero, tan celosamente guardaron unos monjes-guerreros cuya leyenda -como las últimas palabras que se supone pronunció en la hoguera su último Gran Maestre, Jacques de Molay- forman parte imperecedera de un gran mito universal.

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