Expedientes X en Soria: el increíble encuentro de Julio F.
Hace unos días, y tras leer en el Heraldo una breve referencia a cierto agujero misterioso aparecido en 1998 en Barahona, el 'pueblo de las brujas', recordé un hecho parecido, acaecido en la localidad de Pedro en febrero del presente año, del que fui afortunado testigo. En contra de lo esperado, esa pequeña referencia trajo consigo que entre los entrañables amigos que visitan este blog, salieran a relucir varias referencias más en el ámbito de la provincia, que hace que estos dos no sean casos aislados, aunque desde luego, sí bastante misteriosos.
Tal vez influído por ese 'misterio' y el morbo que este tipo de fenómenos parece ejercer sobre la gente, y dado que, bajo mi punto de vista, puede considerarse como una especie de 'visión añadida' de interés por la provincia, recordé algunos casos bastante extraordinarios que, aunque ocurridos hace ya algunos años, no dejan de tener su interés y posiblemente añadan una nota de picante a estas páginas que pretenden ser lo más dinámicas posibles.
Desde luego, soy el primero en reconocer, que Soria es una provincia que no deja nunca de sorprenderme; de ahí que aproveche poco menos que casi todos los fines de semana para acercarme hasta algún lugar determinado de su geografía, con la absoluta garantía de que volveré a mi casa enriquecido de alguna manera: bien culturalmente, bien folklóricamente o bien, quizás más importantes que las anteriores, enriquecido humanamente, pues no sería la primera vez que dejo atrás un nombre y un amigo o amiga que recordar y no perder el contacto.
En efecto, a lo largo de mis viajes -que no han sido pocos- he podido hartarme del románico y sus enigmas; y aunque afirmaba Ken Follet en una reciente entrevista, refiriéndose a las catedrales, que 'están llenas de símbolos extraños' y que 'la verdad es que se puede interpretar cualquier cosa en ellos' ya que 'no nos dejaron los mapas para descifrarlos', no pierdo la esperanza de llegar algún día a desentrañar alguno. He visto pueblos fantasma y despoblados, como el de Arganza, que me han dejado un lóbrego sentimiento de tristeza; incluso he visto a algunos de sus antiguos habitantes pasear entre esas casas que el tiempo va hiriendo un poco más cada día, y he podido mantener una agradable conversación con ellos. He podido disfrutar de maravillas naturales, como el Cañón del Río Lobos y escuchar, de labios de uno de sus guardas, una terrible leyenda relacionada con el desaparecido pueblo de Valdecea y la muerte de sus habitantes en una boda por beber agua envenenada, similar -por no decir idéntica- a esa otra que corre de boca en boca por otro pueblo de la provincia, de cuyo nombre ahora -como nuestro ilustre manco de Lepanto- yo tampoco puedo acordarme.
Y hablando de leyendas, he tenido la oportunidad de subir hasta la Laguna Negra y llegar a creer, por un instante, que el susurro del viento que se colaba entre los árboles era, en realidad, el gemido lastimero del fantasma del viejo Alvargonzález, condenado a vagar eternamente sin opción al descanso, por haber sido asesinado por sus propios hijos. Incluso he llegado a pensar, sin duda sugestionado por el momento y el lugar, que las ondas que se veían en la superficie del agua, eran producidas por el monstruo que afirman algunos mora en las profundidades, o quizás, por esa ninfa hermosa, pero terriblemente malvada, que se cree aguarda a los incautos para arrastrarlos hasta el fondo.
Llegado hasta la hermosa población de Ágreda, situada a los pies de un Olimpo llamado Moncayo -lugar mistérico como pocos- he tenido ocasión de emocionarme frente al sarcófago de una persona cuya vida, bajo mi punto de vista, constituye el primer y auténtico Expediente X de Soria, y por ende de España: Sor María Jesús de Ágreda, la Dama Azul.
En fin, he caminado, también y en no pocas ocasiones, por carreteras en las que no me he cruzado con nadie durante horas; caminos que me han sobrecogido, no tanto por su espectacular orografía como por su infinita soledad; y hasta ha habido momentos en los que he llegado a presentir que cualquier cosa, por increíble que parezca, podía ser posible allí.
Es de suponer, que con tales antecedentes, abrir la Caja de Pandora que en ocasiones se oculta detrás de ese nostálgico baúl de los recuerdos, pueda acarrear ciertos riesgos.
Por experiencia propia, apenas me cuesta imaginarme a un madrileño levantándose un domingo de madrugada para ir a cazar, con la única compañía de su perro, al que -posiblemente en honor a Heraclio Fournier, considerado por algunos como el 'padre de la baraja española'- en su momento bautizó con el nombre de 'Mus'. Estamos en el mes de febrero de 1978 -todavía no se había aprobado la Constitución Española ni había siquiera remotas sospechas de que el Ministerio del Aire fuera a liberar algún día algunos expedientes, aunque fuera de manera convenientemente mutilada- y el frío, en las cercanías de Medinaceli, cala hasta el tuétano de los huesos. Nuestro hombre, que responde al nombre de Julio y la inicial de su primer apellido es F, puede que haya parado unos minutos en el Área 103 -que no 51- o tal vez, ya que el viaje no es demasiado largo, haya aguantado hasta entrar en la ciudad y tomar el café en el restaurante Jose-Mari, que es de los primeros que abren. Hasta es posible, que provisto de un termo casero, no haya realizado ninguna de las dos acciones anteriores y se haya adentrado directamente por los páramos circundantes, plagados de cerros -donde la leyenda dice que en uno de ellos se oculta la tumba de Almanzor y la gran cantidad de tesoros acumulados en su vida de guerra y saqueo- y con la escopeta dispuesta, camine por una tierra que aún tardará horas en recuperarse de la resaca de la helada de la noche.
Conociendo un poco el clima, es posible imaginar que el cielo esté cubierto de nubes; grandes cúmulos de color blanco algodón en los extremos pero negros como un pozo sin fondo en su centro, capaces de ocultar cualquier cosa además de agua suficiente como para desencadenar un auténtico diluvio en cuestión de poco tiempo. Nuestro hombre, acostumbrado no obstante, a los sacrificios que el arte de la caza conlleva -incluidas las inclemencias del tiempo- no se arredra y sigue adelante. Hace tiempo que 'Mus' no ladra, y aunque no se separa de él, camina con la cabeza gacha, temeroso. Esta actitud, poco frecuente en un perro que salta como un resorte al menor indicio de presa en las inmediaciones, hace sospechar a Julio F. que el perro quizás esté enfermo. Hace intento de dar media vuelta y dirigirse hacia el coche, que ha dejado aparcado aproximadamente un kilómetro más atrás, al borde del camino. Se percata, entonces, del silencio. Incluso el viento ha dejado de soplar; no se mueve siquiera una yerba. 'Mus' gime lastimero, ladra sin convicción y se esconde aterrorizado entre sus piernas. Una espesa niebla, como salida de improviso de las entrañas mismas de la tierra, se cierne ahora sobre ellos. Casi imperceptible al principio, su movimiento ahora es rápido, envolvente, como una impenetrable tela de araña, que una vez que atrapa, no suelta ya a su víctima.
Curiosamente, Julio F. no tiene miedo. Ni siquiera intenta montar su escopeta de caza cuando, a través de la niebla, comienzan a difuminarse dos figuras. Al principio, no puede verlas bien; más tarde -el tiempo, como comentaría después bajo hipnosis, parece haber dejado de existir, o en su defecto, pasa a ocupar un lugar secundario en la experiencia- observa unos extraños uniformes de color verde, y piensa que es una pareja de la Guardia Civil. La niebla cubre parcialmente sus cuerpos, de manera que no puede ver todavía sus rostros, aunque sí apreciar -por la longitud de piernas y troncos- que tienen una altura realmente notable. 'Mus' vuelve a ladrar, pero sin convicción. Vuelve a meterse entre sus piernas, y Julio F. está a punto de trastabillar y caer al suelo.
Cuando las dos figuras son completamente visibles, Julio F. se percata del error de su apreciación inicial. Lo que en un principio había tomado -dado el color verde- por uniformes de la Guardia Civil, corresponde, en realidad, a monos de una sola pieza, con capucha incluida, que sólo permiten ver los rostros de los individuos.
A apenas dos metros de distancia, los gemidos de 'Mus', lastimeros, indican en el animal un pánico que, curiosamente, él está lejos de sentir. No obstante, a pesar del aspecto humano de los individuos, Julio F. reconoce que hay algo extraño en ellos. En efecto, sus caras son alargadas, barbilampiñas, con unos mentones prominentes; no tienen cejas, ni señales de vello y sus ojos son completamente redondos, de un color azul gélido, como carentes de vida.
De sus labios -alargados y finos, como un corte- no surgen palabras. Sin embargo, Julio F. recibe una invitación a acompañarlos. No se niega, y escoltado por ellos, asciende una pequeña colina. Desde la cima, observa debajo un terreno llano, y flotando a algunos centímetros del suelo, ve una nave con forma de platillo, en cuya panza se abre una abertura similar a una puerta.
Como en la ocasión anterior, sin pronunciar palabra, los desconocidos le invitan a subir. Una vez en el interior, le señalan una escalera de caracol -detalle que desconcierta al cazador- que conduce a la cúpula superior. Allí, otro individuo de idénticas características, está sentado frente a una serie de consolas. A través de las ventanas, Julio F. puede ver el exterior: el día ya conocido, gris, cubierto de nubes y neblinas que se extienden por doquier, como los jirones de un inmenso sudario.
Le invitan, entonces, a entrar en una habitación. En su interior, sólo ve una especie de mesa alargada, o camilla, sobre la que se sienta. No hay ventanas, y las paredes parecen despedir una curiosa luminosidad blanquecina.
Ignora el tiempo que permanece encerrado en la habitación. Siente deseos de fumar, pero aunque saca un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos de su chaleco, cogiendo uno, no lo enciende. Por alguna razón que no consigue explicarse, deja el cigarrillo en un lado de la camilla, junto con dos cartuchos que extrae de su canana.
Llegados a este punto, ni siquiera la sesión de hipnosis a la que es sometido algún tiempo después, es capaz de sonsacar qué ocurrió a partir de ese momento, salvo que, como refirió, se encontró junto a su coche y habían pasado varias horas. A excepción de su perro, no había rastro alguno de los desconocidos, ni tampoco del platillo. Julio F. piensa que ha sufrido una alucinación. También, por alguna razón que no acierta a comprender, en contra de su decisión inicial, decide contar su historia y pronto ésta aparece en los medios de comunicación de la época. Aún en la actualidad, constituye uno de los casos OVNI referente para los investigadores del fenómeno y, de hecho, poco menos que el único ocurrido en la provincia del que se tenga constancia.
Resulta evidente, que la historia ha sido literariamente adornada por el que suscribe y que cada uno es muy libre de pensar como mejor le parezca. Es indudable que a Julio F. algo le ocurrió, aquélla fría mañana del domingo 5 de febrero de 1978. Un hecho asociado a un fenómeno en el que se mezclan elementos fantásticos, increíbles, con otros de tipo absurdo, incomprensible y hasta es posible que inconsecuente. Pero el dato está ahí, al alcance de cualquiera que desee revisarlo y forma parte de esos 'Expedientes X' que todos los Gobiernos poseen, y que poco a poco comienzan a ser desclasificados, aunque -como aventuraba al principio de la presente entrada- 'convenientemente mutilados'.
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Salud.